lunes, abril 23, 2012

En ruta

"¿Dónde estás?"

"Aquí"

"No te veo..."

"¿Me oyes?"

"Sí. ¿Por qué no te veo?"

"Porque tienes los ojos cerrados."

sábado, abril 21, 2012

Lágrimas que son páginas en blanco


Me gusta sentarme en la plaza para tomar café. En los soportales se suelen instalar las terrazas de los bares cercanos, a cubierto del sol y las inclemencias. El bar de mi amigo Paco tiene grandes sillas y mesas de madera de roble, oscuro y envejecido por el tiempo, y un café que le traen especialmente desde Portugal y él muele y torrefacta en la cocina.

Sentado en una de esas cómodas sillas veo pasar a la gente. Turistas que llegan en oleadas, siempre deprisa y con sus cámaras colgando, incapaces de reconocer que el mejor recuerdo no es el que queda grabado en un disco de plástico sino el que te marcó el corazón. Observo a parejas que caminan de la mano, atraídas por la leyenda o simplemente deseosas de pasar un tiempo lejos de sus conocidos, conscientes únicamente de sus manos y la piel del otro. Muchas veces se cruzan ante mi mirada familias con niños que han venido a pasar el día, la madre pendiente de la progenie, el padre buscando un lugar dónde asentar a toda la tribu… Son gente forastera, de paso, que no dejará su huella en las piedras que pisan.

También veo pasar a mis vecinos, personas con las que me encuentro todos los días y con las que formo la fauna de este pequeño pueblo castellano. La abuela Blasa, de caminar poderoso a pesar de sus ochenta y cinco años, ocho embarazos, siete hijos criados y un marido que la maltrataba por ser más valiente que él… La veo cruzar hacia la panadería, vestida con el eterno negro que ha llevado desde que tengo uso de razón, con su bolsita de tela y sus medias, negras de lana, que no conocen estaciones.

Saludo con la mano a Alberto, el secretario del Ayuntamiento y fontanero ocasional, que se dirige en la moto hacia las huertas, quién sabe con qué intenciones. Eterno soltero, siempre apegado a la madre viuda, viviendo y manteniendo una casa en continua reparación, muy pocos en el pueblo conocen la profunda belleza de sus canciones. Hemos tenido muchas charlas él y yo, con una botella de cerveza en una mano y un pitillo compartido en la otra, sobre la luz y la oscuridad, sobre las mujeres, sobre el destino... Una vez, cuando ya Paco hacía rato que se había ido a casa, harto de ser el último en cerrar siempre, Alberto me cantó bajito una canción que había compuesto, un regalo que me emocionó hasta el punto de alegrarme que esta nuestra plaza no tenga farolas…

Ya ha pasado la primera hora de la tarde, y las sombras de las casas se alargan sobre el pavimento de la plaza, intentando llegar hasta la vieja cruz de granito en el centro. Paco ha venido a conversar conmigo, como suele hacer de vez en cuando, si los clientes escasean. Se ha sentado a mi lado, ofrecido y liado tabaco, y sin palabras ha compartido mi tarde durante unos momentos, observando el vuelo de las golondrinas y pensando en sus cosas. Un buen hombre este Paco, sevillano que llegó a estas duras tierras procedente de Rusia, desencantado de la guerra y de la mezquindad del hombre, buscando un lugar donde poder empezar una nueva vida. Aquí conoció a Encarna y se casaron, compraron un viejo bar y lo han estado regentando hasta ahora, felices con su vida, dura, sacrificada, pero honrada… Solo le he visto llorar alguna vez, cuando una de esas familias llenas de hijos que vienen a pasar el día se nos pone delante; las partículas de tierra que los niños levantan al correr se le meten en los ojos y le hacen lagrimear. Entonces Encarna, siempre muy pendiente de su hombre, sale del bar y se sienta con él, tomándole de la mano hasta que las lágrimas le quitan el polvo de esos niños…

A veces, cuando ya la noche se ha hecho dueña de las columnas y mi amigo Paco se encuentra despachando en el interior del bar, veo las sillas vacías a mi alrededor, cómo el pueblo antaño alegre y ruidoso se ha convertido en un lugar tranquilo y silencioso, y me preguntó si eso es lo que nos espera, una eternidad de silencio y tranquilidad, mientras nuestras manos se entibian con una taza de café bien caliente…

sábado, abril 14, 2012

Ni parada ni estación (I)


Hoy he vuelto a aquella playa en la que pasé mi niñez. He vuelto a coger el viejo autobús de línea, me he vuelto a sentar en la parte trasera, viendo cómo las casas dejaban paso a las huertas, y las huertas a los montes y pinares.

