sábado, noviembre 26, 2011

Nubes que flotan (II)

El lugar era perfecto para la emboscada. Una senda de conejos recorría parte del claro, y los arbustos proporcionaban un camuflaje ideal. El cazador sacó sus utensilios y comenzó a trabajar. No le preocupaba el ruido o dejar su olor en la zona. Sus trampas eran a largo plazo, y para cuando las hadas llegaran a ese lugar el bosque se habría encargado de borrar todo rastro de su presencia.

Con una vara de saúco limpió parte del lugar, dejando una porción de terreno libre y a la vista. De una bolsa hecha con la piel del estómago de un grifo sacó un puñado de semillas que enterró en el suelo con los dedos; eran semillas de minna tratadas mágicamente, protegidas por la bolsa de todo mal durante los años en los que Manhú las estuvo usando, transmitidas a él por el anterior cazador real. El suelo del bosque era fértil, tenía siglos de antigüedad y millones de hojas se encargaban de aportarle sus nutrientes, en él crecerían fuertes y listas para su cometido. Cuando brotaran, nadie las diferenciaría de arbustos normales y corrientes, excepto cuando un hada pasase cerca de sus ramas. Estas, flexibles y fuertes, se cerrarían sobre su cuerpo y la atraparían hasta que el cazador regresase…

Manhú había dispuesto centenares de trampas durante sus años de caza, muchas de ellas quedaban desiertas y tras un par de temporadas las plantas se marchitaban y morían. Pero otras conseguían su objetivo. Manhú realizaba un recorrido cada cierto tiempo por los lugares en los que había plantado sus semillas, comprobando el estado de las mismas y recolectando las presas cazadas.

Se encontraba a unos cien metros del lugar cuando escuchó el sonido. Era una música inconfundible, un canto élfico que significaba que algo había caído entre las ramas de la minna, no hacía mucho tiempo por el volumen y fuerza del son. Manhú se aproximó con cautela. En ocasiones las hadas intentaban liberar a su congénere de la trampa, y bien podía ocurrir que se fuera con varias presas de ese lugar. Su capa gris le permitía un camuflaje casi ideal entre los claroscuros del bosque, y el ruido de su presa le servía de referencia entre los helechos y arbustos.

Ahí estaba. Con una rama rodeando su tobillo, incapaz de volar, un hada hembra se debatía con desesperación por soltarse, consciente de la presencia del humano y su propósito. Sus finas y etéreas alas no le servían en ese momento, y con sus delicadas manos intentaba romper la rama de minna.

Tomando un pequeño cesto de mimbre de su mochila, el cazador se acercó a su presa, y con unos movimientos certeros y rápidos, producto de muchos años de experiencia, liberó al alado ser y lo encerró dentro del cesto. Sólo en ese momento se permitió dedicar un momento a observar a la criatura.

Nunca había visto nada tan hermoso. El largo cabello rubio le caía en cascada sobre la espalda, entretejido con diminutas flores y hojas; el tono de su piel de alabastro relucía a la luz de la luna, mientras intentaba cubrirse con sus manos de la mirada del hombre. Pero fueron sus ojos lo que más impresionó al cazador real. Un intenso violeta le devolvía la mirada, con fugaces ráfagas de ira y miedo, atrapando al hombre en sus profundidades.

Manhú no supo nunca decir cuánto tiempo estuvo mirando esos ojos, ni qué era lo que le habían comunicado. Despertó a la mañana siguiente, en el mismo claro del bosque, con la cesta de mimbre vacía, su cargo de cazador real ya sin sentido, y su corazón en paz por primera vez en muchos años. Desde entonces se gana la vida como guía para excéntricos monteros, respetando la vida del bosque tanto como le es posible. Algunos dicen que el hada se fundió con él, que tiene extraños poderes, que le han visto comunicarse con gnomos y gigantes, rodearse de la pequeña gente en lagos y claros, caminar hablando con sombras que solo él ve… Otros dicen que finalmente encontró su lugar, como embajador y viajero entre los mundos de la vida y los mundos de la magia. Él no habla de estas cosas, solo sonríe y piensa en esos ojos violetas que una noche le encantaron, y que no puede dejar de ver todas las noches al cerrar los suyos para descansar.

jueves, noviembre 24, 2011

Desde la distancia...

