jueves, noviembre 28, 2013

A heart is low...

Sentado en el fondo del pasillo había un niño, escondido en la penumbra. A su alrededor las luces de la fiesta se movían en círculos y espirales, los vasos de bebida se llenaban y vaciaban, la pista de baile recibía a sus compañeros al compás de la música…


En el fondo del pasillo, escondido en la penumbra, un niño miraba las luces, las risas, el baile, y sabía que no eran para él…

domingo, noviembre 03, 2013

Marea verde

Había estado cerca. Después de que se corazón se serenase, tras llorar de nuevo la pérdida de Alicia, se secó la frente, borrando el rastro de las lágrimas en su cara, y cogió la red para asegurar su captura. Evitaba mirar a la nereida, con la superstición de todos los pescadores, mientras la rodeaba con el tejido fuerte y elástico que la mantendría sujeta hasta que llegaran a puerto.

La luna descendía sobre el mar. Era hora de regresar, y el viejo pescador tomó los remos y comenzó a bogar hacia tierra firme, con ritmo lento, pero fuerte y mantenido, acercando la barca al continente en cada esfuerzo. Su presa se encontraba a proa, semioculta en la oscuridad, apenas podía ver algún reflejo tornasolado cuando los rayos lunares incidían en sus escamas. Si se concentraba, podría adivinar los ojos que seguramente le observaban, los había visto otras veces: unos ojos cuyo iris cambiaba según la profundidad en la que se encontraba la sirena, de un azul intenso como el cielo bajo el mediodía de los trópicos a un verde mar semejante al del océano lleno de vida…


Para cuando llegó a puerto las estrellas ya habían desaparecido ante la luz de la aurora, y el muelle hervía con los movimientos de los pesqueros y el trasvase de las capturas. Respondiendo cansinamente a los saludos de otros compañeros, remó un poco más para llegar a un pequeño embarcadero algo alejado del muelle principal, en el que ató la barca a un amarradero de hierro viejo mediante un cabo desde la popa al mismo tiempo que dejó caer un ancla por la proa. Una vez estabilizado, tapó a la sirena con una lona y se la echó al hombro para transportarla hasta su casa.

martes, septiembre 17, 2013

Cumpleaños

“Llegaron los años y se fueron posando uno tras otro, hasta que comenzaron a hacer una gran pila, y el número de sus días fue ciento…”

Ese párrafo siempre le hacía sonreír, con una mezcla de tristeza e ironía, nunca había entendido esa forma de hablar: “y el número de sus días fue ciento…” Y sin embargo le gustaba tanto cómo sonaba, los recuerdos que parecían levantarse en su memoria…

El libro había estado con él desde que se lo regalaron en su primera comunión, un presente inusual de unos padres orgullosos de que su hijo pasara más tiempo leyendo que jugando a la pelota. Había sido el primer libro que había podido escoger, entre los volúmenes que la librería del barrio tenía en el escaparate; luego llegaron otros muchos, bastantes más fueron prestados de bibliotecas, su casa tenía miles de ejemplares en todos los tamaños y estados.

Sin embargo, ese primer libro siempre tenía un significado especial. Si acariciaba sus cubiertas podía ver a su madre acompañándole a comprarlo, pagar un dinero que no escaseaba por algo que ella no entendía; la oía hablar con amistades y familiares de su gran afición a la lectura… Sólo ahora entendía su orgullo, los hijos estudiosos, que saldrían del campo, que no trabajarían de sol a sol, que tendrían un futuro mejor…

Ahora, cuando el número de sus días no era ciento sino decenas de miles, el hombre se sentó a la puerta de su casa, en una vieja mecedora de mimbre que había pertenecido a su abuelo y que rescató cuando compró la antigua casa ancestral. El sol de la tarde ya no daba directamente, pero las piedras de la fachada aún conservaban gran parte del calor recibido durante el día y atemperaban el ambiente del soportal. Su gato ya estaba echado sobre su piedra favorita, esa laja de pizarra que había elegido para pasar las tardes, junto a su dueño. Sacó las gafas de leer del estuche (cómo se deteriora uno, pensó) y abrió el gastado volumen, leyendo en voz alta como le había recomendado el médico, para que su memoria no flaqueara…

“En las tardes de verano, cuando todo el mundo se ocultaba en las sombras de la casa, huyendo del calor, yo salía al jardín y me sentaba bajo un viejo roble, apoyaba la espalda en su rugoso tronco y me dejaba invadir por los sueños: recorría medio mundo buscando el amor verdadero, salvaba miles de vidas con mi trabajo y mi esfuerzo, dedicaba horas a encontrar cura a grandes remedios…

Sin embargo, con los años, los sueños que más echo de menos son aquellos en los que estabas tú.”

viernes, septiembre 06, 2013

En la ciudad

Es muy difícil no recordarla por estas calles, no cuando cada ladrillo y cada boquete tienen su nombre escrito o su aroma. En esa esquina nos abrazamos por primera vez, llevando nuestros labios al encuentro, mientras mis torpes manos acariciaban su piel; en aquel banco tuvimos la primera discusión, una tontería que…


Ahora ya solo la echo de menos cuando estoy despierto, mis sueños han huido con ella…

viernes, agosto 30, 2013

Sal

El resto del día pasaba rápido en la pequeña casa de pescador. Siempre había redes que remendar, agujeros que tapar y brear, pasto que cortar, pescado que limpiar y disponer para el invierno, reparaciones en el tejado y en las ropas... Cuando el sol comenzaba a descender el hombre dejaba sus quehaceres y se preparaba para la pesca. El pequeño bote siempre estaba listo, con sus aparejos y provisiones, atado a una roca en una cala cercana. Hacía mucho que pescaba, siempre lo había hecho solo y seguramente moriría haciéndolo, era su sino. Era el suyo un oficio que comenzaba a desaparecer, pocos eran los que aún salían con la luna al mar, llevando luciérnagas en un bote de cristal para que iluminasen su rumbo en el océano de plata.

Una vez se echaba al mar remaba cansinamente, pero con la eficacia del que lleva años haciendo lo mismo, hasta que se detenía en medio de la bahía, donde las corrientes eran más fuertes y el olor a sal y conchas era más intenso. Allí colgaba su fanal de insectos, que le daban una luz algo más precisa que la luna, y arrojaba el cebo, extrayendo un hermoso recuerdo de su mente y atándole al hilo de seda de araña de su caña; los mejores señuelos eran aquellos que tenían amor y paz, imágenes de una vida anterior...

Mientras esperaba encendía una vieja pipa de madera, hecha con la raíz de un brezo blanco de monte, a la que cargaba con un poco del tabaco que le dejaban los contrabandistas a cambio de pasar por su caleta. Así, fumando, pensando en tiempos pasados, en días olvidados, y viendo cómo las olas se levantaban y caían pasaba el rato hasta que la luna comenzaba su descenso. En ocasiones no atrapaba nada, la pesca se estaba volviendo más difícil con los años y pocos ejemplares se conseguían ahora, esas malditas factorías que ensuciaban el mar...

Pero esa noche el tintineo de la campana, una pequeña campana de plata de sonido limpio y puro atada al sedal, le despertó de su ensueño. Con cuidado, para que las ondas que hacía al moverse no espantaran a la presa, cogió el hilo de seda y esperó. Esperó, y cuando ya pensaba que había sido en vano la campana volvió a sonar, más fuerte, más seguido, anunciando la llegada del botín. Poco a poco fue recogiendo el hilo, procurando no hacer movimientos bruscos; debía atraer al animal hasta cerca de la superficie, dónde podría atraparlo con la red.
Con suaves tirones, movimientos casi imperceptibles, sus manos fueron recogiendo el sedal sin perder la pieza. De vez en cuando el tilíntilín le avisaba de que el premio seguía ahí, acercándose al cebo, tocándolo, listo para agarrarlo... Ya se podía ver su silueta bajo el agua, la larga cola inconfundible perdiéndose debajo del bote en sus idas y venidas, jugando con el anzuelo y deseando retenerlo.

Con mucho cuidado el viejo pescador movió su mano y tomó el arpón de hueso con la red en su interior, y esperó el momento oportuno. Podía ver el cebo flotando a escasos centímetros de la superficie, y al pequeño animal dando vueltas a su alrededor, retozando, intentando atraparlo y...

Con un movimiento brusco y fulminante, fruto de los años de práctica, el hombre lanzó el arpón. Su ingenioso mecanismo hizo que las redes se extendieran en el aire antes de tocar el agua, y la fuerza del lanzamiento las arrastró hacia la presa, inmovilizada por la sorpresa. Con un giro de la mano derecha las redes se cerraron sobre el animal; un fuerte tirón de la mano izquierda hizo que el arpón regresara a su dueño, y que las redes comenzarán a subir. La luna y las estrellas observaron como el pescador luchaba para conseguir meter a su captura en el bote sin caer él mismo al agua.

Tras muchos esfuerzos lo consiguió. En el suelo de su barca se podía ver ahora un revoltijo de redes, algas, rayos de luna, agua.... Después de recuperar el primer aliento se puso a buscar el cebo, el recuerdo extraído de su mente. A veces los sedales se rompían y las evocaciones que pendían de ellos se perdían, por eso ya ninguno de los jóvenes del puerto quería aprender el oficio. No, ahí estaba, reluciente a la luz de la noche. Al tomarlo notó que otra mano lo tenía firmemente agarrado. Una mano pequeña y delicada, apenas invisible contra su enorme y callosa mano de pescador, Los ojos inquisitivos de una niña, morena, de rostro pleno y piel blanca como las perlas, atrapada entre las redes de luna y sal, le observaban mientras agarraba ese trozo de su memoria.