El conductor no era el mismo que antaño sonreía al verme, con mi dinero en la mano y una toalla colgando del brazo. Un desconocido joven con uniforme azul y pendiente en la oreja me ha vendido el billete, y sólo me ha mirado cuando le he preguntado si seguían parando en el cabo.

“Sí señor, pero nadie se baja allí nunca” me respondió, seguramente pensando qué buscaría un forastero en ese lugar.

El autobús se puso en marcha, y yo me hundí en mi asiento, la mirada perdida buscando a través del ventanal. Viene poca gente en el coche a esta hora, la mayoría de los habitantes del pueblo ya dispone de vehículo propio, y los pocos que no, no suelen viajar mucho; apenas una pareja de estudiantes, yendo tal vez a un examen tardío, y yo nos encontramos cuando el motor comienza a carraspear.

Durante el trayecto, mis recuerdos se superponen a la realidad. Observo que las casas han ido ocupando el espacio que antes eran huertos y frutales, y que se han convertido en edificios de ladrillo de varios pisos. Un par de semáforos nos detienen en el camino, antes de salir del casco urbano y enfilar la carretera hacia el sur. Nadie ha subido o bajado en estos primeros tramos.

El autobús aumenta de velocidad al cruzar el puente sobre el río, como si le hubieran liberado de un peso, y tras un tiempo, que se me antoja más corto de lo que recordaba, llegamos al cabo. El joven conductor me observa levantarme y tocar el timbre para llamar su atención, poco antes de llegar a la curva que hace el camino sobre el promontorio de las Salinas. Salgo al aire fresco con sentimientos encontrados: lo primero que veo es un montón de latas de cerveza bajo un matorral de retama, “signo de los tiempos” me digo a mí mismo. El viejo camino a las salinas sigue ahí, una cinta de tierra y arena sobre el monte verde gris, y mis pies se dirigen hacia él, despacio y saboreando el momento. No quiero apresurar el paso, quiero que mi mente recree ese mismo camino, tal y como era entonces: un constante ir y venir de carros, llenos de sal, con los carreteros cantando o silbando, mientras las mulas hacían el mismo trecho que habían recorrido sus padres...

El clima me acompaña. Hace un ventoso día de primavera, con nubes grises y altas corriendo por el cielo, dejando de vez en cuando grandes claros en los que aparece un sol furioso que me quema la espalda. La senda va descendiendo entre curvas, aprovechando la pendiente del promontorio para agarrarse al mismo. Tras la tercera curva distingo ya el mar, un gran espejo rizado con líneas blancas que se acercan a mí en la distancia; las salinas aparecen también a la vista, grandes balsas de agua de distintos colores, espejuelos que llaman la atención y al mismo tiempo están olvidados…

Ya casi no se explota la sal en esta comarca. Es más sencillo ir a la tienda de Soledad o al hipermercado en la ciudad y comprarla cómodamente envasada en blancos paquetes de plástico. Los edificios de la salina, una gran habitación de madera en la que los operarios comían, y una pequeña casa de adobe que servía de oficina durante el día, y de caseta para el guardia en la noche, aparecen medio en ruinas a la distancia: algunos cristales rotos, la puerta del comedor desaparecida, grandes manchas de humo en la pared de la oficina...

Cuando ya casi estoy a la altura de la playa busco con la mirada la trocha que recuerdo, y tengo que esforzarme con encontrarla. Prácticamente no quedan animales salvajes que la mantengan abierta, y el monte la ha reclamado en estos años. Después de un rato encuentro una línea más rala de vegetación y me adentro por ella, apartando helechos y arbustos con una rama de retama seca que tomé al principio del camino. De vez en cuando me paró, para observar el monte y rebuscar en mis recuerdos referencias que me aseguren que estoy en el buen camino, y al cabo de una hora encuentro los restos de la cruz, medio cubierta por helechos.

A partir de aquí el camino es todo en bajada, y mis pies se van alegrando poco a poco, mientras mi vista contempla los pinos altos y erguidos, mi oído recibe las canciones de las olas que rompen contra la base del promontorio, a pocos metros de mí, mi lengua siente ya el salitre que se pega a mi sudor, y la salvia que arranqué pocos metros atrás deja su aroma en mis manos...

