lunes, agosto 27, 2012

Deseos de tinta

Hoy, caminando en el parque con mi hijo, he encontrado una pareja que me resultaba conocida. Ella era una mujer alta, delgada, con el pelo castaño recogido en una cola de caballo, y un vestido fresco y ligero de color crema, que cuidaba de un niño mientras jugaba con un kit de montaje de motos. Él, moreno, fuerte y con ya cierta tendencia a la calvicie, vigilaba amorosamente a una niña rubia de dos años, que caminaba despreocupada, robando piezas a su compañero de juegos mientras sus padres hablaban entre sí.

Ambos me recordaron a los protagonistas de una historia que escribí hace tiempo, en la que dos amigos de la infancia se encontraban de nuevo en un parque público, ya adultos y con niños... Y de repente me he preguntado cómo sería encontrarme con los personajes de mis relatos. Aquellos que me conocen saben que la mayoría de mis narraciones tienen una base real, y que muchos de mis protagonistas están creados sobre mis recuerdos de personas reales, que han influido en mi vida de una u otra forma, o sobre los sentimientos que esas personas despertaron en mí.

Unos pocos, sin embargo, son fruto de mi imaginación, entes que aparecieron un día en mis páginas y que se quedaron en ellas, haciéndose un hueco dentro de mi mundo.

Sería muy bonito encontrarme con Héctor y Lumía, preguntarles cómo les va la vida, si el amor que sentían el uno por el otro se mantiene a pesar de la rutina y el paso del tiempo; posiblemente Héctor me contestaría que eso es fácil cuando el amor es intenso y se renueva cada día…

Con algunos personajes me gustaría poder charlar delante de una copa de vino, conocer de ellos antes de que irrumpieran en mis pensamientos: la vida de aquel vagabundo, qué le ocurrió a Marcos durante la mayor parte de su vida, hablar con Daniel y Tomás, que pudieran visitar aquella isla, saber si aquel fantasma querría ayudarme con mi pobre prosa, compartir técnicas de escritura con María, sentarme con Viktor en lo alto del faro y mirar a la lejanía con una taza de café caliente…

Sin embargo, si tuviera que elegir a uno de ellos para que se hiciera realidad de nuevo, seguramente elegiría a aquella muchacha que me esperaba con una toalla a la orilla del mar, mientras el niño que hay en mí disfrutaba con las olas…

miércoles, agosto 15, 2012

En busca del tiempo perdido

Mi amigo el viejo farero dice que el primer recuerdo que tiene del mar es su olor, ese combinado de salitre y algas que se le pegó al alma la primera vez que lo vio. Yo, que por enfermedad he estado mucho tiempo privado de ese sentido, estoy recobrando ahora mis recuerdos asociados al olfato, o consiguiendo nuevos…

Muchos de ellos serán comunes con vosotros, lectores, como el olor del pan recién hecho saliendo de la puerta de una tahona, un recuerdo que estará siempre asociado a mi tierra, a mi pueblo y a sus tradiciones. El aroma a café recién molido, hirviendo en el puchero junto a la chimenea, en casa de mis abuelos, o el del chocolate caliente en una churrería de barrio… El frescor de la hierba recién cortada, en una mañana veraniega de aire limpio y claro, me lleva de nuevo a aquellos meses como jardinero municipal, levantándome antes de la salida del sol para regar y mantener las praderas de césped de mi localidad. O el olor a lejía y limpio que tenían los pasillos del colegio a primera hora, o en nuestras casas, cuando las madres se empleaban a fondo con la Conejo (¿os acordáis?)

Otras sensaciones son más personales, aunque no soy el único que las conoce. Como el tufo dulzón de la descomposición y la muerte, que mi mente relaciona con la presencia de buitres y otras carroñeras, cabalgando sobre el aire caliente de la Sierra de Toledo, en una excursión durante mis años universitarios. O el aroma de su pelo, cuando se apoyaba en mi pecho y yo besaba su cabeza, intentando retener un momento que sabía fugaz. El perfume, su perfume combinado con el aroma de su cuerpo mientras intentamos dormir abrazados…

