martes, febrero 28, 2012

Ruta 66

Partimos pocos días después, aprovechando una ventana de buen tiempo que nos ayudaría en los primeros pasos de montaña, que comenzaban justo tras la ciudad. Salimos de Kadath en un coche, un viejo transporte militar, probado y confiable, al que se le habían hecho algunas modificaciones, cortesía de nuestro amigo Rimak: depósitos de combustible adicional, cadenas, un blindaje especial en los cristales, varios compartimentos secretos para ocultar contenidos ‘especiales’…

Yo conducía mientras Pandora se arrellanaba en el asiento trasero, cubierta con una gran manta de piel de oso gris. Junto a mí, en el asiento del copiloto, tapado con su eterna capa gris, estaba nuestro nuevo compañero, Manhú, el cazador y guía que nos acompañaría durante varias jornadas, hasta dejarnos a los pies de las tierras altas. Habíamos hablado mucho desde que le conocí en la sala de espera del Palacio de Gobierno, y cada vez me gustaba más su silencio y honestidad. Tenía algo que incluso gustó a Pandora, con quien se comportaba tímido pero distante.

  Una ancha carretera atraviesa el Cáucaso gracias a un gran túnel, por el que discurrimos durante varias horas. Las luces de nuestro transporte iluminaban las brillantes paredes, por las que discurrían gotas y pequeños hilos de agua, que hacían refulgir como plata algunas zonas de la mina. Se contaba que el pasaje lo había excavado Hefestos, el dios del fuego y los metales, con ayuda de sus criaturas, los hombres de bronce, que habían desviado el curso de un rio gigantesco para horadar la montaña. Mientras conducía, me preguntaba qué pasaba por la cabeza de Pandora, callada tras de mí, en un lugar tan relacionado con su origen…

sábado, febrero 25, 2012

Canción de almendras (II)

No había cambiado en todos estos años. Alto y delgado, cercano a los dos metros de músculo y fibra, ocultos en un rico traje de dos piezas, que ya era antiguo cuando lo conocí en mi primera visita a la ciudad, se levantó con una de sus sonrisas, que igual podían ser cordiales como mortales. El pelo, negro azabache, largo y descuidado de una forma muy estudiada, hacía que la atención del oponente se centrara en su rostro, hacia sus ojos, de un azul tremendamente pálido, que le daban un aire mágico y extraño a la vez.

Habían pasado veinte años desde la última vez que nos vimos, pero la fuerza de su brazo no había menguada nada, ni tampoco su forma de ser. Sin preámbulos, sin ningún tipo de formalidad, entramos directamente en el motivo de mi visita. Quería su consejo acerca de nuestro próximo viaje. En estas circunstancias, su “consejo” equivalía a su permiso. Yo sabía que nadie podría llegar a las tierras altas sin que Rimak lo supiera y estuviera de acuerdo; en los últimos años se había convertido en una especie de guardián para aquellas tribus, con las que mantenía un lucrativo negocio de polvos e instrumentos de poder, que le convertían en el principal, si no único, interlocutor de cualquier mago que se preciase de serlo.

Me hizo muchas preguntas, a las que contesté lo más sinceramente que pude; no tenía sentido engañarle, ya que intuía que tenía muchas de las respuestas. Como esperaba, la mayoría se referían a mi compañera: su origen, su destino, sus hechos y hazañas… Hablamos mucho aquella tarde, y al final de la misma yo tenía en mis manos un cristal de Osarizawa, grabado con su sello y misteriosos pictogramas, que me aseguraba el paso libre hasta el otro lado del continente si fuera necesario. Ninguna banda de ladrones, salteadores de caminos o funcionarios gubernamentales se atrevería contra este cristal. Nunca le dije a Pandora qué había prometido a cambio…

jueves, febrero 23, 2012

Day one

Ya llevaba varios días en el hospital. Las interminables pruebas no habían dejado lugar a dudas, y la fatídica palabra se había pronunciado en voz alta. Yo no estuve en ese momento. Mi relación con ella no era lo suficientemente cercana como para asistir a los conclaves con los médicos, ni tan lejana como para no visitarla a menudo. Todavía recuerdo a menudo su rostro, su ritmo nervioso de caminar, tan característico y que siempre avisaba de su llegada a nuestro despacho desde lejos, repiqueteando a través del pasillo en las largas horas de la tarde, su vicio de comerse las uñas (“¡no puedo evitarlo!” decía)…