La conocía. Por un momento estuvo a punto de soltar el recuerdo, golpeado por un espasmo de su viejo corazón. Estaba igual que aquella mañana en el dormitorio, cuándo le preguntó por qué...


Tiró bruscamente. La criatura perdió el asidero y soltó el cebo, que el pescador volvió colocar en su sitio. Ya no estaba la niña. En su lugar la luna iluminaba el cuerpo de una joven sirena, de verdes y relucientes escamas. Los ojos adaptados a ver las maravillas del mar ahora estaban fijos en el hombre que le privaba de libertad, en su cara tostada y curtida por la vida. Ella, que había surcado las profundidades y visto arder el agua estaba fascinada por el prodigio de que manara agua de los ojos de ese humano...

miércoles, agosto 28, 2013

Arena

Cansado y viejo. Así se sentía el hombre al despertar todas las mañanas. Al abrir los ojos veía a su gato, que vigilaba para que saliera sano y salvo del mundo de los sueños. Era curioso su gato. Un macho negro con escamas blancas en pecho y patas que había aparecido un día por su jardín y que se había instalado, casi sin darse cuenta, en su casa y en su vida. A veces tenía la sensación de que le observaba. En ocasiones había creído ver en sus ojos verdegrises un destello de inteligencia, de sabiduría y de pena, cuando le veía sentado leyendo el periódico o cuando pasaba el rato en la ventana observando el mundo...

Los viejos dolores también regresaban a su cuerpo cada día, como si dejaran sus músculos y huesos durante la noche para ir a otros órganos y otras vidas: la rodilla tiesa y fría, a la que le costaba arrancar y que crujía como un gastado travesaño en un barco; los músculos de las piernas, agarrotados y duros como balastos, a los que tenía que masajear unos minutos antes de que pudieran soportar su peso; los pulmones, que le daban la alborada con un espasmo que obligaba a su dueño a despertar sobresaltado los más de los días...

Llegaba a la cocina renqueando, sin ganas, casi sin fuerzas, mientras su gato le seguía con la mirada, tumbado sobre el taburete, las manos cruzadas bajo el pecho, viendo cómo el hombre ponía la gastada tetera al fuego y sacaba los útiles de comer: pan recién hecho que le traía el hijo del panadero todas las mañanas, mantequilla y queso de los prados del norte, café portugués y azúcar de caña que le llegaban del contrabando, y una copita de licor de cerezas de su propia cosecha. Gracias a ese combustible, su agostado organismo se ponía en marcha y comenzaba a ronronear como un bien aceitado motor, permitiéndole comenzar las faenas diarias.

Después de dar de comer al gato algunos restos de sardinas y un poco de leche fresca, lo primero era revisar las redes puestas a remojar en la noche. El rocío mañanero las lavaba y dejaba sin restos de olor a seres humanos, y el tibio sol de la mañana las secaba y dejaba listas para su uso, fuertes y ligeras. La seda y la sal que formaban sus líneas relucían con la luz matinal, y el viejo las recogía con cuidado, liando poco a poco el pequeño paquete en el arpón de hueso de caballo que tan bien le había servido. Una vez cerradas, las redes no abultaban más que el puño de un niño, pero podían extenderse mucho cuando eran lanzadas.

Si el tiempo lo permitía, al hombre le gustaba caminar hasta el acantilado antes de comer, atravesando los prados verdes y frescos. El viento marino le decía muchas cosas a esas horas del día: hacía dónde se dirigía el agua de las mareas, qué peces venían en la corriente, si las gaviotas le acompañarían en la pesca o no... El olor a algas le refrescaba la cabeza, la vista del horizonte le relajaba los ojos, pareciera que el salitre que se iba acumulando en su ropa y en su cuerpo le dieran fuerza especial, nueva energía para vivir. Cuando la mañana había sido dolorosa, perdía la mirada en aquel infinito azul; a veces, sus recuerdos le hacían ver no las olas sino un pequeño sendero que subía a una montaña, de pinos oscuros y cielos claros, imagen que desaparecía cuando se limpiaba las lágrimas...


domingo, agosto 11, 2013

Aromas claros de aguas suaves

La piscina del pueblo no era más que un hoyo rectangular, excavado a la orilla del río y con sus paredes recubiertas de cemento, que el ayuntamiento había construido en el lugar en que el camino al otro valle cruzaba la corriente, porque allí era dónde había espacio y tenía mejor comunicación con el pueblo. El agua llegaba a través de una gran manguera de plástico situada unos metros corriente arriba, cubierta de piedras y con un rudimentario filtro, apenas una malla de plástico que evitaba que peces y piedras entraran en ella. Durante la mayor parte del año la piscina permanecía vacía; a veces las lluvias del invierno y primavera la dejaban con unos centímetros de agua que se volvía verde y llena de vida. A comienzos del verano unos operarios del ayuntamiento la vaciaban, con unos grandes cepillos limpiaban las paredes y suelo del verdín acumulado y luego dejaban que se llenara con el agua del río, para que los muchachos del pueblo, y sobre todo los que veníamos a veranear, tuviéramos un lugar donde refrescarnos.

Yo no iba mucho. Quedaba un poco lejos y siempre estaba llena de familias con niños, bocadillos, bebidas, gritos, calor… En aquella época me llamaban más la atención las frescas sombras de los pinares, el aroma de los helechos en la orilla o buscar el oro de los ranúnculos asomando entre el verde de la vegetación. Muchas tardes salía a pasear por el monte, recorriendo viejos caminos, llegando a zonas de las que hablaban los abuelos y tíos. Era joven y mis ojos se llenaban de todo y todo lo querían ver: los altos riscos que coronaban el valle, las gotas que emanaban de los viejos chaparros, el búho haciendo la siesta en la rama del alcornoque... Me encantaba descubrir a los pajarillos recorriendo los árboles y arbustos después de haber reconocido su canto: carboneros, chochines, petirrojos, pitos, incluso el ulular de las lechuzas al caer la tarde…

A veces, de vuelta a casa, me detenía en la piscina. Ya no estaban las familias, se habían ido para llegar con sol al pueblo, el camino era empinado y largo. Las sombras cubrían el espejo de agua, aunque aún quedaran un par de horas de luz. Si la tarde había sido calurosa me quitaba la ropa y me daba un baño, un último momento de soledad antes de volver a la civilización. Me gustaba la sensación del agua fresca sobre mi piel desnuda, parecía que todo aumentaba, que todo era más nítido: los sonidos del río fluyendo a escasos metros, el aire sobre los castaños, el cielo azul sobre mi cabeza flotante…

Todo acababa. En algún momento salía y me secaba en las piedras, calientes de recibir el sol durante varias horas, antes de volver a vestirme y recorrer el camino de vuelta a casa, donde me esperaba mi madre con la cena.

Ya no está la vieja piscina. Ahora hay una más nueva y moderna, más cerca del pueblo, más lejos del río, con un chiringuito para que las familias no tengan que llevarse el bocadillo ni la bebida. Los viejos caminos que recorrían ahora están asfaltados, o preparados para los camiones que recogen las castañas y las cerezas. Hace mucho que no los recorro, hace mucho que no voy por mi pueblo, pero a veces, cuando menos lo espero, aparece en mis sueños ese cielo azul pálido que anunciaba la noche de miles de estrellas, sobre mi cabeza flotante…

miércoles, julio 31, 2013

Paseos a la luz del cristal

Niñas de faldas invisibles se retiran a sus casas, contentas, cantando, pidiendo a los camioneros madrugadores que compartan su felicidad, su alegría por salir de esta ciudad e iniciar una nueva vida a trescientos kilómetros, sin saber que volverán a enterrarse entre estas murallas. Una madre y su hijo, caminando de la mano por el puente, ambos mirando hacia el frente sin perder de vista el horizonte, los dos serios, como si la alegría quedara al otro lado y el agua fuera la frontera entre la triste realidad y el resto de la vida. El río, gris y quieto, acariciado sólo por el viento del oeste, rodeando las islas de terreno seco y amarillo hostigadas por el verde del nenúfar invasor, en una batalla que ocurre todos los veranos.  El olor a tierra húmeda, a hierba recién cortada, a pan caliente... olores que me llegan de todas partes y que me obligan a salir de mi sueño, a dejar mi mundo onirico de imposibles y hacer caso a mi cuerpo. Una niña desconocida, cuya sonrisa ilumina la calle entera y hace que mi corazón se libere de sus pesas durante un instante, dando sentido al día completo...

domingo, julio 21, 2013

En el fondo del corazón

Ramón apareció un día por el mercado, un chicuelo apenas más grande que un gorrión, y se quedó. Nadie sabe de dónde vino o qué fue de su familia, en aquellos tiempos era frecuente ver jóvenes descarriados aparecer por el puerto. Se hizo un lugar para dormir, con cartones y madera, en la entrada del parking del museo y allí guardaba sus tesoros: un mechero de gasolina, un montoncito de ropa y algunos papeles (“recuerdos” los llamaba él). Nunca tuvo oficio conocido, pero con los años su presencia en el barrio se convirtió en una constante: Ramón pidiendo a la puerta de la iglesia con traje raído, junto con otros mendigos; Ramón en la puerta del mercado, ganando unas pesetas ayudando a las ancianas a llevar la mercancía a casa o a los tenderos descargando productos; Ramón en el bar Castro, bebiendo con los mayores o comiendo lo que la mujer del dueño le daba…

Él y yo nos encontramos por vez primera una tarde de julio, en medio de una tormenta de verano que dejó el pueblo limpio y fresco, mientras esperábamos los dos que escampara debajo de los soportales de la plaza. Por aquel entonces yo apenas llevaba una semana como maestro en la escuela, y aún me estaba instalando. Había salido a conocer las calles en las que tendría que vivir con tal mala fortuna que me alcanzó la lluvia en zona clara y tuve que refugiarme en el primer alero que encontré.

