martes, diciembre 20, 2011

In pacen coelo (II)

El hombre se movió levemente, como si el sonido de la voz del padre Elías le hubiera despertado de un profundo trance. La poca luz que quedaba en la nave de la iglesia no permitía vislumbrar su rostro, envuelto en las sombras que proyectaba su capucha, su capa fundida con la oscuridad del rincón en el que se encontraban.

"Perdóneme padre, porque he pecado."

La antigua fórmula de confesión no pilló desprevenido al cura. El pueblo estaba en una región que aparecía con cierta frecuencia en la página de sucesos, y ya había tenido algunos encuentros con individuos que buscaban el perdón de Dios después de haber perdido su alma en el juego o en cosas peores.

"Cuéntame hijo mío, qué ha ocurrido", preguntó mientras tomaba asiento en uno de los bancos cercanos. El dolor de sus articulaciones le recordó el frio de esa tarde, y los consejos de su médico, siempre olvidados o pospuestos por alguna otra razón.

"Perdóneme padre, porque he pecado", respondió de nuevo el desconocido. El tono de su voz no había cambiado, triste y sombrío, ligeramente desfigurado por la posición de su cabeza, todavía en oración, con las manos firmemente unidas.

"¿Qué pecado has cometido? Nada puede ser tan grave como para que Dios no te otorgue su inmenso perdón."

"Dios no puede perdonarme."

"Dios perdona todo", siguió el cura, comenzando a intranquilizarse por el tono en que se habían dicho las últimas palabras.

"Esto no tiene perdón, padre."

Al decir esto, el hombre se movió ligeramente, y un breve rayo de luz iluminó parte de su rostro, dejando entrever una fuerte mandíbula, sombreada por una barba descuidada, y una cicatriz que surcaba el pómulo derecho, como una antigua marca.

"Lo que he hecho no tiene perdón del hombre ni de Dios. Necesito su absolución, padre Elías, necesito de su compasión y su generosidad."

El que el penitente conociera su nombre no afectó al anciano cura. Era muy conocido en los alrededores, después de casi sesenta años como párroco. "No puedo absolverte sin antes saber de qué pecado de acusas. Pero antes de que hables, ¿estás seguro de que quieres estar de nuevo en posesión de la gracia divina?"

"Ya le he dicho que Dios no puede ocuparse de mí, es su perdón el que busco."

El hombre se levantó. Desde su posición el padre Elías podía ahora ver lo alto que era, tendría cerca de dos metros de altura, con una gran corpulencia, que había quedado oculta de alguna manera al estar muy encorvado, como si tuviera un gran peso sobre su espalda. El padre se sintió intranquilo. Ya había cerrado la noche, y estaba solo en la iglesia con ese desconocido, que no dejaba de pedir perdón por algún pecado sangriento, sin ninguna duda. No temía por su vida, los años le habían quitado ese temor, pero aún permanecía el viejo pánico al dolor.

"¿Qué quieres de mí?" preguntó finalmente con un cierto temor.

El hombre se arrodillo frente al padre Elías, poniendo su cabeza en el regazo del anciano sacerdote, y dejando los brazos extendidos exclamó, con voz llorosa: "Absuelvame padre."

"¿Absolverte? ¿De qué pecados?" dijo el clérigo, cada vez más inquieto e inseguro ante la postura y el deseo del pecador.

"Voy a llevarme su alma, padre."

La forma en que las últimas palabras fueron pronunciadas, no como amenaza sino como algo inevitable, asustó al anciano, que comenzó a moverse intranquilo, deseando no haberse parado a preguntar a ese desconocido.

"¿Qué dices? ¿Llevarte mi alma?"

"Sí Marcos", respondió el extraño. "He venido a por tu alma en esta noche, y necesito que me perdones por ello". Había alzado el cuerpo, y las sombras de la parroquia parecían agruparse tras de él, fundiéndose con su capa, como si unas inmensas alas negras surgieran de su espalda y cubrieran los últimos bancos de la iglesia. El padre Elías respiraba entrecortadamente, su corazón desbocado intentaba llevar sangre a sus extremidades, congeladas en ese instante; no podía moverse ni apartar la mirada del rostro del desconocido, sus ojos aún ocultos por la capucha.

"He sido un buen siervo de Dios durante toda mi vida, logró articular finalmente. No tengo miedo a la muerte, estoy dispuesto." Conforme pronunciaba estas palabras el párroco notó como su cuerpo volvía a la vida lentamente, como podía mover los dedos de nuevo y cómo el miedo iba abandonándole para ser sustituido por una resignación cercana al abandono.