Aquella tarde todo esto estaba muy fresco en mi memoria. Fueron tantos años de convivir día a día, de confidencias, de malos ratos, de trabajos duros, de risas…, que en aquel momento, ya un poco distanciados, nos hablábamos como si no hubiera pasado nada.

Yo acudí a su habitación al salir de la oficina, después de un día un poco más tranquilo de lo normal, no recuerdo si con unas flores o unos bombones, tal vez con las manos vacías, llevando solo mi voz y mi presencia. Los pocos chismorreos que llevaba nos dieron para los primeros minutos, ella sentada en su cama, con el camisón hospitalario, su piel morena como siempre, su risa siempre dispuesta…

Esa tarde hablamos de muchas cosas, pero sólo recuerdo su expresión y su miedo cuando me preguntó “¿me voy a morir, Teo?”, y yo, inocente entonces, le dije que no, que saldría de esta, que volveríamos a trabajar hasta las tantas, riéndonos de lo que pasara… Me despedí con un beso y una caricia, deseando dejar más de mí para acompañarla en la noche.

Fue la última vez que me vio. Yo fui a visitarla otra vez, pocos días después. Ya no estaba consciente. Estaba sedada para evitarle el dolor, las enfermeras la mantenían con poca ropa para poder atenderla mejor, parecía tranquila…

Murió una tarde de verano, mientras yo estaba en otro país, lejos. A mi vuelta entre los amigos organizamos un pequeño recordatorio, estuve en contacto con su viudo y su hija (¡qué grande estará ya!), pero cuando crucé la mar dejé de saber de ellos, como de tanta otra gente que fue cercana.

El cáncer me visitó tiempo después, en el cuerpo de una persona muy querida, y tampoco me dejó despedirme de ella, aunque sé que aún está conmigo. Solo pido no volver a encontrármelo nunca más... 

sábado, febrero 18, 2012

Canción de almendras (I)

La habitación estaba oscura. No era el más recomendable de los vecindarios, había pasado la mañana entrando en tabernas y tugurios, preguntando de forma velada, pagando rondas a tipos con los que no iría ni a mi entierro, adentrándome cada vez más en la zona más tétrica y de peor reputación de la parte baja de Kadath. El barrio de Skelos se encontraba pegado a la montaña, sus calles estrechas y sinuosas apenas recibían luz del sol en los días de invierno, y se decía que algunas de sus casas tenían más estancias subterráneas que el gran Palacio de Gobierno.

Había ido allí solo, sin Pandora. La presencia de una mujer como ella, joven, limpia y con un cuchillo mortal en la bota, podría causarme muchos problemas, especialmente si alguno de estos cafres intentaba meterle mano. Además, la persona que estaba buscando era famosa por su poco interés por el sexo femenino, y creía que solo tendría más posibilidades de obtener aquello que buscaba.

La casa que resultó ser mi destino no destacaba del resto de la barriada: sucia, con los cristales de las escasas ventanas tan llenos de mugre que prácticamente no se diferenciaban de los muros, montones de basura acumulados en sus esquinas, apenas un farol diminuto iluminaba su entrada… Sin embargo, yo sabía que era una fachada, el interior era muy distinto, acorde con el status de su dueño.

