Se había levantado una brisa fresca, un ligero
poniente que hacía que las salpicaduras del oleaje llegarán hasta la sala de
control, remojando un poco el cristal de la tronera. Ignorante de esas gotas
sobre el sílice de la ventana, un hombre miraba hacia el infinito, acodado
ligeramente en la barandilla del balcón, sujetando su vieja taza de porcelana
con un humeante café negro, mientras allá, en la lejanía, decenas de
embarcaciones dependían de la luz de su lámpara para poder orientarse y
regresar a salvo.
La jornada se esperaba tranquila. No había
aviso de temporal ni se había anunciado nada que impidiera a los pescadores
realizar su labor diaria. Sin embargo el hombre se sentía inquieto, no sabía
por qué. Ni siquiera el fuerte sabor del café, preparado como siempre a última
hora de la tarde para ayudarle a soportar la vigilia de cada noche, hizo
desaparecer su desasosiego. Desde su privilegiada atalaya, el farero podía
vislumbrar las luces de los barcos faenando en las proximidades de la costa. Se
preparaba para una guardia más, no muy diferente de otras muchas que ya había
hecho en ese puesto. Tomando un sorbo de caliente negrura entró en la torre y
bajó hasta el cuarto de servicio, donde se acercó a la mesa que tenía dispuesta
para la noche, justo debajo de la linterna giratoria. En ella se encontraban
algunos utensilios necesarios para hacer su trabajo y pasar las horas: una
vieja radio con la que se comunicaba con los barcos y otros faros; el diario de
anotaciones, ya abierto por la página indicada para escribir cualquier
incidencia que ocurriera; un ajedrez con una partida a medias, en la que las
negras llevaban ventaja de un peón y un alfil; una cafetera llena, dispuesta en
un hornillo eléctrico que mantendría el brebaje como a él le gustaba (“el café
debe ser como un beso, dulce y ardiente” le gustaba citar)…
En una silla cercana se acomodaba su gato, un
ejemplar atigrado, de rayas marrones casi negras en la semipenumbra bajo la
linterna, que le observaba realizar su rutina cotidiana. Cuando el farero
terminó de hacer sus comprobaciones, el animal se levantó y, desperezándose, se
dirigió hacia la mesa en la que se acostó sobre un viejo diario de anotaciones,
que parecía dispuesto para su comodidad.
“Una noche más, Mefistófeles, una noche más…”
dijo el hombre, mientras observaba como el felino se limpiaba meticulosamente las
patas con la lengua y finalmente se instalaba en su posición, guardando las
manos bajo los brazos, en esa postura tan típica de los gatos al descansar. Sus
ojos, de una rara tonalidad, a veces parecían verdes y en otros momentos grises
como la pizarra de los montes natales del farero, dependiendo de cómo se
reflejara en ellos la luz.
Dejando su taza de café a un lado, el farero
comenzó por anotar los datos iniciales del día en su cuaderno: la fecha, la
hora en que se encendió el faro, el estado de la mar, la previsión
meteorológica, las pequeñas incidencias técnicas de un mecanismo con más de
cuarenta años de servicio… Su letra era clara, funcional, su estilo parco en
palabras y ceñido a los hechos.
Conforme iba rellenando su informe diario
notaba como los párpados le comenzaban a pesar, así que tomó otro sorbo de café
y siguió completando el diario. El sueño, sin embargo, pugnaba por ganarle y la
escritura se le iba haciendo más y más complicada, de trazos sinuosos e
irregulares. De su mano salían palabras cada vez más indescifrables, hasta que
solo líneas curvas e inescrutables llenaron las páginas del viejo cuaderno.
Al mismo tiempo, su vista se iba haciendo
menos aguda, y los continuos tragos de café no ayudaban en nada. Sacudiendo la
cabeza, decidió que necesitaba un poco de aire fresco, y sus pasos le
encaminaron de nuevo hacia la baranda del balcón, donde esperaba que el aire
marino le ayudara a despejarse. El gato, sin moverse aún de su lugar en la
mesa, observaba los torpes movimientos del humano, con una mirada que parecía
definir miles de preguntas sin respuesta.
La sal y humedad que el viento portaba hicieron
que recuperara algo de su agudeza mental, parecía incluso que podía respirar
mejor allí, recibiendo la espuma del mar y escuchando el sonido de las olas
romper contra la base del acantilado en el que se encontraba el faro. A lo
lejos, las linternas de los pescadores iluminaban la noche como cuentas de un
collar rodando por un suelo negro. Sorprendido, el hombre pensó en la
tranquilidad que esa misma oscuridad le podría dar, una ausencia de sonido y
luz que invitaban al descanso más eterno…
De pronto, se descubrió abriendo la boca
espasmódicamente, como necesitado no ya de respirar sino de alimentarse de
aire, mientras su cuerpo sufría ligeras convulsiones que iban a más. Al poco, apenas
lograba sujetarse con sus puños a los oxidados hierros de la barandilla. En
todo momento seguía sintiendo esa llamada de la oscuridad, de esa zona
tranquila en la que podría soñar eternamente, entre algas y corales…
No sintió la caída, como tampoco sintió el
golpe con la mar ni se dio cuenta de la transformación. En su mente solo podía
ser consciente de la dicha de volver al origen, de regresar al mundo al que
pertenecía, mientras una pequeña nube de escamas doradas salía de su cuerpo
mientras se movía cada vez más velozmente hacia el mar abierto. En lo alto de
la barandilla un gato atigrado, de intensos ojos verdes, movía la cola con
tranquilidad y con su mirada felina observaba como el tritón desaparecía entre
las olas. Sabía que volvería al amanecer, saliendo de entre las aguas con su
forma humana de nuevo, para pasar el día como un simple farero en aquel remoto
puesto, como lo había estado haciendo los últimos cuarenta años. Y él le
esperaría en la puerta de la casa, mirándole con sus ojos enigmáticos, y le
acompañaría en sus quehaceres, como había estado haciendo los últimos
quinientos años…
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