Querido hijo,

Espero que al recibo de la presente te encuentres bien de salud, tu madre y yo nos encontramos bien, gracias a Dios.

Te escribo para contarte que hace frío, desde que te fuiste no ha habido calor en el hogar, y tu madre ha estado llorando casi todo el tiempo. A mí la congoja también me agarra el corazón y los ojos se me llenan de lágrimas, aunque los hombres no lloramos.

Te escribo para pedirte que nos perdones, nunca quisimos tu mal, todo lo hicimos siempre pensando en lo mejor para ti. Nunca pensamos en que nuestra vida juntos se acabase, ni quisimos que tú sufrieras por ello.

Te escribo para pedirte perdón, por los años en los que falté, por no haber estado cuando me llamabas, ni haber podido arroparte en las frías noches de invierno. Pero había que llevar pan a la casa, y tuve que marchar lejos para poder hacerlo. Los años que pasé lejos de ti fueron tristes y sin alegría, nunca me perdonaré haber perdido tu infancia.

Te escribo para que perdones a tu madre. Siempre te tuvo en su corazón y en su cabeza, y si trabajó como una esclava fue para poder darte lo mejor, una buena escuela, buenas ropas, comida... Siempre que pudo estuvo a tu lado, siempre que pudo jugó contigo, te ayudó con los deberes, hizo de padre y madre a un tiempo.

En fin hijo, ahora que eres un hombre y que pronto serás padre, perdona a tus padres por todo lo que te han faltado, aprende de nuestros errores y repite nuestros aciertos, que también los tuvimos.

Y si te acuerdas, riega de vez en cuando el árbol que plantaste sobre mis cenizas para que crezca fuerte y pueda sostener a mis nietos.

Tu padre que te quiere.

Nubes que flotan (I)

Manhú había sido el cazador de hadas del rey desde hacía incontables años. Con su capa gris recorría los bosques del reino tendiendo trampas a aquellos pequeños seres y llevando sus presas a palacio, donde el rey las mantenía prisioneras hasta su muerte. Se decía que tener hadas en palacio traía buena suerte, y prolongaba el vigor y fortaleza de su propietario, y debía ser cierto, ya que el reinado del presente monarca se extendía por los últimos ciento cuarenta y siete años, y no daba muestras de debilidad.

Nadie como Manhú conocía los bosques, nadie como él sabía dónde encontrar a las hadas, nadie tenía su habilidad para colocar los pequeños cepos y cebarlos con polen y miel. Durante años había sido un hombre solitario, un paria entre los suyos a pesar de los privilegios de su cargo, que incluían un lote de tierras en el sur, en los que vivía su familia. Las mujeres del norte no gustaban de los hombres que pasaban gran parte del año en el bosque, siempre en riesgo de muerte, y el cazador real se había acostumbrado a ser rechazado por todos excepto las prostitutas y taberneros, ansiosos por obtener su dinero.

Ese año Manhú se había internado aún más en el bosque de lo que acostumbraba. Los pequeños duendes que acompañaban a las hadas se habían retirado a lo más profundo de la montaña, buscando un refugio contra las inclemencias del invierno, y las hadas les habían seguido, ya que necesitaban de sus alimentos y protección.

sábado, noviembre 19, 2011

Dosis de vida fugaz

El río abarcaba casi un kilometro de orilla a orilla en aquella parte de su cauce. Habíamos pasado ya la zona de rápidos, creada por el estrechamiento del curso del rio al llegar a las primeras estribaciones de las montañas, cuando el agua salía con gran velocidad de una estrecha garganta para expandirse en un lento remanso unos kilómetros más allá. Se decía que el río en esta parte de su recorrido seguía el trayecto que el mismo Heracles le había puesto después de su titánica lucha con el dios del río, y su victoria sobre el mismo; le obligaba a horadar con fuerza la roca antes de poder descansar en el último tramo del viaje hacia el mar. Los rápidos expresaban la alegría del dios fluvial por haber terminado el paso por la zona más laboriosa de su camino.