"Entonces perdóneme padre porque he pecado…" Bajando su capucha el forastero dejó al descubierto su cabeza, una gran mata de pelo negro como la noche pareció absorber toda la luz que quedaba en el edificio. Pero el padre Elías había quedado atrapado en la luz que surgía de los muchos ojos del mensajero, unos ojos de un rojo intenso, con una pupila azabache, que ahora miraban directamente al mortal, como esperando que reaccionara.

El viejo cura permaneció unos instantes mirando al extraño, no hubo palabras entre ellos. Al cabo de unos momentos el padre se levantó, sus dolores habían desaparecido y volvía a ser Marcos, el joven seminarista que estaba a punto de ayudar en su primera misa, lleno de fe y sueños, un alma inocente en un mundo degradado y despiadado. Levantando la mano, inició el antiguo ritual de la bendición para un ser que se arrodillaba ante él, sus doce negras alas abarcando ya todo el edificio, esperando su absolución, con una espada en la mano de la que pendía una gota casi cristalina.

"Ego te absolvo…"

Encontraron al cura a la mañana siguiente, cuando el grupo habitual de beatas llegó a la iglesia para la misa de siete. Sentado en uno de los bancos, su cuerpo ya frio, el padre había fallecido seguramente por una apoplejía debida a sus muchos años. Junto a él encontraron un antiguo misal, una edición prohibida por la Iglesia, abierto en el capítulo del perdón: His sacrifíciis, Dómine, concéde placátus, ut, qui própiis orámus absólvi delíctis, fratérna dimíttere studeámus…

domingo, diciembre 18, 2011

Paz en la tierra

Llegando al final de camino pudieron observar su destino: un establo escasamente iluminado con una macilenta lámpara de aceite, mientras sobre el heno descansaba una mujer joven, junto a un hombre ya mayor. Entre ellos, envuelto en un lienzo tras haber sido limpiado, un recién nacido dormía respirando de forma tranquila. Sus manos se cerraban firmemente en torno al dedo de su padre, mientras la madre, aún recordando los dolores del difícil parto, sonreía y sentía como el amor que ese niño traía se extendía hasta los recién llegados y más allá...

Feliz Navidad, estés dónde estés.


viernes, diciembre 16, 2011

La ciudad en el cielo

La última vez que estuve en el mercado de Kadath fue hace veinte años, y esta mañana me he dado cuenta de que conserva el mismo olor que entonces. Pandora y yo llegamos hace dos días, cansados y ateridos, después de una travesía de los canales de paso entre Mediterráneo y los Mares Interiores que nos dejó sin dinero y casi sin fuerzas. Conseguimos entrar en la ciudad antes de que la guardia nocturna cerrara las murallas, una costumbre ancestral que parece innecesaria en estos tiempos, pero que el Consejo de la ciudad mantiene a rajatabla: si no estás intramuros cuando el sol desaparece bajo el horizonte, duermes fuera.

Las posadas de los niveles inferiores están en buenas condiciones. La ciudad mantiene su lugar de privilegio como llave de las regiones asiáticas interiores, y el comercio la ha hecho muy rica, grandes caravanas llegan todos los años para vender o intercambiar sus mercancías, y un gran número de casas comerciales de todo el mundo tienen una delegación en la ciudad. Gracias a ello pudimos obtener una carta de crédito de nuestro banco, merced a la cual se nos admitió en la Makhaira, una posada de cuatro pisos cerca de una de las escaleras de subida. He de admitir que, tras varias semanas de viaje, un baño caliente me pareció uno de los placeres más grandes de esta vida.

Permanecimos en los barrios bajos de la ciudad durante un tiempo, recolectando información entre los mercaderes y viajeros que pululaban por ellos. Me interesaba especialmente conocer el estado de los pasos de montaña hacia las tierras altas. Hace veinte años no fueron muy fáciles, y ahora no tenía la temeridad de la juventud para atravesarlos. Por eso me alegró saber que la estación estaba siendo muy templada, con apenas algunas nevadas a principios del invierno, y días claros y sin viento en la mayoría de las regiones.

Mientras yo me preocupaba de la logística del viaje Pandora intentaba contactar con los funcionarios de la ciudad. Para poder atravesar los pasos debíamos tener un salvoconducto del Consejo, y eso no era fácil. Esos documentos te garantizaban víveres y repuestos en los diversos puestos que se alzaban en la ruta hacia China, y se cotizaban muy altos; algunas casas comerciales conservaban el suyo desde hacía siglos, en la caja fuerte de la sede central, mostrando copias solo cuando era necesario renovar los permisos parciales.