Y hay, finalmente, aquellas fragancias que parece que sólo yo puedo detectar, como el olor a verano, seco y cálido, con regusto a polvo y cloro de piscina. O la persistencia de la vergüenza, la soledad y la frustración, esencias que ahora llenan mi casa, y a las que no consigo acostumbrarme…

sábado, agosto 11, 2012

Malvivir de recuerdos

Hoy me han atacado. Regresaba a casa, después de un día agitado en el trabajo, caminando en zigzag, buscando una sombra que me aliviase de este infernal calor de verano. Estaba tranquilo, pensando en mis cosas. Bueno, no pensaba en nada que no fuera llegar y darme una buena ducha fría. De pronto, al cruzar la esquina del Museo, dos figuras se abalanzaron sobre mí. No pude resistirme, no pude luchar. Entre las dos me sujetaron y se abrieron paso a través de mi ropa y mi carne, hasta agarrar mi corazón y estrujarlo. La angustia me comprimía el pecho. No había nadie cerca, un alma amiga que me ayudara, nadie. Las gafas de sol evitaban que se vieran las lágrimas que surgían de mis ojos, a pesar de que hacía todo lo posible por impedirlo.

La presión sobre mi corazón no disminuía, tuve que sentarme en un banco para poder desahogar mi pena, para poder tranquilizarme, pensar…

Al cabo de un rato pasó. Volvía a respirar, pero con dolor. Mi corazón estaba libre, pero tenía secuelas. Sentado en medio de un parque, a la sombra de un castaño de Indias, me daba miedo levantarme y seguir mi camino. Se habían ido. Ya no estaban cerca pero podían regresar. La melancolía y la tristeza estaban al acecho, detrás de una canción, de una escena en una película, de la visión de una flor o una ventana… Yo sabía que volverían. Siempre lo hacen…

miércoles, agosto 08, 2012

Este es el lugar al que suelo regresar...

Sobre la ladera poniente del valle de Abrego se alza un pequeño conjunto de rocas, granito que el tiempo no ha conseguido desgastar ni los hombres destruir. Se encuentra rodeado de un bosquete de robles, quejigos y arbustos: jaras, tomillos, brezos, retamas y miles de pequeñas hierbas, que proporcionan un aroma especial a la zona, mientras que el zumbido de abejas y otros insectos llena el aire en las tardes de primavera y verano.

Del centro del roquedo surge un manantial fresco y claro. Los pastores de la zona lo conocen bien, y lo han ido agrandando hasta conseguir una fuente agradable, creando un pocillo claro y escondido, desde el que un regatillo baja hasta el río, al fondo del valle. Alguien le puso un embocadero de granito tallado, tal vez uno de los desaguaderos de la cercana ermita de Santa Luxía, en ruinas y abandonada desde la desamortización. En tiempos la fuente disponía de una vasija de barro cocido que los cabreros usaban para beber, pero la modernidad ha llegado también a estos lugares y ahora hay un vaso de acero inoxidable, medio oculto en un hueco entre helechos, siempre dispuesto para los caminantes que llegan a este recóndito lugar.

A pocos pasos de la fuente se encuentra un pequeño claro, creado por la caída de un enorme pedrusco desde los canchos que vigilan el valle, allá arriba, tal vez en una fuerte tormenta hace ya muchos siglos. El tocón mineral se ha ido desgastando con los años, y cuando en una de mis correrías infantiles lo encontré la naturaleza había creado en él un sillar, un lugar dónde poder sentarse al calor del sol de la tarde, sombreado por las ramas de un inmenso alcornoque cercano. Allí pasé tardes de mi niñez y mi juventud, sentado viendo pasar las nubes, disfrutando la fresca brisa que surgía del susurrante manantial, o escuchando el sonido de las aves y otros animales de la zona.

sábado, agosto 04, 2012

Gota de sangre

Para llegar al pueblo hay que seguir una carretera estrecha y serpenteante, arrancada hace décadas a la falda de los montes, apenas una lámina de alquitrán sobre tierra apisonada. Por esa vía regresamos todos los años los retornados, aquellos que por distintas circunstancias vivimos lejos del pueblo y sus gentes, de nuestras raíces. Por ella me gustaba caminar en mi adolescencia, saboreando la sombra de los alcornoques o admirando las vistas del valle.

El camino parte desde la comarcal atravesando dos grandes canchos, horadando desde el principio el alma de la tierra. Por eso, en venganza, la tierra lucha por recuperar ese terreno con zarzas y matorrales, rocas a veces caídas desde lo alto,  socavones producidos desde el interior, intentando que la carretera vuelva a su ser agreste y natural, siempre sin conseguirlo.