“¿Me da un cigarro, don Juanjo?” escuché de pronto a mi lado. Ramón estaba sentado en el suelo, la ropa calada y vieja, el pelo chorreando agua pero la cara alegre y sonriente. Me cayó bien al instante. Saqué mi cajetilla de tabaco y se la ofrecí. “Gracias, jefe” dijo mientras me la devolvía. Encendió su cigarrillo con su mechero de gasolina y luego me lo pasó, amable; un gastado encendedor plateado, modelo Streamline, al que se le notaban los muchos años de uso. Ramón era por entonces un hombre entrando en la cuarentena (nunca supimos su verdadera edad, cambiaba la fecha de su cumpleaños con frecuencia, dependiendo de su humor), de pelo cano y que empezaba a escasear. Había crecido, hasta ser casi tan alto como yo, pero aún seguía siendo delgado como un gorrión en verano.

Permanecimos unos minutos bajo aquel soportal y cuando la lluvia ofreció un descanso los dos salimos hacia nuestras direcciones. No habíamos intercambiado más de diez palabras con él, pero la siguiente vez que me lo encontré me saludó como si fuéramos amigos de toda la vida, y así continúo tratándome en cada ocasión que nuestros caminos se encontraban. Pregunté después a los compañeros del colegio, a la gente del lugar, y nadie supo darme noticia de su pasado o de su vida más allá de lo que se veía en las calles.

Recuerdo una vez en que estaba yo sentado en el bar de la plaza, una mañana de domingo especialmente hermosa, con el cielo de ese azul que levanta los ánimos más hundidos. Ramón apareció por la calle de la iglesia, vestido como siempre con un remendado abrigo que apenas cubría su cuerpo y un pantalón gastado, los pies calzados con unas deportivas a punto de desintegrarse.

“Ramón, siéntate hombre, te invito a un café.”

“Gracias don Juanjo” (nunca conseguí que me quitara el tratamiento), “se agradece” dijo mientras se sentaba enfrente de mí y tomaba el cigarrillo que le ofrecía.

“Ramón, ¿tú no vas nunca a la iglesia?” pregunté, por iniciar una conversación

“Para qué si ya sé dónde voy a ir cuando me muera”

“Vaya, ¿y dónde será, al cielo?”

“No”, dijo socarrón, “el cielo es un invento de don José para tener la iglesia llena y su estómago igual de lleno, yo me iré con Clara.”

“¿Clara? ¿Quién es? ¿Un pariente tuyo?”

Los ojos de Ramón, azules y siempre muy abiertos, se oscurecieron por un instante, como cuando una nube negra de tormenta tapa por un momento el radiante sol del verano.

“Clara…”

Ramón ya no estaba conmigo. Se había levantado torpemente y seguido su camino, dejándome allí, sin saber muy bien qué había dicho o qué había pasado. La siguiente vez que le vi me trató como siempre, como si no hubiera pasado nada y yo no quise mencionar de nuevo aquel nombre.


Varios años más tarde Ramón enfermó. Uno de los guardias del museo le descubrió empapado en sudor y delirando, y una vecina le llevó al centro de Salud y de ahí al hospital, donde le detectaron una pulmonía que no supieron curar. Murió en una mañana de primavera y pocos nos enteramos de ello. Yo estaba casualmente en el hospital realizándome unas pruebas y le vi entrar en urgencias. A falta de otra familia, me permitieron permanecer con él en la habitación, haciéndole compañía.

De madrugada despertó tosiendo y agitado, quiso levantarse pero la fiebre se lo impidió. “Don Juanjo”, dijo entre un espasmo y otro, “¿me acercaría mi cartera, por favor?” La cartera era un atadillo de cromos, papeles y algún billete de escaso valor que tenía en un bolsillo del pantalón. Cuando se lo acerqué, desató el nudo con manos torpes y sacó con cuidado una fotografía en blanco y negro, rota por uno de los lados, que puso entre sus manos entrelazadas sobre el pecho. Pareciese que eso le calmó, porque se quedó dormido casi al instante.

Y ya no volvió. A la mañana siguiente se llevaron su cuerpo y el médico me preguntó si tenía algún pariente al que avisar. Negué con la cabeza mientras observaba la envejecida fotografía de una niña vestida con una falda negra y un abrigo del mismo color, de la mano de una mujer (esa parte de la imagen había sido rota), sonriendo a la cámara, feliz. Sin pensar, me guardé ese recuerdo de mi amigo Ramón en el bolsillo.
Dos días más tarde lo enterraron en el cementerio general, en presencia de no más de media docena de personas: la mujer de Paco, el del bar, que lo había alimentado durante tantos años, el vigilante del museo, con el que echaba largas partidas de ajedrez, el párroco y los dos empleados del cementerio, serios y profesionales. Yo estaba un poco retirado, nunca me han gustado estas ceremonias pero quería acompañar a mi amigo en este último viaje. Desde mi posición pude ver a una mujer joven, vestida de negro, con un niño inquieto de la mano, que se acercaba al pequeño grupo con miedo, pero resuelta. Nuestras miradas se cruzaron durante un momento y algo hizo clic en mi cerebro.

La ceremonia fue corta. Ramón reposaba ahora en una tumba provisional de la que sacarían sus huesos en pocos años para llevarlos al osario del cementerio. Me acerqué a la mujer, que permanecía en silencio frente a la lápida sin nombre mientras el niño miraba todo con curiosidad. “Clara”. Mi voz había modulado una afirmación más que una respuesta, que se vio corroborada cuando la joven se dio la vuelta, sorprendida de ser reconocida. Sin hablar (para qué hablar en esos momentos) saqué la vieja fotografía de mi cartera y se la entregué a la hermana de mi amigo, que empezó a llorar mientras su hijo, sorprendió, la miraba sin entender…

miércoles, julio 17, 2013

En obras

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jueves, julio 11, 2013

Tarde de lluvia

Te busquè entre la gente de la calle, pero no te encontré;
te busque entre rosas y espinas, y tampoco te encontré:
Averigüé en lugares lejanos, en desiertos y junglas, en ciudades y campos,
y no te hallé.
Pregunté por ti a curas, borrachos y gente de ciencia,
pero no supieron darme razón de tu existencia.
Miré entonces en las estrellas, en las noches y en mí mismo,
no te vi.
Me tendí entonces sobre mi almohada, observando el techo,
ya no recordaba qué estaba buscando...

miércoles, julio 03, 2013

Recuerdos de la existencia (y 2)

El sol se empezaba a arropar con las montañas lejanas cuando volvieron a la mesa, esta vez con algo de carne fría y refrescos para cenar. Con la luz menguante del atardecer siguieron la lectura, eligiendo esta vez otro cuaderno distinto al que habían leído en el almuerzo…

“¿Pero sabes lo que más duele? No es el perderlas, a eso al final te acostumbras, sino al abandono, personas para quienes llegaste a ser lo más importante del mundo ya no te dedican ni un momento de sus pensamientos. Pierdes contacto con ellas, no contestan tus fútiles intentos de regresar a la situación anterior.”

La lectura de los diarios les había enganchado. En ellos podían descubrir las verdaderas razones de la venida de su tío a este país, el porqué compró aquella casa y se dedico años a restaurarla casi sin ayuda de nadie, cuál fue la razón por la que nunca se volvió a casar, a pesar de los rumores que en el pueblo circularon durante mucho tiempo…

La imagen que de ese hombre se desprendía de los diarios poco tenía que ver con el hombre viejo y solitario que todos recordaban, el anciano misántropo que pocas veces aparecía por sus celebraciones, que casi nunca les enviaba regalos o felicitaciones de navidad, y al que sólo veían en antiguas fotografías de familia.

“El recuerdo, porque así quise llamarle muchos años, variaba según fuera la época en que lo rememoraba. Cambiaban los detalles, los personajes secundarios, los colores… pero el corazón de la memoria permanecía inmutable.”

Durante varios días continuaron con la misma rutina. Durante horas se dedicaban a la clasificación de objetos, valorando qué tendría sentido conservar para cada uno de ellos y qué vender. Ninguno quiso admitirlo, pero tras el primer día de lectura de las memorias del tío Giulio muchos de sus enseres aparecían ante sus ojos de una manera distinta: una vieja fotografía de una playa al atardecer se convertía en el recuerdo del último adiós con la única mujer que amó; una libreta negra con un montón de páginas garabateadas en el inicio de su afición a escribir, desconocida por todos, a pesar de que encontraron polvorientos volúmenes llenos de su prosa; viejas cartas atadas con un lazo negro, la correspondencia entre dos enamorados…

“La habitación estaba oscura, apenas había amanecido. Podía sentir su cuerpo a mi lado, acurrucada sobre el costado y dándome la espalda, tal vez soñando…”

La decisión fue unánime. Lo habían estado discutiendo durante mucho tiempo, una vez que uno de ellos se atrevió a decir en voz alta lo que todos estaban pensando ya. La casa había cambiado para ellos, tenía ahora un aura distinto, podían ver la mano de su querido tío en sus rincones, en el detalle con que se alineaban frascos llenos de arenas de colores, en esas fotografías en blanco y negro que no tenían tantos años como pretendían, en el olor a lirios que despedían los armarios… Todos y cada uno de esos detalles tenían ahora un significado, eran parte de la vida de un hombre que la vivió intensamente, incluso en soledad, y ninguno de ellos estaba dispuesto a que se perdiera. La señora María continuaría limpiando y manteniendo la casa, y ellos se comprometieron a pasar temporadas en esa casa, hasta que decidieran quién se iría a vivir allí, quién le haría compañía al tío en las frías noches de invierno cuando, cerca de la chimenea, acariciase a su gato inmortal…



lunes, junio 24, 2013

Recuerdos de la existencia

Los polvorientos diarios habían aparecido al limpiar el trastero, entre grandes cajas rellenas de ropas pasadas de moda pero pulcramente dobladas y montones de revistas y papeles. Los había encontrado Elsa, y todos los hermanos se habían acercado curiosos, pues ninguno conocía la existencia de esos documentos, era una forma más en que podrían conocer al viejo tío, siempre huraño y solitario, siempre vestido de negro y con un gato en su regazo.