Llego a la playa cuando el sol parece vencer a las nubes, y tengo que proteger mi vista de la claridad que refleja la arena. El mar sigue teniendo esa transparencia que nos permitía jugar a buscar cosas lanzadas desde lo alto, pero la playa parece más pequeña a mis ojos. Sonrío cuando comprendo que el que ha cambiado soy yo, no la arena ni el agua: mi (nuestra) playa es una pequeña caleta formada por el choque de las olas durante milenios contra las rocas de la montaña, rompiendo, alisando, destruyendo, acarreando arena de las profundidades y acumulándola en un pequeño montón bajo los pinares. 

miércoles, abril 11, 2012

Ya no quiero soñar...


Hace unos 5 000 años, los dioses decidieron bajar a la tierra y hacerse cargo de los asuntos de los hombres. Por centurias se involucraron en las disputas y en las guerras humanas, llevando a la raza de los hombres por el camino que ellos quisieron. En un momento determinado, sin embargo, perdieron interés, y poco a poco los seres humanos fuimos conquistando nuestra libertad. Los dioses, sin embargo, nos seguían considerando juguetes, y no toleraron muchas de nuestras necesidades. Un odio larvado a su dominio creció con los siglos, y estalló con gran violencia durante lo que se conoció como Guerras Olímpicas, un largo conflicto en el que dioses y hombres lucharon unos contra otros, hermanos contra hermanos y padres contra hijos.

La faz de la tierra cambió drásticamente cuando los dioses emplearon sus poderes para mover ríos o montañas, crear nuevos océanos o secar los existentes, abrir volcanes o lanzar toda la furia del mar contra los humanos que se les enfrentaban. Los hombres aprendieron en ese tiempo a luchar contra sus poderes, a crear armas que pudieran dañar los cuerpos inmortales, a obtener ventajas de las rencillas y desavenencias de las distintas familias divinas.

El punto álgido de la guerra ocurrió sobre los llanos de Jollui-koi, donde naciones enteras se perdieron, millones de personas quedaron enterradas bajo los escombros de lo que fue una de las mayores cadenas montañosas del planeta, y dioses y semidioses dejaron su inmortalidad a merced de las armas y el coraje humano. Mucho del daño fue hecho por magos y criaturas mágicas: centauros, gigantes y seres voladores se habían aliado con la humanidad, mientras los seres marinos luchaban del lado de los dioses. Miles de magos y brujas usaban sus poderes a favor de la coalición de naciones, el Eje como se le conocía en aquellos turbulentos tiempos…

No todos los dioses combatían a los hombres. Un puñado de seres divinos apoyaba, de forma encubierta al principio, abiertamente más tarde, las aspiraciones de la humanidad. Dioses menores espiaban, aconsejaban, sangraban y luchaban junto a aquellos que hacía poco consideraban meros juguetes. Muchos murieron en esta guerra, otros muchos quedaron tullidos o perdieron su divinidad…

Pero también había algunos humanos luchando en el bando de los dioses. Descendientes de dioses y héroes, ligados desde tiempo inmemorial a las distintas familias divinas, mestizos fruto de uniones entre humanos y dioses, entre seres mágicos y humanos, entre los mundos mortal y divino… Algunos de estos inmortales cambiaron de bando durante la contienda, asqueados por el desprecio a la vida humana de algunos de los dioses. Otros, simplemente decidieron que la humanidad tenía derecho a aquello que le era negado.

Un puñado de estos mestizos tuvo un papel especial durante las últimas fases de la guerra, como carne de cañón en la vanguardia de los ejércitos humanos. Sus poderes y resistencia les hacían seres ideales para atacar y desaparecer, para infiltrarse en las moradas divinas y acabar con los dioses menores o sus acólitos. Fueron conocidos como “comandos pacare”, encargados de calmar la resistencia de los enemigos de los hombres.

Al terminar la guerra, con el armisticio de Atenas y los tratados posteriores, los miembros de esos comandos quedaron liberados de sus deberes militares. Algunos, incapaces de sobrellevar los horrores a los que se les había sometido en aras de la victoria, se dejaron morir, arrojándose a volcanes en erupción, o aislándose en cuevas remotas, dónde permanecieron hasta que su alma se separó del cuerpo. Otros, los menos, se desvanecieron entre la humanidad a la que habían protegido, apareciendo de vez en cuando en susurros o conversaciones de cazadores, como seres fantasmales que se encontraban en la profundidad de bosques, montañas u océanos. 

domingo, abril 08, 2012

Moreana


Moreana se sentó al borde del risco mientras observaba a las cabras subir por la ladera, siempre en busca de las hierbas más frescas, escondidas entre las piedras, a salvo de las grandes heladas. El sol de media mañana aún no calentaba lo suficiente como para que la escarcha se hubiera derretido y permitiera que sus largas lenguas alcanzaran los brotes más jugosos, escondidos bajo el hielo de la noche.