Nadie recordaba los orígenes de Rimak, aunque los rumores eran variados. Algunos decían que era un mago que había descubierto el secreto de la vida eterna, absorbiendo la vida de cuerpos jóvenes y robustos; según otros rumores era un ángel caído, una de esas tristes y magníficas criaturas de poder y gloria, mensajeros de los dioses, que por razones oscuras había quedado atrapado en este plano de existencia; otros, que era un semidiós, un inmortal que cambiaba de forma cada cierto tiempo, manteniendo su posición de poder como señor de los bajos fondos de la ciudad. Los más enterados no preguntaban por su origen; sabían que era uno de los poderes de la región, si no la persona más poderosa de esa parte del mundo. Nada se hacía en las altas esferas sin su consentimiento, ningún tratado entre países se firmaba sin que él opinara, las grandes compañías le pagaban tributo religiosamente… Se decía entre susurros que incluso los dioses le consultaban en algunos asuntos mortales…

Tras cruzar la puerta me encontré en un pequeño recibidor de paredes forradas de madera, donde dejé mi abrigo y se me cacheó concienzudamente, mientras una pareja de ogros montaba guardia a mi lado, presta a destruirme si hacía algún movimiento inesperado. Una vez comprobaron que era inofensivo, me hicieron pasar a una estancia más amplia, caldeada con una gran chimenea que ardía alegremente en una de sus esquinas. Juegos de luces y velas la iluminaban, haciendo que la claridad fuera casi dolorosa después de la oscuridad de las últimas horas. En sus paredes había gran cantidad de cuadros y reliquias: una piel de cabra dorada, una pequeña copa de alabastro, un yelmo de coral negro, un libro abierto en una página que mostraba un dibujo que no pude llegar a identificar, el retrato de una mujer de piel blanca y cabellos rojos como el atardecer, una espada… La gran sala estaba atestada de estos objetos, dejando apenas un pequeño espacio que marcaba el camino que había que seguir.

Recuerdo que la primera vez que vine estuve varios minutos con la boca abierta, asombrado por la riqueza y valor de esas ‘bagatelas’, como las llamaba su dueño, hasta que una voz clara me sacó de mi estado: “Cierra la boca o te entrarán moscas, peregrino”. Así fue cómo me saludó ahora de nuevo Rimak, levantándose del mullido sillón junto a la chimenea en el que había estado mientras me acercaba, mirándome divertido.

miércoles, febrero 08, 2012

Rosas de vida fugaz

El país de los mirmidones es un lugar árido y pedregoso. Se decía que los dioses lo habían poblado de hombres creados a partir de las hormigas que moraban en sus campos, y por eso eran tantos y tan abundantes sus habitantes. Briséida había nacido allí, y en esos campos había pasado su infancia. Su padre era un aristócrata venido a menos, que presumía de un linaje que se remontaba a los dioses, pero que no tenía más que unas pocas tierras con las que mantener a su gran familia. Brise, como la llamaban sus hermanos, recordaba sus fuertes manos, su rostro siempre espinoso con barba de varios días y su voz clara y grave cuando les contaba historias antiguas.

Una mujer de pelo dorado entraba en un lugar oscuro, lleno de maldad, buscando un guía para encontrar aquello que había perdido...

Su madre era una mujer de ciudad, que nunca se acostumbró del todo a la vida en el campo, y que siempre estaba cosiendo u organizando el trabajo de la casa. Su pelo negro pronto se cubrió de plata, pero siempre tenía un momento para su hija, un dulce para calmar el hambre o una caricia para ahuyentar el dolor.

El viejo cazador brillaba de pureza, a través de su sombra podía ver los mundos de los dioses y la magia, mientras en sus manos sostenía un cristal con forma de hada, y el tiempo se congelaba a su alrededor...
  