Decidieron leer conjuntamente los diarios en las pausas que realizasen para descansar. Todos se habían tomado unos días libres para ayudar en la tarea de sacar y clasificar los miles de objetos que su tío atesoraba en la casa de campo, después de descubrir que la casa y todo su contenido había sido legado a un fideicomiso en el que todos tenían participación, a pesar de que ninguno de ellos había tenido mucho trato con el anciano en los últimos años.

La casa estaba situada en lo alto de una pequeña colina, con una magnifica vista sobre los viñedos que inundaban el valle, protegida del viento por una hilera de olmos y con un manantial que nacía apenas unos metros más abajo y del que se surtía la propiedad. En ella había vivido su tío Giulio durante casi treinta años, desde que llegó al país para ‘descansar y tomar aliento’, según contaba él mismo cuando le preguntaban.

Hicieron un primer descanso a mediodía y de los maleteros de los coches sacaron fiambre, vino, pan comprado en el pueblo esa mañana, algunas manzanas… Mientras las chicas colocaban cubiertos y vasos en la mesa de roble que miraba sobre las vides, Ramón y Lucas bajaron con unas botellas a la fuente de piedra, para llenarlas con el agua fresca y pura que surgía de ella. Una vez saciada un poco el hambre, y ‘para hacer algo de vida monástica’ como ironizó Irene, comenzaron la lectura de los diarios, por un tomo al azar…

“No soy una buena persona. La gente me dice que sí, que soy amable, cariñoso, buen esposo y padre, pero yo no me considero una buena persona. Tal vez me exijo demasiado. Encuentro que mi pecado particular es el egoísmo…”

Durante un par de horas estuvieron leyendo cómo su tío desgranaba los acontecimientos que le llevaron a separarse de su mujer, las discusiones, la vergüenza, el miedo a la soledad y finalmente la separación y su aceptación inevitable. Era una historia conocida por todos ellos, pero los detalles íntimos que desvelaban los diarios les hacían sentirse incómodos ante la sinceridad, por lo que todos agradecieron la sugerencia de seguir clasificando enseres cuando uno de ellos la lanzó al aire. 

viernes, junio 14, 2013

El ermitaño: día uno

Varón, caucásico, treinta y cinco años, estatura media, complexión fuerte, pelo corto y moreno.... Posiblemente el informe policial de esa noche empezara de esa forma, aunque no puedo saberlo. Humano, enfermo, solo. Así, en cambio, es cómo me percibirían los vigilantes del bosque cuando llegué. La cabaña era apenas un techo con cuatro paredes agujereadas, por las que entraban el aire, el frío y la luz. En ese momento entendí aquel dicho de que ver una araña no es nada, lo malo es cuando no las ves...

Llevaba provisiones para varios meses: comida enlatada, herramientas, útiles varios... y lo primero que hice al llegar fue beberme la mitad de mis existencias de vino. Desperté varias horas después, con la boca pastosa, tumbado en el suelo en medio de mis propios desechos y con un dolor de cabeza del tamaño de una catedral. A mi lado había ramas, hojas, musgo, millones de insectos recorriendo el suelo, vida al fin y al cabo.

Esas primeras semanas fueron horribles y maravillosas. Durante el día trabajaba duro en recomponer un poco lo que había escogido como mi lugar de vida, tapando agujeros, limpiando escondrijos, preparando baldas y armarios donde guardar mis enseres, rompiendo mi ropa y mi piel gracias a mi torpeza en los trabajos manuales... En las noches me sentaba en una silla en el claro frente a la cabaña, al principio con una copa de vino, luego intentando fumar en pipa (aunque lo deseché a los dos intentos, nunca he fumado y no tenía hábito) y finalmente salía con mi propio cerebro. Durante horas escuchaba los ruidos del bosque, oyendo lo que el silencio me quería decir, viendo cómo se movían las estrellas mientras mi cabeza se iba aclarando y al mismo tiempo llenando de pelo.

Cuando llegaron las primeras lluvias tenía un techo sólido y un suelo seco para resguardarme, y cuando las nieves alcanzaron al bosque mi chimenea estaba bien alimentada y me mantenía caliente durante el día. Para entonces mi reserva de alimentos se había incrementado con frutos silvestres, miel y pescado seco, mis manos se habían encallecido, mi piel estaba curtida por el sol y el viento, y mi mente serena por primera vez en muchos años.

viernes, junio 07, 2013

Soñar a deshoras

Camino de regreso a mi trabajo, en una calurosa tarde, y mientras escucho a Manolo García dejo que mis otros sentidos se empapen de lo que ocurre a mi alrededor: el olor de la fritanga y las famosas croquetas de Maya, cuando paso por el bar y su puerta siempre abierta, siempre invitando; los miles de tonos de verde que me regalan los árboles del parque, tan distintos, tan iguales; la piedra rugosa de la pared de la clínica, que recibe mis manos como cada día, mis dedos sintiendo el frescor que emite el muro hasta ahora en sombras…

Suelo cruzarme durante mi ruta con varias personas, habituales que parece que me esperan o que están ahí para darme un valor del tiempo, como la niña que llega siempre temprano a las clases del instituto y que me da la hora sin quererlo: sólo la veo cuando voy muy retrasado en mi horario y coincidimos en la calle del centro escolar. Más a menudo me encuentro con Carlos, el camarero del Naranjo, un bar que me recibe en ocasiones al volver de la oficina, fumando un pito en medio de su jornada; su saludo siempre es afectuoso y mi respuesta agradecida.

Sobre los tejados se escapa la tarde…

Esa joven que espera sentada en la puerta me mira sorprendida, no comprende cómo un hombre canoso y evidentemente mayor, muy mayor para sus escasas primaveras, pueda ir cantando bajito por la calle, tal vez esté loco… La miro y la sonrío, y ella me devuelve la sonrisa, ¿aliviada? Nunca lo sabré.

Cruzando el parque reduzco mi ritmo, me gusta pasear bajito por los caminos de hierba, cruzar las pequeñas praderas donde los perros se bañarán en verde en unas pocas horas, levantar la mano para tocar esas hojas llenas de vida, intentar que los gorriones no se espanten cuando mi mirada les dispare sus plumas, quiero, en fin, permanecer, lo más posible en ese lugar verde y lleno de oxígeno antes de cruzar su puerta, piedra antigua y serena, grafitis modernos y sin sentido, ganas de adolescentes de regresar a una manada que ya no existe, cruzar la puerta hacia el mundo moderno y contaminado, con ruido, con gente en las terrazas hablando en voz alta por teléfono, como si quisieran llegar con su tono al otro lado de la línea sin pagar por ella, niños jugando al balón en los soportales, con el uniforme del colegio aún puesto, niñas que juegan también y gritan alegres…

Finalmente, llego al edificio de oficinas en el que se encuentra mi trabajo y apago la música que he venido escuchando todo el camino. La gran puerta metálica sirve de barrera entre el mundo de afuera y el interior, aire acondicionado lleno del polvo de gente deshaciéndose en rutina y luchando para evitarlo…


Un día más, sueño a deshoras…

lunes, junio 03, 2013

Olvido

Cruzo la puerta, saludando a las enfermeras. Ya me conocen, solo soy otro viejo que viene de visita una vez por semana. Ella está donde siempre, en la sala principal, sentada frente a la balconada con sus piernas tapadas por una manta a cuadros, el pelo corto, como a ella le gusta, las manos muy cuidadas... Me acerco en silencio y pongo en su regazo el ramo de lilas que traigo para ella. Su olor la saca del ensueño y sonríe. Con cuidado, como si pensara que son una ilusión, se las acerca al rostro y aspira su aroma, con ganas, como una niña. Aprovecho el momento para besar su frente. En sus ojos el desconocimiento que me ha recibido tantas veces ya, y mientras me siento al lado de mi esposa me alegro que las flores la distraigan para que no vea rodar las lágrimas por los míos.

jueves, mayo 16, 2013

Sala capitular

A unas pocas leguas de la intersección del camino real con el ramal que conduce a Algerna, medio escondido entre unos tojos milenarios, el viajero errante se encontrara con un sendero olvidado, unos rodales que apenas se mantienen en la actualidad por el paso de los carros que se dirigen al viejo molino y que el bosque comienza a reclamar como suyos.

Por esta vereda llegaremos en un par de horas al molino de Salvadurillo, una robusta construcción centenaria sobre el arroyo del mismo nombre. El molinero, un hombre mayor, siempre se mostrará amable con el caminante y le volverá a poner en la senda correcta, no sin antes haberle invitado a un vaso de vino y un rato de conversación amistosa.