La mujer no había dejado de impresionarme durante el viaje. Desde la forma en que ‘contrató’ mis servicios, o cómo había resistido o solucionado los problemas que encontramos en el camino, bien fueran salteadores en las llanuras panonias o luchando contra los hijos de Briareo, el gigante de los cien brazos. Cada vez estaba más convencido de que, fuera lo que fuera que había perdido en las tierras altas, lo acabaría encontrando.

viernes, diciembre 09, 2011

Gota de lluvia

La tarde pasaba lentamente mientras el viento hacía bailar a las ramas de los sauces junto al canal. Juan estaba sentado en la terraza, mirando hacia los viñedos mientras escuchaba trajinar a María en la cocina, a través del ventanal abierto para que el frescor vespertino entrase en la casa.

Habían vuelto a discutir esa mañana, una discusión sin término, como últimamente estaban siendo sus pocas conversaciones. Juan no quería mudarse a la ciudad, donde María creía que habría mejores oportunidades de empleo para ella. A Juan no se le escapaban las verdaderas razones de su compañera: era una mujer inteligente, que se había ido a vivir al campo con él por un mal entendido sentido del amor, y que ahora se ahoga en el reducido círculo en el que se movían. Realmente no le amaba, pero se había sentido atraída por su aura de superioridad intelectual, por su progresismo en un mundo de derechas, por su antiguo compromiso revolucionario... Él se había sentido halagado, adulado por una mujer joven, bonita, muy diferente de las compañías que frecuentaba…

Pero el tiempo había puesto las cosas en su sitio. Ella había descubierto que del antiguo fuego revolucionario no quedaban más que unas pocas brasas, y él se había sentido atacado por su inteligencia y su mordacidad. Ambos, sin embargo, permanecían juntos para no reconocer su fracaso frente al resto de la sociedad, aunque eran perfectamente conscientes del mismo.

La vida se había convertido entonces en una seguidilla de reproches, discusiones, malas caras, etc., aunque para el resto del mundo seguían siendo la pareja modelo, dos almas gemelas con un mismo proyecto de vida.

Hacía meses que dormían separados.

jueves, diciembre 08, 2011

In pacem coelo (I)

Las hojas de castaños y abedules corrían por el parque, chocando con el padre Elías mientras caminaba cansinamente hacia la pequeña parroquia de San Mallan. Los bajos de su sotana barrían los restos del otoño, sus cortos pasos le llevaban hacia la entrada de la capilla donde ya le esperaba el grupo habitual de beatas, algunas ya con el rosario en la mano para ir adelantando tiempo mientras criticaban a medio pueblo. La llegada del cura rompió esas conversaciones, y tras unas pequeñas formalidades y saludos, el párroco abrió la puerta de la iglesia con una gran llave de hierro que llevaba colgando bajo la sotana. Las mujeres entraron en la nave, oscura y fría, y ocuparon los lugares habituales, luchando fieramente en silencio por conservar sus puestos.

El padre Elías entró en la sacristía, donde uno de los monaguillos ya tenía preparada el alba para la ceremonia, mientras el otro estaba sacando la casulla morada, que mostraba en algunas partes los muchos años de uso. Con algunos comentarios banales sobre el tiempo e instrucciones acerca del orden de la misa el sacerdote terminó de vestirse, entrando en la nave para comenzar el oficio.

Mientras comenzaba el rezo observaba a su parroquia, todas mujeres mayores, solo aquellas capaces de dejar el calor del hogar en aquella fría tarde para ir a la iglesia. Sabía que casi todas lo hacían únicamente para que se las viera y se comentara su fe, sus buenos sentimientos, aumentando así su reputación en el pueblo.

En esas estaba cuando observó cómo una persona rezagada entraba en el templo, dejando entrar un poco más del gélido aire serrano del que se colaba por los resquicios y agujeros del artesonado. Un hombre alto, cubierto con una capa larga y recia, que se santiguó y se arrodilló en uno de los últimos bancos, sin quitarse la capucha que cubría su cabeza. El padre Elías llevaba muchos años como párroco local, conocía a toda su feligresía, a muchos de los cuales había bautizado, confirmado, casado e incluso enterrado, y estaba seguro que el hombre no era del pueblo ni de sus alrededores.