Llegaron con los primeros días de verano. Los monjes venían acompañados por funcionarios de traje gris, y se instalaron en una de las posadas del pueblo. Hablaron con los maestros de la escuela, hicieron muchas preguntas y al final seleccionaron a una docena de niños y niñas, a los que juntaron en una de las salas del ayuntamiento. Su padre y su madre estaban muy nerviosos, aunque intentaban que Brise no se diera cuenta. Era una de las pocas niñas que estaba en el estrado, respondiendo a las preguntas sin sentido que les hacían los monjes. Uno a uno los otros niños fueron bajando con sus padres, mientras ella seguía contestando preguntas. Al principio estaba muy nerviosa, pero con el tiempo se relajó y se divirtió con el juego. Al cabo de varias horas, era la única persona sobre el entarimado del salón, los monjes sonreían y sus padres lloraban.

Dos hombres y una mujer de pelo como el sol cruzaban las puertas de la ciudad, mientras dioses y gigantes les observaban desde lo alto...

Pasó los siguientes años de su vida en un monasterio oculto en las montañas, preparando su cuerpo y su espíritu para las tareas que se esperaban de ella. Aprendió técnicas de relajación mental, a interpretar los más sutiles movimientos corporales, a dejar la mente en blanco mientras su cuerpo seguía funcionando... Hierbas y ejercicios hicieron que su organismo se quedara detenido en las últimas fases de su infancia, manteniendo una juventud y plenitud que le permitía superar enfermedades y heridas. Otras niñas y niños se unieron a ella con el tiempo, pero ninguno tenía los dones necesarios y poco a poco fueron dejando las montañas. Sólo uno de cada 100 candidatos lo conseguía, le habían dicho. Cuando cumplió los 16 años, el viejo abad la llamó a su celda y le entregó una túnica del más fino tejido, blanca como la nieve, y una capa azul que se cerraba con un broche en forma de luna creciente. "Has completado tu entrenamiento, no tenemos nada más que enseñarte, ha llegado el momento de que viajes a tu destino final" le dijo.

En las anchas planicies de las tierras altas se abría un gran agujero de oscuridad, su contenido velado a sus dones. Una diminuta figura se acercaba, portando un pequeño farol; en su hombro, un águila extendía sus alas....

La vida en Kadath era sencilla. Tenía sirvientes y personal cercano que se encargaba de que todas sus necesidades estuvieran cubiertas, incluso las más carnales. Los mayores pensadores y filósofos la visitaban con frecuencia, para discutir con ella preguntas y temas que les preocupaban. Estaba al tanto de casi todos los cotilleos y vaivenes de la política local y regional. No estaba sola. Había varios como ella en las estancias de los oráculos, gente dotada de su mismo don, y con la que podía compartir inquietudes y deseos. Había tenido varias relaciones con los años, aunque muy pocas personas del sexo opuesto podían atraerla. Con frecuencia, recibía preguntas del Consejo, preguntas de las que en muchas ocasiones dependía el destino de la ciudad. Para contestarlas se retiraba a sus aposentos y procedía a los viejos rituales. Luego, con la mente llena de imágenes y sensaciones, se reunía con sus compañeros para analizar y escudriñar los resultados, ofreciendo la respuesta más adecuada a los miembros del gobierno local.

El mar estaba en calma, volaban las gaviotas a lo lejos mientras ella caminaba descalza por la playa. Un niño rubio de piel dorada por el sol la llamaba, agitando sus manitas y llenando su corazón de dicha...

Briséida observó el horizonte desde la ventana de su habitación. Era una de las pocas estancias internas del palacio que tenía una ventana al mundo, a través de la que podía ver la explanada exterior y el mar, a lo lejos y casi siempre cubierto de brumas. Su puesto como el oráculo de mayor rango le permitía este y otros lujos. Había sido así en los últimos mil años, y así sería durante otros mil años. Estaba segura de eso.