Si el viajero es dado a las soledades, dispone de tiempo y no le arredran los parajes montanos, puede continuar más allá del molino, siguiendo un sendero que poco a poco se convierte en una pista angosta y cubierta de arbustos, apenas una trocha marcada por el paso de los animales del monte, que se interna en las primeras estribaciones de la sierra de la Culebra.

Tras unas horas de camino entre quejigos y algunos tejos desperdigados, llegaremos a un viejo puente románico, olvidado de todas las guías pero aún fuerte y recio, que nos ayudará a cruzar el Salvadurillo, que en este tramo viene crecido por la afluencia de otros regatos con la naciente en la cercana sierra. Desde el puente, mirando hacia el sol poniente, distinguirá el peregrino una cruz entre la maleza, resto de lo que fue un humilladero, ahora cubierto de zarzas y ortigas, que señala el cruce con otra vía, que ahora apenas se adivina. Tiene esta cruz un relieve apenas visible, pero que muestra un hombre alado con lo que parecen ser cuernos en la frente…

Si, intrigados y con deseo de resolver el misterio, nos adentramos entre helechos y espinos, al cabo de media legua hallaremos las ruinas de un antiguo convento, en el interior de un pequeño claro rodeado de pinos y robles, y marcado por un inmenso ciprés en un lateral de la entrada a la iglesia conventual. Es el antiguo convento de las Hermanas de Santo Ángel, que antaño perteneciera al obispado de Tallero y cuyos terrenos, con la desamortización, pasaron a manos de los duques de Paldós hasta la desaparición del linaje y la revolución del 36.

Sus muros recuerdan la situación de habitaciones, cocinas, una pequeña escuela junto a la hospedería, el refectorio, las cocinas, que contaban con una alta chimenea de obra que aún mira al cielo, un extenso jardín ahora reconquistado por las malas hierbas y el bosque bajo… El viajero que, perdido ya su camino, haya llegado a estos lugares encontrará estos muros cubiertos de hiedra y agujeros, los techos caídos o derrumbados por las inclemencias del tiempo, algunos restos de ventanas en los muros, la iglesia profanada y con restos de hogueras apagadas hace muchos años y el interior del claustro lleno de malas hierbas y piedras.

En el terreno de alrededor se encuentran algunas estatuas, ya convertidas en polvo o trozos por el tiempo, que el viajero encontrara al menos curiosas para un lugar de reposo y espiritualidad.

Volviendo al molino, el caminante curioso preguntará al buen molinero por esas ruinas, y el significado de la cruz. El paisano, deseoso de conversación, seguramente le hablará de las Hermanas del Santo Ángel y su historia. Si dispones de un momento, amable lector que hasta aquí nos has seguido, te contaremos este curioso relato.

lunes, mayo 13, 2013

No dejes que se vayan

Partidos de fútbol en el recreo, aquellos tercero contra cuarto, cuarenta chavales y una pelota en un descampado… El primer baile agarrado, tieso y nervioso, sintiendo el olor de la chica y su calor tan cerca, tan cerca… El mar cristalino y cálido, la sensación de que tu cuerpo quiere subir hacia arriba, que quiere perder la verticalidad… La brisa en lo alto del cerro, refrescando un sudor honrado, producto de una subida hecha a fuerza de querer llegar, de ver desde arriba… Un bocata de calamares en El Tres, con una caña de cerveza, pagado con el dinero que ganas tú… Asomarse al mar en un acantilado, sentir el viento empujándote hacia tierra y las gaviotas volar por debajo de ti… Un rato con los amigos, risas y comentarios, ver, observar, disfrutar, sentirse parte de algo… Observar un rostro querido mientras duerme y acariciar su piel, sabiendo que al despertar dirás “te quiero” y ella sonreirá…

Son buenos momentos, momentos que se atesoran en la memoria. Cuando la memoria falla, entonces hay que hacerlos visibles en otro lugar, para que no mueran, para que lo que sentí entonces no desaparezca…

Por eso escribo.

lunes, mayo 06, 2013

Como el agua y la arena

Me esperaba en la habitación de aquel viejo hostal, durmiendo en la cama. No me sintió llegar, mis pasos silenciosos me acercaron a ella. Permanecí unos instantes observando su rostro, sereno, tranquilo, lejos ya la preocupación y la ansiedad que la dominaban cuando la conocí. Teniendo cuidado de no despertarla al apoyarme en el colchón me agaché y comencé a acariciarla…

Reaccionó al tercer o cuarto beso, abriendo sus ojos tristes, adormilada aún, mientras yo seguía besando su cara, su cuello, sus labios… Poco a poco entró en el juego, echando sus brazos alrededor de mi cuello y devolviendo mis caricias al tiempo que me ayudaba a quitarme la camisa.

Poco después estábamos desnudos bajo las sabanas, a cubierto de los mosquitos gracias a un antiguo aparato de aire acondicionado, que nos libraba tanto de las picaduras como del agobio de la noche tropical. Desnudos nos acariciamos, desnudos nos besamos, su aroma a tabaco y cerezas me intrigaba y al mismo tiempo me fascinaba, haciendo que mis labios recorrieran su cuerpo buscando el origen de ese perfume….
En un momento dado se subió encima de mí, su cuerpo joven y suave apretando mi hombría, dura y deseosa. “Quieto” me dijo, con cierta impaciencia, cuando traté de alcanzar sus pezones con mis manos, y yo la obedecí. Comenzó entonces a moverse rítmicamente, hacia delante y atrás, mientras entrecerraba los ojos. Yo podía observar cómo se iba excitando poco a poco, sus pechos se endurecían, sus pezones se marcaban, sus gemidos aumentaban…

Entonces me di cuenta que me usaba para su placer, empleaba mi cuerpo para obtener goce y disfrute, no le importaba si era yo o cualquier otro. Es ese momento no valían para nada los paseos, las caricias en el bar, los besos en el bosque, los murmullos y susurros, nada… Y me pregunté quién ofrecía realmente su cuerpo, ella o yo…

miércoles, mayo 01, 2013

Niña de piedra

Lo primero que llama la atención es la paz. Tus oídos acostumbrados a los ruidos de la naturaleza, sea campestre o urbana, enseguida clasifican esa tranquilidad como ausencia de ruido. Sin embargo, conforme se habitúan al nuevo entorno te das cuenta de que en realidad no hay tal silencio, que hay cantos, golpes, susurros, el sonido del espacio moviéndose….

La tempestad les había cogido por sorpresa. Habían salido a un tranquilo día de pesca y ni siquiera habían tomado la precaución de mirar las previsiones del tiempo. En esa época del año eran frecuentes las tormentas repentinas, el mar acumula tanta energía que de pronto inmensas torres de nubes comienzan a descargar agua y viento, rayos, tornados... Pequeñas embarcaciones como la suya apenas tienen alguna oportunidad.

Lo siguiente de lo que te das cuenta es la luz. No es cierto que este oscuro, que no haya luminosidad, que todo sea negro sobre negro. No. Al principio claro, como con el sonido, tus ojos no son capaces de distinguir nada, pero cuando te haces a la nueva situación puedes ver puntos de luz tan tenue, tan tenue, que primero piensas que son imaginaciones tuyas. Luego, aparecen más formaciones y trazos luminosos, hasta que te das cuenta de que hay muchas más estrellas que en el cielo…

Aunque Miguel era un avezado marino la furia de los elementos le pilló sin preparación. Cuando vio la lluvia espesa y la altura de las olas maldijo esas botellas de cerveza que se había tomado, inconsciente. Sus reflejos no eran los mejores, y a pesar de que la adrenalina llenaba sus venas, apenas pudo hacer algo más que poner los chalecos salvavidas a la pareja que le había arrendado el barco y llamar por radio antes de que el mar se le viniera encima…

Tampoco es cierto que estés solo. Ya cuando eres capaz de percibir luz y sonido esa sensación se pierde. Algo debe haber ahí que haga todo eso, piensas. Y mientras estás cavilando sobre ello sientes como eres observado por otros seres. Es esa vieja sensación que todos tenemos cuando alguien nos mira fijamente durante un rato, un erizar de cabellos, una intranquilidad, algo que nos avisa que tenemos compañía…

Apenas llevaban unos días casados. Se habían conocido en un concierto, gritando y saltando, y en semanas ya estaban viviendo juntos y planeando un futuro. Pocos meses más tarde él había reunido el valor suficiente para pedirle un compromiso que ella estaba deseando que le pidieran. Fue una boda sencilla, con todos los parientes comentando la buena pareja que hacían, como en todas las nupcias, y esos días en el pueblecito pesquero eran su luna de miel.