Llevábamos ya varios días de ruta desde que me desperté en la choza, y apenas había cruzado una docena de palabras con Pandora, que seguía manejando el timón con una soltura que debo confesar que me admiraba, no era fácil dominar la corriente en estas aguas. Continuaba molesto con ella por haber utilizado sus malas artes para conseguir mi ayuda en esta empresa, pero en el fondo sabía que la aventura me tentaba desde el primer momento, y muy posiblemente le habría dicho que sí tras mucho discutir.

Desde nuestra salida de Azzin habíamos seguido el Camino del Norte, una antigua carretera que cruzaba el continente hasta las estepas heladas cercanas al Círculo Polar. En esta época del año no había muchos viajeros, el comercio con las minas de hierro de Vridujarorg se había detenido durante el invierno, y los pocos comerciantes que iban y venían entre las ciudades de interior apenas ya usaban el camino. Dejamos la carretera en Heidkreuzt, pasando de puntillas por la cercana Selva Negra, y tras un par de jornadas de viaje llegamos al río. El plan era aprovechar el curso del río hasta el Ponto y de ahí buscar un barco que nos acercase hasta las estribaciones del Cáucaso, siguiendo a pie hasta Kadath, la ciudad en el cielo, último punto de la civilización antes de las tierras altas. Al menos, esa era la teoría…

jueves, noviembre 17, 2011

Memoria en sepia

Recuerdo a mi abuela como una persona pequeña y eternamente vestida de negro, siempre a la sombra de mi abuelo, un hombre grande para los estándares de un niño de diez años. En el álbum familiar hay una foto de ella conmigo en brazos, cuando yo debía tener unos pocos meses de vida. Contrasta en el blanco y negro de las fotos antiguas el tono oscuro, siempre de riguroso luto, que llevó durante gran parte de su vida con la luminosidad que tenía mi ropa de bebé; estamos los dos frente al muro de la tía Tomasa, en la carretera, entonces un simple camino sin asfaltar, y ella tiene el gesto serio que tienen nuestros mayores cuando se retratan…

El otro día me acordé de ella. La veo sentada en su casa, la gran casa familiar de varios pisos, acomodada en el sol de la tarde en otoño, detrás de los cristales del balcón, observando a la gente pasar por la calle. Ahora me preguntó qué vería realmente, si tal vez sus ojos estaban mirando otras calles, otras personas, otras añoranzas...

No tengo mucha información sobre ella, desgraciadamente la perdí cuando aún no tenía edad para interesarme en las historias familiares, y luego… En mi memoria andan descolocados algún retazo de conversación oída a mis mayores, algo que descubrí revisando viejos legajos en el archivo parroquial, datos que he ido leyendo o escuchando en estos años. Una mujer joven, huérfana, con un tío eclesiástico que estuvo a punto de llevarla a América, cuando el continente era aún un lugar de esperanza para nuestra gente; una mujer que debió llevar una vida dura, en una casa pequeña y lejos de todo, en una época de penurias y desgracias.

Me la imagino unos años atrás, cuando, de la mano de mi abuelo, llega a la casa que han construido en el pueblo. Una casa grande, con muchas de las comodidades que la vivienda del campo no tenía, incluido el primer cuarto de baño de la localidad. Me la imagino durmiendo esos años en aquel cuartito en el que descansaban los dos, una cama y apenas un par de sillas, sin ventanas, con la puerta frente al hogar. Me la imagino, en fin, durmiendo y viviendo sola durante sus últimos años, tras la muerte del que fue su amigo y marido, siguiendo una rutina que muchas otras mujeres hicieron antes que ella: cocinar, lavar, limpiar la casa, esperar la visita esporádica de hijos y nietos, conversar con las vecinas, mirar en la tarde hacia el sol poniente, en el que se reflejaban aquellas sensaciones que habían vivido, tal vez recordando el olor de las flores en su puerta o el sonido del arroyo bajando por un costado de la casa. Tal vez, pensando en ese nieto que vive lejos, y que la extraña con todo su corazón…

lunes, noviembre 14, 2011

Camino al viento del sur

Desperté con un terrible dolor de cabeza y la boca seca como la arena del desierto. La luz del sol se filtraba a través del techo, en lo que parecía ser una pequeña choza, y uno de los rayos me daba directamente en los ojos. Mis escasas pertenencias se encontraban en un rincón, incluso mi rifle. Con un gigantesco zumbido en mis oídos intenté levantarme para caer de nuevo contra el suelo. Algo no iba bien. No soy un hombre que busque los placeres de la bebida con frecuencia, pero cuento en mi haber con algunas borracheras a consignar, y siempre me había levantado al día siguiente con el paso firme y la cabeza pulsando.