Mientras celebraba la eucaristía pensaba en el extraño, y en el negocio que le podía traer a su pequeña ermita. El hombre permaneció en silencio, arrodillado y en actitud de rezo, durante toda la misa. Ni siquiera mostró el rostro cuando el padre levantó la hostia y procedió a la comunión con sus beatas; permaneció en la semipenumbra de los últimos bancos, incluso cuando terminó la ceremonia y las mujeres salieron en pequeños grupos, protegiéndose unas de otras del viento y del desconocido que no las miraba al salir.

El padre Elías se sentía más cansado de lo habitual, y tras quitarse las prendas sacerdotales con ayuda de los monaguillos y guardarlas en sus arcones, permaneció unos minutos en soledad en el interior de la vicaría, ordenando sus pensamientos y su corazón.

Finalmente salió a la nave principal, cerrando la puerta de la sacristía con su llave, siempre colgada de su cinturón. El extraño permanecía en actitud de rezo en el mismo lugar, aparentemente sin cambios y ajeno a su presencia. El sacerdote le observó durante unos instantes. Con sus pequeños pasos se acercó al forastero.

"Hijo, ¿puedo ayudarte en algo? El horario de confesión es por la mañana, pero puedo escucharte si lo necesitas."

domingo, diciembre 04, 2011

Donde el silencio es azul

Los viajeros cruzaron el cabo entre vientos y nieve, azotados por un vendaval que ya duraba días y que les había conducido a gran velocidad por los estrechos que unían el Mediterráneo y el Caspio. Pocos de los pasajeros se mantenían en pie para entonces, superados por el mareo y la enfermedad, refugiados bajo cubierta en camarotes calientes y atestados, mientras los marineros realizaban sus labores procurando pasar el mínimo tiempo posible en el exterior. Las nubes de tormenta cruzaban el cielo, dejando espacios por donde un frio sol intentaba dejar algo de luz en ese gélido mundo.

Dos figuras se distinguían sobre la cubierta principal, una junto a la otra, cerca del puente de señales. Una de ellas, una mujer, se apoyaba en la baranda de babor, observando intensamente la niebla que cubría el continente. El viento jugaba con su pelo dorado, aunque ella no parecía estar afectada por el intenso frío. La otra figura se cubría con un abrigo de piel de oso; el curtidor había dejado las garras del animal como broches para la capa, y las fuertes uñas le daban un aire fiero al personaje.

De pronto, una gran ráfaga de viento levantó la niebla al mismo tiempo que el sol conseguía una momentánea victoria sobre las nubes, abriendo un gran espacio luminoso en el momento en que la nave terminaba de sobrepasar el cabo. Las dos figuras se movieron hacia el borde de la cubierta, escudriñando la tierra en busca de su destino.

Al principio no pudieron ver nada, hasta que los jirones grises de bruma se levantaron por completo. Lo primero que vieron fue una costa inhóspita, llena de rocas y bajíos, un lugar en el que pocos barcos se atreverían a recalar. Conforme la neblina se elevaba los viajeros podían observar más terreno, siempre rocas cortadas a cuchillo por la erosión o el hielo, afilados dientes pétreos que recordaban el origen del canal. Un fugaz rayo de luz llamó la atención de las dos figuras. Provenía de una alta construcción, camuflada con el entorno por el color negro de sus piedras. Un destello luminoso surgía de la cima, un faro que alertaba a las embarcaciones de la cercanía de puerto y de la peligrosidad de la costa.

Finalmente el viento despejó las nubes bajas, aunque el sol volvió a quedar oculto por un manto gris y la costa se sumergió de nuevo en un mundo de vapor. Las montañas del Cáucaso eran ahora visibles, altas y escarpadas, inaccesibles a los mortales, con el hielo y la nieve como eternas coronas. Unas gigantescas paredes verticales destacaban sobre el paisaje. Tenían cientos de metros de altura, y la limpieza de sus líneas las delataban como producto de la mano del hombre. Colosales contrafuertes de piedra gris se sujetaban contra las paredes de roca, proporcionando soporte y protección para inmensas plataformas situadas a gran altura; una larga escalera zigzagueante se podía ver subiendo desde el mar de niebla que era la costa hasta los niveles inferiores de los muros, donde se adivinaban edificios, templos y construcciones de menor tamaño. A media altura se vislumbraban largas hileras de ventanas, rompiendo la monotonía de la pared. Allí donde acababa la verticalidad, en la cima de los contrafuertes, contra un cielo gris e igualando la altura de la cumbre cercana, se encontraba un inmenso conjunto de edificios, coronado por un gran templo en la cúspide de la montaña. 

Así era Kadath, la ciudad en el cielo, en la época de nuestra historia.