A Miguel el mar le devolvió a los tres días, envuelto en algas, pero de los otros dos pasajeros nunca más se supo. Con el tiempo pasaron a engrosar el listado de desaparecidos en el mar, y hasta sus parientes los olvidaron. Una pequeña cruz de granito en la base del acantilado los recuerda, un recuerdo ya desgastado también por las olas, una memoria siempre en lágrimas…

Es ella. La veo llegar hasta mí y pienso en lo hermosa que está, su cabello ondulando, esos ojos verdes que me llaman…

martes, abril 23, 2013

Quintos del 64

Frente a la puerta del ayuntamiento se encontraba la flor y nata del pueblo, los quintos del año, la mocedad lista para ser revisada y etiquetada para el servicio militar. Los habían convocado a todos el mismo día, todos habían recibido el oficio del alcalde. Dionisio estaba junto a su grupo de amigos, mozos de más o menos de la misma edad, nerviosos, impacientes por un lado porque terminase todo aquello y temerosos al mismo tiempo de los resultados…

Los fueron llamando por orden alfabético y pasaron a una de las dependencias de la primera planta, habilitada para la ocasión. Allí el secretario municipal les iba identificando y tachando de una lista que tenía encima de la mesa, después de lo cual un asistente vestido con una bata blanca les iba tomando las primeras medidas: altura, peso…

El grupo en el que se encontraba Dionisio entró luego en otra habitación, en la que un biombo blanco de tela separaba una zona algo más estrecha. Otro militar enfundado en una bata blanca les dijo que se quitaran la camisa; algunos venían con una camiseta, mientras otros estaban a pecho descubierto, imberbes especímenes humanos. Mientras otro asistente les hacía preguntas sobre su salud (“¿has tenido tuberculosis, disentería, enfermedades venéreas?”), un doctor les iba tomando la tensión y auscultando el pecho detrás del biombo.

Una tercera habitación les esperaba, esta vez de uno en uno. Cuando le llegó el turno, Dionisio pudo ver una mesa en medio de la habitación, un cartel al fondo con letras y símbolos y a un capitán médico que le esperaba fumando un cigarrillo…

“Nombre”

“Dionisio Morales Santos, señor”

“Fecha de nacimiento” siguió el militar, a esas alturas ya más que harto de su labor.

“Diecisiete de septiembre del treinta y nueve, señor”

“Buen año ese, ganamos la guerra…”

“Sí, señor”, respondió Dionisio, sin saber qué otra cosa decir mientras pensaba en su tío Damián, desaparecido en la batalla del Ebro, o del tío Jorge, pariente de su padre del que solo se hablaba en susurros al amparo de la lumbre en los inviernos…

“Vamos a ver qué nos trajo ese año, recluta, siéntate en esa silla” ordenó el capitán.

Durante los siguientes minutos, Dionisio contestó a las preguntas que le hicieron, identificó en el cartel las letras que le pidieron, se dejó medir el perímetro del pecho (“buenos pectorales, recluta”), con el humo ácido y espeso del cigarro llenando poco a poco la sala…

Un par de horas después de haber entrado en el ayuntamiento, los ahora reclutas salían de dos en dos, algunos contentos, otros más circunspectos, pero la mayoría ya tenía otra mirada. Habían entrado siendo niños, y salían siendo hombres dispuestos a dar la sangre por la patria…

Fuera les esperaban sus padres. Ellos habían estado las últimas horas fumando y bebiendo en los bares cercanos, esperando que los cachorros salieran ya convertidos en hombres. En su mirada se veía que algunos estaban orgullosos por tener a otro hombre en la casa, mientras que otros ya pensaban en tener una boca menos durante el invierno que venía, y que se anunciaba crudo y duro para todos.

El padre de Dionisio estaba fumando en un corro de vecinos, entre los que alcanzó a distinguir al padre de Rafael y al de Lucas, compañeros de juegos desde niños y ahora quintos suyos. Su padre, un labrador curtido por el sol, el viento y las desgracias, le miró de arriba abajo, con cierta sorna.

“Ya estás en filas, Dioni…”

“Sí padre, han dicho que soy apto para el servicio.”

Su padre sonrió y se adelantó para estrecharle la mano, lo que inicialmente desconcertó al muchacho, que sólo supo reaccionar después de un momento de incertidumbre. Fue un apretón de hombre a hombre, recio, sincero… Con la otra mano su padre le pasó un billete de cinco pesetas, que le puso en el bolsillo de la chaqueta.

“Anda a celebrar con los otros quintos…”

De madrugada, cuando regresaba a su casa caminando por las calles oscuras y silenciosas, Dionisio encontró ese billete en el bolsillo. A la luz de una bombilla solitaria en la plaza lo miró, dándole vueltas. Sabía que su madre había estado ahorrando cada perra gorda de ese billete desde hacía mucho tiempo. Recordaba la mirada de orgullo de su padre cuando se la había dado, antes de volver con el resto de vecinos a comentar los acontecimientos.

Y Dionisio, por vez primera, pensó que hubiera dado ese billete y todos los de este mundo por un abrazo de su padre en ese día…

martes, abril 16, 2013

Sólo seré una sombra

Ella me dijo que no había razones para seguir conmigo y yo la creí, la creí y me marché a otra ciudad para que nada me recordara a ella, pero no conseguí olvidarla. Intenté eliminarla de mi vida buscando la ayuda del alcohol y otras drogas, viajé hasta Sodoma y Gomorra para que nada me trajera a la memoria su voz, su rostro, sus ojos, pensando que si destrozaba mi cabeza y mi vida conseguiría no pensar en ella. Traté de borrarla de mi mente con la imagen de otras mujeres, con otros cuerpos, otras manos, otros ojos, pero siempre venían a mi cabeza su cara, su piel, su sonrisa…

Probé entonces a negarla con la ciencia, desgajando cada onza de mis sentimientos, analizando, teorizando, experimentando, comprobando… Quise descubrir la base molecular y química de mis emociones, de mi amor, y descubrí que nada era más grande ni más extraño, que mi amor estaba más allá de la medida de mis probetas y mis instrumentos…

Procuré olvidarla buscando en el corazón de antiguas religiones, pensando que quizás Díos me ayudaría; viajé a los lugares más profundos del Asia, donde con maestros y santos viví, aprendiendo a relajarme, a expandir mi mente, a bloquear mis sentidos. Pero cuando iba a alcanzar el nirvana, el estado perfecto de existencia, me di cuenta de que ella estaba allí, que era el principio supremo de mi universo.

Ha pasado el tiempo, y con él el dolor se ha apaciguado, haciendo que mi corazón descanse a veces. Ya no pienso en ella en todo momento, no, algo he conseguido en todos estos años… Ahora sólo la extraño cuando estoy vivo…

jueves, abril 11, 2013

Miradas de gato

La arcada le sacó del sueño como se arranca una mala hierba, con fuerza y sin avisar. Casi no tuvo tiempo de girarse hacia un lado, su cerebro apenas era aún consciente de dónde se encontraba mientras la bilis subía por su garganta y se esparcía por el suelo de la habitación, dejando pequeños dibujos rojos que contrastaban con el solado de barro de la pieza.

Diez minutos más tarde, con la camiseta mojada por el esfuerzo, la garganta enrojecida y doliente, pudo tumbarse de espaldas, dejando que su cuerpo se serenase tras el ataque. Había sido el tercero de la semana, cada vez eran más frecuentes y las medicinas que el doctor le daba no parecían tener efecto. Sentía como la enfermedad se arrastraba en su interior e iba ganando poco a poco, célula a célula, el control de su cuerpo sin que él pudiera hacer nada para detenerla.

Se levantó con las costillas doloridas, haciéndolo más por cambiar de posición que por ganas de levantarse. Lentamente se dirigió al baño, donde tomó vaso tras vaso de agua, intentando hacer desaparecer ese regusto a infierno que le llenaba la boca. Se lavó con lentitud, haciendo que sus músculos volvieran a funcionar uno a uno. El espejo le devolvió la misma cara que siempre, el pelo sudoroso y pegado al cráneo. Una ducha rápida le devolvió parte de su humanidad, y mientras se secaba preparó un poco de café.

El gato le miraba sentado en la silla de la cocina. Desde que lo había ‘adoptado’ se había acostumbrado a esperarle en ese lugar por las mañanas, consciente de que el hombre siempre le pondría un platito de leche tibia o unos restos de comida. La mirada del animal le ayudó a recuperar completamente la vigilia, y se dispuso a tomarse el café mientras escuchaba las noticias en la radio.

Aquel día le apetecía un poco de azúcar moreno, un grano de caña que había traído de Portugal en uno de sus últimos viajes, y que guardaba como oro en paño en una de las repisas superiores. Al alcanzar el bote de vidrio en el que conservaba el dulce néctar, un mal movimiento hizo que estuviera a punto de tirar la repisa. Con el golpe, toda la tabla se estremeció, y una hoja de papel cayó flotando lentamente hacia la cocina.

El hombre, después de maldecir y sobarse un poco en el lugar de la contusión, se fijó en ese trozo de papel, una vieja fotografía. Al levantarla y darle la vuelta su corazón se paró. Pensaba que se había deshecho de todas sus fotos, no esperaba encontrarla mirándole, alegre, con esa media sonrisa que tenía cuando estaba disfrutando mucho… Era ella, sentada en una butaca en el bar Paysandú, en Montevideo, la noche en la que le pidió que se casaran. Llevaba ese vestido tan ligero que se ponía en las noches calurosas y una copa en la mano. Habían estado hablando de cosas banales, él nervioso con el anillo quemándole en el bolsillo de la americana hasta que en un momento de la conversación lo puso encima de la mesa y, cogiéndola de la mano, la pidió matrimonio. El fotógrafo había estado rondando por allí, como le había pedido, y tomó la fotografía instantes después de que ella dijera que sí.

Los años habían pasado por la imagen igual que por él, y el brillo de su papel se había perdido. Sin embargo, a través de sus lágrimas, él seguía viendo el brillo en los ojos de ella, esa media sonrisa que tenía cuando se sentía enamorada…

El gato miraba al ser humano, indeciso, su plato de leche aún vacío mientras el hombre lloraba por el amor perdido, por la vida desperdiciada, por todo aquello que le  había llevado a ese pueblo, tras una eternidad buscando una paz que no había encontrado en otros lugares, buscando hasta que ya no pudo más y dejó de hacerlo.

lunes, abril 08, 2013

Memories

Cuando yo tenía unos diez u once años me quedé solo una tarde en mi casa. En aquel entonces era normal que los padres salieran y nos dejaran en casa haciendo nuestras cosas, como ahora. Yo estaba cuidando de mi hermano, y posiblemente los dos estuviéramos viendo la televisión, ya no me acuerdo...