Mientras observaba a sus cabras, la niña pensaba en las palabras que su padre le había dicho esa mañana. Su padre casi nunca estaba levantado a la temprana hora en que Moreana sacaba al rebaño, normalmente era su madre la que la ayudaba a desatar al macho cabrío y empujarlo en dirección a la montaña, y quién le ponía el poco alimento que podía encontrar en el zurrón. Sin embargo, esa mañana su padre estaba sentado frente al fuego, mientras su madre permanecía en un rincón de la cocina, preparando su comida.

“Tu madre me ha dicho que ayer la luna te hizo sangrar por primera vez, ¿es eso cierto?”

Moreana bajó los ojos, avergonzada de que su padre supiera ese secreto tan íntimo, y al mismo tiempo orgullosa de haber cruzado el umbral de la niñez.

“Si, padre. Ahora soy una mujer.”

El fuego ardía perezoso, buscando oxígeno para vivir, y procuraba poca luz, apenas podía iluminar la roja pelambrera del hombre sentado a su lado. Por eso la niña no pudo ver la lágrima que bajó por la mejilla de su padre, ni la expresión de tristeza en el rostro de su madre.

“Entonces, hay algo que debes saber, es el momento de que conozcas tu origen y linaje.”

Durante los siguientes minutos el mundo que conocía Moreana se derrumbó. Lo hizo lentamente, mientras el que había considerado como su padre toda su vida le habló de luchas y guerras que ya eran antiguas antes de su nacimiento, de dioses que no se preocupaban de los hombres a los que mataban en vez de gobernar, de una mujer entregada como dote para un matrimonio que sellaría la paz entre hombres y seres divinos, siendo en realidad el instrumento de la perdición de los primeros. Escuchó, no, bebió la historia de los males de la humanidad liberados de una caja, y del valor de su dueña para cerrarla antes de que el último de ellos saliera. El humo de la hoguera pareció tomar forma mientras el hombre y la mujer que habían sido todo su mundo le hablaron de una familia dedicada a mantener esa caja cerrada, y de la gran responsabilidad que ahora pesaba sobre ella…

Las cabras ya balaban impacientes cuando Moreana llegó junto a ellas, la cabeza aún resonando con las últimas palabras que su padre le había dicho: “Algún día, ella vendrá y tendrás que ayudarla.”

martes, abril 03, 2012

El rayo que no cesa


Lo he visto ya varias veces, suelo encontrarlo en mi camino de regreso a casa desde el lugar donde trabajo y paso las horas: un hombre ya en la última parte de su vida, sentado en el interior de un coche, leyendo un viejo y gastado libro. La primera vez me llamó la atención lo inusual de la situación, alguien leyendo un libro autentico, un montón de papel y tinta, ya es algo bastante poco frecuente en esta época de smartphones, ipads, tablets y otros artilugios electrónicos. La segunda vez que me topé con él me fijé algo más en su aspecto: una barba descuidada y canosa, un rostro arrugado y de piel morena y curtida, y una expresión concentrada en lo que leía, ajeno a mis ojos curiosos e indiscretos…

No fue hasta la tercera o cuarta vez en que reparé en un detalle importante: el coche en el que se encontraba, un Seat Ibiza con matrícula de Orense, estaba sucio, su carrocería llena de polvo y una de las ruedas delanteras, la izquierda, parecía peligrosamente baja de aire… Posiblemente ese vehículo llevara semanas en la misma posición, sin sentir el asfalto de la carretera ni el viento que su motor pudiese crear. Las ventanas aparecían bajadas, y en los asientos traseros se acumulaban mantas y bolsas…

Hoy le he vuelto a ver, sentado en el asiento del copiloto, con el libro abierto entre las manos, un viejo ejemplar de páginas amarillentas y muy usadas, leyendo tranquilamente en este desapacible día de primavera, ventoso y frío. Esta vez me he parado al otro lado de la acera, observando ese viejo Seat desde el otro lado de la acera. Mientras enrollaba un cigarrillo, apoyado contra el portal de uno de esos edificios de apartamentos que ahora llenan las ciudades, he visto cómo el anciano, pulcramente vestido con una camisa blanca y un jersey rojo, permanecía impasible en su lectura, completamente ausente al tráfico de gente que recorre nuestra calle, así como la gente era incapaz de sentir su presencia…

En un momento dado me he sentido lo suficientemente valiente para cruzar los dos carriles que nos separaban, y entablar conversación con el hombre. Al principio, sus gestos delataban la natural desconfianza ante un desconocido que se acerca. Sin embargo, su sonrisa apareció casi al instante. Su voz, grave y con un ligero acento extraño que no pude reconocer, me devolvió el saludo y contestó a mis preguntas con interés.