viernes, febrero 03, 2012

Cinq heures

No parece que haya venido mucha gente, verdad. Claro, como tú nunca te molestaste en tener amigos. Menos mal que mi familia sí ha cumplido. Ellos saben que en determinadas ocasiones hay que estar con los tuyos, pase lo que pase. Y eso que la Gloria ni ha estado cinco minutos, ¿te fijaste?. Debía tener mucha prisa para lo que tuviera que hacer, ni siquiera te ha saludado. En fin, menos mal que ya se fueron todos, y podemos hablar tranquilamente. No hemos tenido mucho tiempo últimamente, bueno, tampoco es que nosotros seamos muy habladores. Si la comunicación es parte del éxito de una pareja… no me extraña que nosotros no tengamos hijos. Perdona que te diga esto ahora, pero nunca he soportado esos silencios tuyos cuando algún tema te incomodaba, o cuando no querías hablar. He aguantado todos estos años pero creo que es el momento de que lo pongamos sobre la mesa y lo digamos abiertamente: tú nunca me has querido. Recuerdo aquella noche en Sevilla, cuando estábamos recién casados, que desapareciste durante varias horas sin que supiera de ti. Yo preocupada, pensando que te habría pasado algo, que algún coche te habría atropellado… cielo santo, estaba tan contenta cuando apareciste al día siguiente que ni siguiera se me ocurrió preguntarte dónde habías estado. Ni esa ni las noches que siguieron… entiéndeme Paco, te quiero, siempre te he querido, he sido una esposa fiel, aunque he tenido mis tentaciones, vaya que si las he tenido, pero siempre te he respetado y me he respetado a mí misma, he honrado las promesas que nos hicimos en el altar, a pesar de que tú no lo hiciste. Sí, sé de tus paseos con esa chica de la oficina, de aquel congreso que no fue tal, de tantas noches de trabajo que no pasaste en la oficina. Siempre fuiste un poco tonto, o tal vez me subestimabas y pensabas que no me daba cuenta de los pequeños detalles: del olor a otro perfume, del pelo limpio y recién lavado aunque se suponía que llevabas horas trabajando, de las llamadas a escondidas… Siempre estaba ahí cuando volvías, dispuesta a sonreír, a darte un abrazo, un beso, hacerte la comida, tener un hogar para ti, sin quejas, sin reproches, sin lamentaciones. Sabía cómo eras cuando nos conocimos, y siempre tenía la secreta esperanza de que cambiases. Sí, reconozco que también tuvimos buenos momentos. Esos días en el Algarve fueron maravillosos, caminando cogidos de la mano como dos tortolitos, las miradas que me echaban las jovencitas, bueno, ¡y las que te echaban a ti! ¡Estabas tan guapo con aquel bigote y la chaqueta sobre los hombros! Hemos tenido ratos estupendos, cuando eras amable, cariñoso, atento, pendiente de mí y mis deseos, me hacías sentir una reina dentro de un pequeño reino de fantasía. ¡Cielos, qué enamorada estaba de ti, de qué forma te adoraba! Pero siempre volvía a ocurrir. No, no digas nada, sabes perfectamente que es verdad, no intentes engatusarme con tu palabrería, hoy no funcionara conmigo. No sé si es el vino que nos han servido o que por fin he reunido el valor suficiente para decirte, pero ahora puedo decirlo en voz alta: nunca me has querido, no cómo yo te he amado todos estos años, sin esperar nada… Pero esto no te lo perdono, ¿me oyes? Esto es lo último que podías hacerme, abandonarme así de esta manera, sin avisar, sin tener en cuenta cómo me siento, esto no te lo perdonaré jamás. Me has herido de una forma que no podré recobrarme, eres un desgraciado sin alma, un egoísta que solo piensa en sí mismo… ¿Cómo se te ocurrió estrellarte contra aquel muro en el coche? ¿Cómo? ¿Cómo?

Mientras unos empleados de la funeraria retiraban las flores de la sala, preparándola para la siguiente familia, otros cerraban y sacaban el féretro del difunto en dirección al coche mortuorio que lo llevaría a su lugar de descanso final. Una mujer de negro, que había estado sentada junto al difunto los últimos minutos, acompañaba al ataúd, como había acompañado a su ocupante tantos años de su vida…