Poco antes de llegar a su destino la carretera describe una curva pronunciada, tras la cual se muestra el pueblo por primera vez al viajero, con sus casas encumbradas en la ladera, blancas y pardas, nuevas y viejas… Asomado a esa curva hay un pequeño grupo de alcornoques, una de las pocas zonas de la carretera que tiene espacio a los lados de la misma. Bajo la penumbra de los árboles hay un tronco caído, colocado para que las parejas que caminan hasta aquí tengan un lugar cómodo en el que susurrarse los secretos. Unos metros más allá, alejándose del pueblo, mana entre helechos un limpio y claro manantial, en el que muchas tardes apagué la sed y borré el sudor de mi frente.

Apenas a unos pasos de la fuente hay un trozo de terreno soleado y sin arbustos, flanqueado por un lado por la valla de piedra que marca la propiedad de las zonas altas, y por otro por la marca gris y caliente de la carretera. En esos pocos palmos de tierra, alimentados por el hilo de agua que baja desde el manantial, es frecuente ver flores de corta vida pero de vivos colores.

En mis recuerdos destaca una tarde de verano, con el sol a mis espaldas, mientras caminaba por el arcén absorto en mis pensamientos de adolescente retraído y solitario. Mientras mi mente vagabundeaba por quién sabe dónde, mis ojos repararon en un destello de color sobre el terreno. Me acerqué, y pude ver un pequeño ramillete de flores de un color rojizo casi rosa, y un olor suave y característico.

La imagen es clara en mi memoria. He visto a esa diminuta flor muchas otras veces, tanto en mis paseos como en fotografías, incluso la recolecté en su día para mi herbario estudiantil. Me enteré entonces que lo que mis mayores llamaban hiel de la tierra, por su sabor amargo, era una planta medicinal de uso antiguo, que se empleaba para curar la inapetencia, los parásitos intestinales o la diarrea, y que en la actualidad es un componente de muchos medicamentos, bebidas y colorantes…

Sin embargo, para mí siempre tendrá un significado especial. Gracias a ese ramillete de flores rosadas que apareció ese día en mi visión fui consciente por primera vez del color del mundo. Gracias a la sensación que su vivo colorido tuvo en mi mente juvenil, pude después descubrir y apreciar verdes, añiles, amarillos, naranjas… Los pétalos de delicados tonos rojizos me hicieron cruzar la puerta a un nuevo mundo de sensaciones, me abrieron los ojos al colorido de la vida.

miércoles, agosto 01, 2012

Rumor de alas y piel

Me gusta salir a caminar temprano en los meses de verano. No soy especialmente madrugador pero me gusta el frescor de esas primeras horas, cuando el sol aún no ha evaporado la frialdad de la noche, cuando aún se puede sentir la brisa bajando la temperatura de tu piel.

En esos paseos por mi ciudad suelo pasar bajo un arco de ladrillo viejo, una de las puertas que se abrían en la muralla, que daban paso a peregrinos, mercaderes, aldeanos y señores hacia la parte vieja y noble de la villa. Ahora, de la muralla no quedan más que restos escondidos entre torres de apartamentos, y la puerta se ha convertido en lugar de cruce entre un parque con máquinas de ejercicios y una calle estrecha y angosta que lleva hasta una de las plazas.

Hoy, caminando ensimismado en mis recuerdos, dejando que mis sentidos se encarguen de guiar mis pasos, he llegado a la entrada de ese arco y unos aleteos y chillidos han llamado mi atención. Revoloteando en lo alto de las bóvedas, con ese movimiento tan característico que tienen estos animales, había un pequeño murciélago. Su presencia me extrañó. No era la hora tan temprana como para que fuera normal, y el pobre animal estaba claramente desorientado. Volando de un extremo a otro del túnel, temeroso de cruzar a la claridad de una de sus salidas, el murciélago daba vueltas y revueltas bajo mi mirada. Ha intentado sin éxito encontrar un asidero, un descanso en las encaladas paredes del arco, pero no lo ha conseguido. Tal vez porque su cuerpo negro destacaba demasiado sobre la cal.

Finalmente, después de varios minutos de indecisión, ha salido volando por uno de los extremos del túnel y ha buscado refugio en la sombra de unos árboles cercanos, quizás escondiéndose hasta la llegada de la noche.

Y yo he seguido mi camino, preguntándome si no era yo como ese murciélago, incapaz de optar por una de las dos salidas de mi vida, revoloteando entre ambas hasta que el cansancio o la suerte me incline por una de ellas…