A gatas, de una manera muy poco elegante, me acerqué a mi mochila y busqué entre sus numerosos bolsillos algo para calmar el dolor de mis sienes, así como unas gafas de sol que me permitieran salir al exterior sin que me estallara el cerebro. Así pertrechado, y a cuatro patas, me dirigí hacia la puerta de la cabaña, decidido a enfrentarme al mundo.

El mundo se encontraba frente a mí, a apenas cinco metros de distancia, con su cabellera rubia ondulando al viento y sus torneados brazos sujetando un gran leño. Tardé unos momentos en acostumbrar la vista a la claridad del día, y entonces me di cuenta del por qué no conseguía ponerme en pie: el suelo se movía. Nos encontrábamos en una barca, unos troncos de madera atados de forma firme y en cuyo extremo se había construido un techo de mimbre que yo había confundido por una cabaña. Al otro lado estaba Pandora, gobernando la balsa mientras cruzábamos una zona de corrientes rápidas, las responsables de mi postura infantil.

“Buenos días, dormilón”, me gritó desde su posición, alegre y radiante a la luz del sol. Mi respuesta, que no merece ser transcrita en estas páginas, le arrancó una tremenda carcajada. “No me decías lo mismo anoche, eso seguro”.

“¿Qué me has hecho mujer?”, grité, aunque me arrepentí inmediatamente, al sentir los tambores en mi cráneo.

“Nada, tú te ofreciste a ayudarme, y aquí estamos”.

Tal vez fuese la brisa fresca del río, o la sangre que comenzaba a circular por mi cerebro, pero iba recordando retazos de los días anteriores: su seductora sonrisa en mi habitación del hostal, la noche de sexo apasionado que le siguió, mi promesa de ayudarla en su viaje a las tierras altas, la compra de víveres y la balsa, el río…

miércoles, noviembre 09, 2011

Ofrecimiento

Mi habitación en el Leonés no era precisamente el mejor lugar para seguir una conversación, y mucho menos para tenerla con una mujer como la que me acompañaba. La dueña me había echado una de esas miradas que cuajan la leche en la ubre antes de darme la llave, mientras Pandora sonreía, entre divertida y juguetona. El camino hasta el hostal había estado salpicado de frases soeces, piropos, peticiones de tarifa y algún que otro amago de toqueteo; me gustaba ese lugar, aunque el barrio no fuera de lo más recomendable.

Entramos en mi habitación, y Pandora tuvo el detalle de no mencionar nada sobre el estado de la misma.

"¿Por qué quieres ir a las tierras altas?" pregunté, apartando unas camisas para sentarme en la cama, mientras le ofrecía la única silla de la habitación.

"Te lo he dicho. Perdí algo que necesito recuperar."

"Perder algo en esas tierras es como no volver a verlo nunca. ¿Puedo saber qué es?"

"No. Tu trabajo es llevarme allí, encontrar un lugar que te describiré y regresar con vida."

"No suelo arriesgar mi vida con tan poca información", respondí.

"Lo harás por mí", dijo ella, mientras se levantaba de su asiento y se sentaba sobre mis piernas. Su pelo dorado reflejaba la poca luz de la bombilla, mientras me miraba a los ojos y acariciaba mis hombros. Acercó sus labios a los míos y me besó, un beso que levantó sensaciones dormidas hacía mucho y que correspondí con pasión, para mi sorpresa.

domingo, noviembre 06, 2011

En el corazón de los cielos sin fin

La muchacha subía trabajosamente las escaleras. Su más que evidente embarazo le hacía detenerse de vez en cuando, apoyándose en las pausas en la vieja barandilla de madera con unas manos delicadas y protegidas por unos finos guantes negros. Llevaba un largo abrigo azul que la preservaba del hiriente frio, y se cubría el cuello con una bufanda del mismo color. Después de varias paradas llegó al final de las escaleras, una calle principal en la que el tráfico era más abundante y el viento quedaba bloqueado por los edificios.