En un momento dado llamaron a la puerta. Ya era lo suficientemente grande como para tener permiso para abrir la puerta estando solo, así que lo hice. Al otro lado había una muchacha que tendría mi edad, tal vez menos, con un niño más pequeño de la mano, su hermano. Recuerdo a la chiquilla como morena, delgada, de ojos grandes, vestida con un jersey y una falda; en mi memoria los colores son apagados, y en cualquier caso puede que la imagen sea falsa de todas formas. Venían pidiendo una ayuda, eran los años de la crisis del petróleo y muchas familias de entonces quedaron en muy malas condiciones; a menudo, la única forma de comer algo era ir pidiendo por las casas.

Yo, como mis padres me enseñaron cuando ellos no estaban, le dije que no podía ayudarla, que no estaba mi madre. Se fueron, siguiendo su camino hasta la siguiente puerta del pasillo. A los cinco minutos llamaron de nuevo, era el chaval. "Dice mi hermana que le des una coca-cola" me dijo. Me hizo gracia, y pregunté: "¿Y por qué tendría que darle una coca-cola?" (en casa todo lo más que había por entonces era gaseosa “La Casera”, que se usaba para ‘aclarar’ el vino en ocasiones)."Porque eres un hombre". Dije que no podía y cerré.

La escena quedó en mi memoria, y en los años que han pasado la he recordado varias veces. Ahora vuelven a llamar a mi puerta pidiendo ayuda para comer, pero son personas de mi edad, hombres y mujeres desesperados, y me pregunto si alguno de los políticos de cientos de miles de indemnización por despido, presidentes ‘vitalicios’ de diputaciones, directivos de federaciones deportivas con cien mil euros de salario por no hacer nada, banqueros con indemnizaciones millonarias ‘sin importar el motivo del cese’ y demás ralea, me pregunto si las hijas de esos señores han pedido alguna vez un vaso de refresco como hizo aquella chiquilla...

Ojalá se lo hubiera dado... 

jueves, abril 04, 2013

El molino

Hoy no he hecho mi paseo siguiendo el camino fluvial como de costumbre, sino que me he desviado por un oculto sendero entre cañas y piedras que conduce a un antiguo molino, ahora ya en ruinas. La industria, esa gran benefactora de la humanidad, hace tiempo ya que acabó con los molinos locales, con esas pequeñas empresas que pasaban de padres a hijos y en los que el cargo no era solo un trabajo sino que también constituía un estatus entre los lugareños, el molinero, ese espécimen siempre entre ricos y pobres, famoso a veces por su codicia y otras por su parentela...

Pero me estoy desviando del tema. El caso es que el molino del lugar se encuentra en ruinas, apenas cuatro paredes mal sujetas por las lianas y los hongos, que sobreviven a la humedad que sube del río mientras las maderas del techo se van pudriendo lentamente.

Me gusta este camino. Queda lejos del ajetreo del paseo fluvial, escondido para la mayoría de los transeúntes, más proclives a sentarse en los bancos y lugares para jolgorio dispuestos por el ayuntamiento que a bajar durante unos cientos de metros entre la vegetación de la ribera para encontrar un lugar tranquilo donde poder pensar.

Mientras observo por enésima vez las raíces de la vieja higuera hundirse entre las rocas del lecho del arroyo, y hacer así un pequeño puente entre el agua y el cielo, enciendo un cigarrillo y aspiro el humo con placer. Siento como recorre mi garganta para ir a depositarse en mis pulmones, para luego hacer el camino inverso y salir por mi nariz. Cuanta ceniza habré creado ya. Llevo fumando desde los quince años, primero aquella picadura asquerosa que hacíamos recogiendo colillas y desliando el poco tabaco que quedaba. Luego los fieles celtas y bisontes, hasta que llegué a tener suficiente dinero como para comprar americano, y así hasta ahora...

Ha parado la lluvia. Los verdes quedan luminosos cuando se asoma ligeramente el sol, las pequeñas gotas que quedan en las hojas parecen diamantes según cómo les llegue la luz. Vuelven a cantar los pájaros y el rumor del arroyo ya no se confunde con el tiptap de la lluvia sobre las hojas y el suelo. Desde mi escondite, al abrigo del soportal de una puerta, milagrosamente en pie, puedo dejar volar mi imaginación y ver todo como antaño fue: los carros con el trigo y el centeno en sacos bajando por el camino que es ahora apenas una trocha para animales, el bullicio a la entrada del molino, cuando el molinero llegaba para negociar la maquila, mientras los carreteros aprovechaban para aliviarse al lado del río, el olor a harina y a pan recién horneado que salía de la casa, el polvillo blanco que se detectaba en el aire apenas se entraba en la vivienda, la humedad del cauce y el estanque que todo lo impregnaba...

Abro los ojos cuando un reactor pasa por el cielo, atronando y recordándome que el tiempo ha pasado, que ahora todo es distinto, que mi hombro se queja por llevar mucho tiempo apoyado contar la fría piedra, que las rodillas me arderán esta noche después del esfuerzo a que las someto subiendo y bajando esa cuesta, que mis ojos lagrimean porque no te he podido ver en mi ensueño, limpia y lozana, como aquella primera vez en nuestros años mozos...

lunes, abril 01, 2013

Acto de fe

Yo, señor, no soy malo. Durante los años que me has otorgado he intentado siempre seguir tus enseñanzas, llevar la verdad de tu iglesia a mis semejantes. Tras muchos años de penitencia y oración en el convento, escuché tu llamado y me alisté en esta gran aventura, dejando tras de mí lo poco que poseía. En la travesía oré y medité en soledad, ya buscando una señal tuya para mi destino, ya para proteger los navíos de la furia del mar. Desde mi llegada a estas tierras no ha habido un solo día que no te glorificase, tanto de palabra como de obra, mientras vivía entre los infieles que pueblan estas naciones: he bautizado, dado comunión e instruido en la fe de tu iglesia a cientos, llevando sus almas al redil de la Santa Iglesia Católica, para gloria tuya.

Y sin embargo señor, no has dejado de probarme cada día, primero con temor a la muerte, haciendo que nuestros barcos encallasen en aquella malsana bahía, donde los mosquitos y la enfermedad diezmaron nuestras filas. Cuando bien te plugo pudimos avanzar a terrenos más salubres, dónde me tientas con los placeres de la carne y la codicia, poniendo ante mí grandes y apetitosos manjares y enormes riquezas. Todo esto, señor, he soportado para gloria tuya, permaneciendo fiel a los preceptos de la fe. Pero ay, habías de ofrecerme la tentación final, sabedor de mis debilidades. Señor, oro y riquezas no quebrantarán mi espíritu, pero mulatas, señor, mulatas… 

lunes, marzo 25, 2013

Puntos y comas

Irene era una mujer menuda y frágil que cada mañana, bien temprano, se instalaba en su pequeño puesto frente a la puerta del mercado, a vender los cupones del día hasta que cerraba pasadas las tres de la tarde, cuando los fruteros ya habían recogido su mercancía. Después de tomar un menú ligero en el bar del Portugués comenzaba un recorrido por los bares y tascas del barrio, vendiendo las papeletas que le quedaban de la mañana a los rezagados y parroquianos. Algunas veces continuaba trabajando hasta bien entrada la noche, con su tira de billetes en el pecho. Iba acompañada de su perro lazarillo, que la guiaba fielmente por las zonas más complicadas.

Una vez finalizada la jornada un sobrino la recogía y la acompañaba hasta su casa, un modesto apartamento de menos de treinta metros cuadrados, apenas un saloncito, una cocina americana y un baño. A ella no le importaba, ‘menos para recordar’ solía decir sonriendo cuando alguien le preguntaba. En el camino charlaban y se contaban mutuamente las anécdotas del día.

Después de cenar frugalmente, alimentar a su querida mascota y limpiar los pocos cacharros que hubiera ensuciado en el día, se sentaba en un viejo sillón cama, a oscuras, tapada con una manta de lana en los días invernales, y comenzaba a recorrer el mundo. Bajo sus dedos febriles se desplegaban en silencio planetas e imperios distantes, profundidades abisales y las nubes más altas, cazaba cocodrilos recorriendo el Nilo, contemplaba los atardeceres sobre las llanuras del Oeste americano, hablaba con los grandes pensadores de todos los tiempos… Permanecía concentrada, con una sonrisa en su rostro, mientras todo aquello que leía se proyectaba en su mente.