Le ofrecí un café y un cigarro, y me los aceptó de buena gana. Dejó el libro cuidadosamente en el salpicadero del coche, no sin antes marcar la página doblando ligeramente la esquina superior derecha, y salió al exterior. Caminamos unos pocos metros antes de entrar en La Maya, una antigua tasca en la que suelo comer ocasionalmente o ver los partidos de fútbol cuando la soledad me empuja fuera de casa…

Conversamos, al principio como dos amables extraños que están compartiendo una bebida en un lugar público; le pregunté por el libro que leía, una antigua recopilación de poesía castellana editada en los años cincuenta. “La he leído tantas veces que me la sé de memoria” me dijo, mientras sorbía su café. He de confesar que no me apasiona la poesía. Al igual que no se me hizo el regalo de la fe, tampoco se incluyó el ritmo en mi formación, y soy incapaz de entonar o sentir la melodía interna de un poema. Sin embargo, cuando el hombre empezó a recitar, con su voz grave y bien temperada, las palabras de Garcilaso, San Juan de la Cruz, Quevedo, Bécquer, Lorca o Alberti sonaron llenas de significado para mí; por unos instantes, me olvidé de dónde estaba y me dejé llevar por los sonidos, por las notas y sentimientos de esas melodías…

Volvimos a hablar un par de veces más en los días siguientes. La conversación del anciano me llevaba a otros lugares, y me permitía escapar un poco más de mi rutina diaria; siempre le pedía que me recitara alguna de las poesías del libro, y siempre me complacía, iluminando un poco más mis días. Un día, el lugar del veterano Seat apareció vacio, y no volví a saber del viejo lector, ni a escuchar su voz declamando: “Morena de altas torres, alta luz y ojos altos, esposa de mi piel, gran trago de mi vida…”

No le vi nunca pasar una página, o mover sus dedos sensibles por las letras impresas. Sus ojos sin vida no lo necesitaban…


200 entradas, 200

"La idea de este blog es ser un repositorio de ideas, comentarios, chascarrillos y demás neuras que se le ocurren a un español perdido en Chile; no sé qué es lo que va a salir. No creo que escriba todos los días, así que tampoco espero que me lea nadie, lo que es una ventaja."

Doscientas entradas después sigo sin darme cuenta de lo equivocado que estaba (y estoy).

No hubiera sido posible sin ti...


domingo, abril 01, 2012

Vecinos


Recio y Luxía se conocían desde pequeños. Habían ido juntos a la guardería del barrio, y de ahí habían pasado al colegio de los dominicos para continuar su escolarización. A Recio le llamaban así en el barrio por su complexión; era un muchacho de anchas espaldas, gran cabeza y brazos más largos de lo normal. En los partidos de fútbol entre clases siempre era de los primeros en ser “pedidos” en la fila, y sus patadones eran muy apreciados por los capitanes… Luxía era una niña desgarbada, delgaducha y con coletas, que siempre vestía con un uniforme dos tallas más grandes que ella, y que solía ocupar los últimos pupitres de la clase.

Recio y Luxía eran vecinos. Los dos vivían en uno de los muchos edificios de apartamentos que había en el extrarradio, y tomaban un autobús escolar para dirigirse al colegio. Solían salir al mismo tiempo de casa y encontrarse en el portal; si uno de ellos llegaba antes, el otro esperaba sentado en los primeros escalones, repasando la lección o asegurándose de llevar todos los útiles. Si el retraso era mucho, llamaban por el telefonillo, apurando al compañero. Corrían hasta llegar a la esquina en que los recogía el viejo bus.

A la vuelta solían coincidir con otros compañeros. Cada uno iba con el grupo de amigos de turno, cargando carteras, respuestas de exámenes, peripecias de recreo, secretos… Al llegar a su parada se bajaban uno detrás del otro y caminaban en silencio hasta su edificio. A veces comentaban algún suceso que hubiera ocurrido, o intercambiaban opiniones sobre la vida escolar. De ese modo, llegaban a sus casas.

Así, entre libros que cambiaban todos los años, bollos en la tienda de la señora Carmen, chuches en el kiosco de Paco y muchos coscorrones, Recio y Luxía llegaron a la adolescencia, desconocidos el uno para el otro. De repente, una mañana, mientras la esperaba en el portal, Recio se descubrió mirando a Luxía de una forma distinta, embobado ante su falda tableada, que se levantaba con el viento, con el movimiento de su pelo, con su sonrisa…

Ese día Recio se convirtió en Alfredo.