Caminó despacio por la acera, echando un vistazo a los iluminados escaparates, sintiendo la luz y la alegría de la estación, mientras el movimiento le hacía entrar en calor. No tenía prisa. Héctor no regresaría a casa hasta dentro de una hora, y el paseo le haría bien.

El embarazo estaba siendo normal, y a pesar de algunas pequeñas molestias no sentía pesadez o hinchazón, como le había pronosticado su abuela. “Las mujeres de nuestra familia siempre tienen buenos partos” le había dicho con cariño la última vez que se vieron, sentadas las dos frente a la chimenea, mientras los hombres conversaban de sus cosas fumando en el patio. En esa ocasión hablaron de lo que vendría, de la alegría de la anciana, de los preparativos… En pocos días los abuelos se trasladarían a vivir con ellos, de manera que la abuela pudiera ayudarla en los últimos momentos, y el abuelo pudiera estar con Héctor.

Los dos habían sido muy buenos y comprensivos. El abuelo había tenido un ataque de ira cuando conocieron sus intenciones, y casi había llegado a las manos con su hombre, aunque éste no respondió a la furia del anciano, consciente de las razones que le llevaban a ese estado. La intercesión de la abuela había salvado el momento, y, posteriormente, las largas caminatas juntos, el amor incondicional que sentían y el profundo cariño que se profesaban habían convencido al abuelo de que era mejor dejar que siguieran su camino. Aún así, Lumia sentía que el pobre viejo se preocupaba, y sabía de las largas conversaciones que tenía con Héctor las veces que regresaban al pueblo…

Llegó a un portal cerca de la plaza, y abrió la puerta con una llave diminuta que sacó de su monedero. En el interior se estaba más cómodo que en la calle, y se demoró unos minutos en recuperar un poco el calor en sus mejillas, y el aliento en sus pulmones, antes de subir las escaleras hasta el tercer piso. Podía tomar el ascensor, pero esa mañana el paseo había sido corto y necesitaba el ejercicio.

Al llegar al tercer piso se encontró de bruces con Héctor, que salía en ese momento del ascensor, con la vieja gorra y bufanda, el traje gastado y ese aire de viejo campesino que tanto le había llamado la atención cuando le conoció. No pudo evitar la sonrisa al ver cómo se iluminaban los ojos del hombre al verla.

“Has vuelto pronto”, le dijo mientras le tomaba las manos, cálidas y suaves a pesar de no llevar protección.

“Te echaba de menos”, respondió él, tras besarla delicadamente en los labios. “¿Qué tal el paseo?”

“Bien, pero cada vez me canso más”, le dijo, mientras se dejaba caer en el cómodo sofá del salón.

“Lógico, la pequeña está creciendo”. Las manos de Héctor acariciaban ahora su vientre, sus ojos como intentando escudriñar la vida que crecía en su interior, ver la vida creciendo y convirtiéndose en parte de él, de los dos... Cuando levantó su mirada, Lumia vio en ella parte aquello que le había hecho poner el corazón en las manos de ese hombre: una inmensa capacidad de amar, y un no menor deseo de ser amado. Los años que llevaban juntos se habían pasado volando, desde aquella tarde en que se abrieron sus almas, desde aquella noche en que sus cuerpos se tocaron…

“Te quiero”

“Lo sé, yo estaba enamorada de ti antes de conocerte.”

miércoles, noviembre 02, 2011

Una vez no hace daño...

Permitan que este trovador se tome una licencia, por una vez, dejando que otros juglares entren en este espacio. Posiblemente yo no lo hubiera dicho mejor en este instante...

http://www.myspace.com/tejadopimiento/music/songs/campanas-de-agua-bonus-track-76566627

martes, noviembre 01, 2011

Perdido a oscuras

Sentado a la puerta de mi casa veo cómo pasan las personas, cómo el mundo gira a mi alrededor, y pierdo el centro de mi universo. Paseando por el bosque, huelo y siento la vida en todo su esplendor. Y reconozco la zona muerta de mi corazón. El mar me envuelve y me protege, me llama y me hace suyo. Pero no alcanza la zona seca de mi alma. He perdido mi mundo, la persona que daba vida a mi corazón, que hacía florecer mi alma.
Y me pregunto si merece la pena seguir aquí, esperando un poco de calor, algo que me haga sentir vivo de nuevo…