Por fin, después de un buen rato, se levantaba en silencio y extendía el sofá, preparando su cama en apenas cuatro movimientos. Poco después dormía tranquila, volando en sus sueños hasta el amanecer… 

jueves, marzo 21, 2013

Playa

Unas piedras pulidas y brillantes, fragmentos de conchas de miles de formas y tamaños, nácar, algas, percebes, mejillones, unos cangrejos boca arriba, un gran madero negro, casi fósil, incrustado en la arena como si un marinero lo hubiera usado como ancla de un barco imaginario, huevas de escualo, medusas infantiles, pequeños trozos de vida que se secan en la parte alta de la marea, peces, peces que recorren la playa, patrullando como celosos guardianes de sus tesoros…

Arena, arena húmeda, arena seca, arena en mis zapatos, arena en mi abrigo, arena en mi alma, recordando, viendo otro momento en esa misma playa, otro instante…

Plástico, grandes pedazos de vidrio verde, hilos de una red de pescar sin barca ni marino, una chapa de una bebida exótica, una suela de bota que se fue a caminar por sí sola, un mechero que no dará más luz ni calor, un trozo de vaso con agua de mar invitando a la fiesta, unos coloridos cordeles enrollados en un montoncito por la mano de un niño…

Aire, aire que te despeja, aire que te hace recordar, viento que te trae las voces de las gaviotas, del pino que te mira ceñudo en la ladera, aire que lleva las gotas de lluvia hasta ti, que transporta tus sueños, que los eleva y los vuelve a dejar en tu alma, oxígeno y yodo que curan tus heridas, calman tu dolor y refrescan tu pena…


-      ¿Qué trae el mar, padre?
-      Restos de naufragios, hijo, solo restos de naufragios. 

jueves, marzo 14, 2013

Ventanas del alma mía

Ojos claros, serenos, intensos, amables, adorados, hinchados, brillantes, inocentes, reparados, malvados, radiantes, miopes, entornados, tristes, vidriosos, alegres, gozosos, acuosos, llorosos… Ojos grandes, oscuros, diminutos, hermosos, de mujer, de niño, de ángel, de demonio, de aguja, de gata, de bruja, de pez, de gacela, de águila, de tigre, de agua… Ojos negros, verdes, garzos, castaños, avellana, zarcos, cristalinos, pardos, violetas, zafiro, esmeralda, grises, aguamarinas, celestes, ¿rojos? Ojos del color del mar profundo, del color del cielo tras una tormenta, del color de la noche sin estrellas… Ojos que miran, que sueñan, que llaman, que esperan, que enamoran…

Si la ventana del alma sois, ¿por qué la mía mantenéis cerrada?

jueves, febrero 28, 2013

Campanas de ilusión

El viejo campanero subió por enésima vez las maltrechas escaleras de madera. Había trepado tantas veces al campanario que conocía sus grietas y tablas sueltas tan bien como conocía sus dolores artríticos. De pequeño le gustaba observar la torre desde lejos, intentar adivinar las líneas misteriosas que el sillarejo y el mampuesto hacían sobre sus paredes, letras imaginarias que los antiguos constructores habían dejado allí para que él las descifrara.

Luego, cuando tuvo edad, entró en el edificio para ayudar a Mosén Alberto con el toque de los oficios, aprendiendo a manejar las cuerdas para poder hacer hablar a las campanas como era debido. “Apóyate en el cuerpo, deja que él hable con la campana” le decía el viejo fraile, mientras le sujetaba para que el tirón de la mayor no lo elevara demasiado.

Poco a poco, aprendió los diversos toques que la parroquia usaba: llamada a la oración, llamada a misa, de comunión (el que más le gustaba), de procesión, de fiesta, los de difuntos según fuera el muerto, el de anxos, el de ánimas, los diferentes toques para cada día y hora de la Semana Santa…

Con el paso de los años ganó peso y altura, y Mosén Alberto pudo jubilarse y dejar la parroquia a otro cura más joven, quedando el muchacho como el campanero de la misma. En ese tiempo le gustaba permanecer en lo alto de la torre los días claros, viendo cómo los barcos se hacían a la mar, u observando a los pescadores arreglar sus redes allá en el pueblo. Desde ese lugar veía llegar las procesiones, y una vez fue el primero que distinguió un naufragio en las rocas de la entrada a la bahía, casi se parte la cabeza al bajar a toda prisa para tocar a repique…

Él había sido quién tocó las campanas el día de su boda, contento y risueño con su traje negro, él quien tocó en el bautizo de sus hijos, él quién hizo llorar a las campanas cuando su mujer se convirtió en un ángel para cuidar a su familia, él quién llamó a los vecinos para acompañarle en su dolor al morir sus descendientes…
Ya todo eso quedaba muy atrás. El nuevo cura había instalado un sistema de altavoces, decía que era mucho trabajo tocar las campanas, que ya no tenía sentido en este siglo de modernidades en el que estábamos. El viejo campanero había escuchado y obedecido las órdenes de su párroco, como le había enseñado Mosén Alberto, pero cuando el joven vestido con un pantalón vaquero y un jersey negro con alzacuellos se dio la vuelta no pudo menos que menear la cabeza, sintiéndose un poco más viejo, un poco más inútil.

Hoy había llegado a la iglesia muy temprano, había subido trabajosamente a lo alto del campanario y allí había visto cómo se levantaba la niebla, descubriendo un mar en calma por el que volaban los pesqueros como gaviotas por el cielo. Tras un rato observando el horizonte, con los ojos llenos de azul, bajó a la base de la torre, despacio, muy despacio, con la mano recorriendo cada uno de los sillares que encontraba en su camino, despidiéndose de ellos.

El toque de difuntos sobresaltó a toda la aldea. Nadie sabía nada de un pariente enfermo o un vecino que estuviera en las últimas. Además, ese toque no estaba en la casete que tenía la parroquia, pensó el cura mientras corría hacia la iglesia, queriendo atrapar al pillastre que se había colado para hacer la broma. Cuando llegó a la puerta que daba a la torre del campanario se encontró al viejo campanero tirado en el suelo, ya frío, con una sonrisa en los labios y con la mirada perdida en lo alto. Como un acto reflejo el joven cura miró en la misma dirección que los ojos del anciano y no vio nada extraño, la torre estaba vacía, igual que había estado los últimos meses desde que se llevaron las campanas al museo provincial.

Dedicado al campanero de San Andrés de Teixido, Antonio Bellón, probablemente el más anciano de Europa.

lunes, febrero 25, 2013

On second thought

Me había costado subir hasta aquellas rocas, en la ladera norte. Me gustaba ese sitio, podía observar todo el valle desde una posición cómoda, sentado en un roquedo bajo un gran alcornoque, con el sol de la tarde calentando las piedras mientras la sombra del árbol me protegía de su furia. Inicié el camino una vez tomadas todas las disposiciones necesarias, no quería que mis acciones tuvieran consecuencias para mis seres queridos: el perro tenía comida para una semana y le había dejado un poco entreabierta la puerta del patio, no fuera a destrozarla como la última vez que se escapó el jodío...

Una vez en la plataforma deje la pistola sobre una soleada zona de piedra, mientras me secaba el sudor de la frente e intentaba que la sombra del viejo chaparro me liberara un poco del terrible calor que hacía esa tarde. El arma era un revolver personalizado con cachas metálicas que había pertenecido a mi padre, y que había estado limpiando la semana anterior. La vega estaba preciosa, con los tonos verdes de principio del verano predominando en sus huertos y sembrados. Dejé mi vista vagar sobre el paisaje, mientras me quitaba la camisa y notaba como la brisa refrescaba mi empapada espalda. Los recuerdos comenzaron a agolparse en mi mente: el accidente, la vergüenza, la pérdida de los amigos, del futuro...

Me enjuagué las lágrimas con la manga de la camisa. Ya había llorado demasiado, la decisión estaba tomada. Busqué en mi chaqueta el paquete de tabaco que había comprado antes de iniciar el ascenso, y encendí el primer cigarrillo con el viejo mechero de yesca de mi abuelo que encontré en el desván. Mientras pensaba en todo lo que iba a abandonar, aspiré el humo del cigarro, dejando que... El acceso de tos que me dio seguramente se escuchó en todo el valle, me ardían los pulmones, en cada espasmo parecía que iba a dejarme los bronquios sobre los helechos que alfombraban el suelo...

Tardé varios minutos en serenarme y lograr que el aire volviera a entrar en mis torturados pulmones. El tabaco me había dejado un mal sabor de boca que decidí contrarrestar con alguna de las hierbas aromáticas que crecían bajo la sombra de las rocas, sacando su humedad del rocío vespertino. Encontré unas matas de salvia, con las que limpié un poco mi paladar antes de volver a mi sitial. El sol se acercaba a la linde de las colinas, y creí llegado el momento. Sabía que no debía demorarlo más, si realmente quería cumplir con mi propósito.

Ya no me retuve. Las lágrimas afloraron de nuevo a mis ojos, mientras a tientas buscaba la pistola para terminar mis sufrimientos con ella. Mis dedos encontraron el cañón, y en un último momento de cobardía cerré los ojos mientras mi mano la levantaba y me apuntaba a la sien... La solté inmediatamente, los dedos ardiendo con la quemazón, la culata debía estar a doscientos grados después de toda la tarde al sol. El arma cayó de tal forma que el percutor chocó contra un saliente de la roca, haciendo que se disparase y la bala pasó rozando mi cráneo, no sin dejar un surco doloroso en mi frente. El susto, el dolor de la quemadura, mi mala postura, todo ello hizo que resbalara de la roca en la estaba sentado y aterrizara sobre un montón de hierbajos que al menos me recibieron cuando perdí el conocimiento....

Desperté a las pocas horas, con la cabeza retumbando, un hilillo de sangre seca sobre mis cejas, la palma de la mano dolorida y muy sensible... Me levante penosamente, intentando no apoyar la mano quemada, y con una tremenda picazón en la espalda. A la luz de la luna pude ver que lo que yo había considerado hierbajos eran en realidad frondosas ortigas... En ese momento decidí regresar a casa, mis ganas de suicidarme habían desaparecido por completo. Doliente, rascándome la espalda con una mano, con el anuncio gorgoteante de una descomposición intestinal producto de la supuesta salvia, emprendí el camino de vuelta, con renovadas ganas de vivir. Espero que el perro me deje entrar...