Pero todo eso dejó de tener sentido cuando llegó la noche. El silencio seguía ahí, esperándole, como un viejo amante perdido al que de pronto vuelves a encontrar en una multitud. Lo disfrutó esa y muchas noches más, cuando todas las luces se apagaban y los ruidos del pueblo cesaban; le gustaba caminar a esa hora, cuando la noche se convertía en madrugada, y sus pensamientos eran más claros, vagando por las calles y caminos hasta la alborada.
Fue en uno de esos paseos cuando se encontró con la niña. Regresaba del monte, tras una larga caminata por los viejos senderos de cabras, con la mente llena de recuerdos de su infancia, cuando le sobresaltó un ruido. "Muy grande para una comadreja" pensó mientras volvía sobre sus pasos, el viejo instinto de huir siempre presente. Otro ruido le detuvo; ese sonido despertó memorias largo tiempo enterradas, cruzaba su corazón como un ventarrón de otoño, abriendo ventanas atrancadas hacía eones. La niña lloraba, como solo hacen los corazones rotos, cuando la edad hace que todo sea un mundo y no se vislumbre la salida del túnel.
Despacio, sin pensar en lo que hacía, se acercó al hueco de donde surgían los sollozos, fiado de su excelente vista nocturna. Era una oquedad profunda, la cavidad de las raíces de un viejo roble caído durante la última tormenta; la niña estaba sentada en el fondo, la cabeza entre las manos, sus hombros moviéndose al compás de los gemidos. Él carraspeó. La niña paró su llanto, miró hacia arriba. Había tenido cuidado de ponerse de perfil para que pudiera verlo bien contra la luz de las estrellas. Tendió su mano.