Veía la lluvia caer sobre el valle mientras tomaba una taza de café
humeante, asomado a la ventana del salón, escuchando el crepitar de los troncos
que había echado al fuego apenas unos momentos antes. Había reparado el tejado
justo a tiempo. Los últimos días de sol otoñal los había pasado limpiando el
desván, sacando a ratones de sus madrigueras y a palomas de sus nidos,
reemplazando tejas, maderas y recubrimientos podridos o rotos. Fueron días
extenuantes, de trabajo duro y honrado, hecho con las manos, como le gustaba,
aunque su espalda se lo negaba.
Las nubes de color acero corrían veloces sobre la montaña, manteniendo un
cielo oscuro y húmedo sobre el valle, en el que de vez en cuando se dejaban ver
fugaces unos jirones de azul, como jugando. Sabía que el agua que caía
fertilizaría el terreno de su jardín, haciendo que las cenizas de sus recuerdos
se mezclaran e integrarán con la tierra. Había plantado grupos de lavanda,
tomillo y otras hierbas, buscando el equilibrio entre las distintas floraciones
y sus necesidades de tener siempre alguna nota de color a la vista. Más
adelante pensaba comprar unos plantones de cerezo y manzano, y tal vez un
nogal, aunque dudaba sobre este último; tenía suficiente espacio, ¿pero tendría
suficiente vida?
Al limpiar el terreno había mantenido la higuera que crecía salvaje sobre
una de las esquinas del muro, quizás porque sus retorcidas ramas le recordaban un poco de su
pasado. Algunas tardes las había pasado observando sus vueltas y revueltas, las
hormigas subiendo por el tronco para arrancar las últimas mieles de los
pulgones, las marcas de su corteza que evidenciaban los embates del tiempo y
del abandono... Y sin embargo, crecía fuerte y sana a pesar de todo, con las
raíces buscando la vida en las profundidades y sus hojas anhelando el cielo.
Un estallido en el hogar le sacó del ensueño. La
madera de encina que había comprado al viejo del pueblo ardía bien y
proporcionaba un calor que su cuerpo agradecía. Volviendo la mirada hacia el
interior de la casa no pudo dejar de sentir un cierto orgullo. En apenas unas
semanas aquel viejo caserón se había convertido en un refugio a su gusto, con
muebles cómodos y agradables, algunos cuadros de amigos o comprados en sus viajes, recuerdos gratos esparcidos por todas partes. No obstante, aún sentía que quedaba mucho por hacer: tenía que
renovar parte de la estructura de los dormitorios, demasiado vieja para
aguantar el paso de las estaciones, construir una estantería para colocar sus libros, buscar un artesano
que le hiciera un baúl como siempre soñó y colocar el viejo escritorio en la
habitación que había preparado en el desván, bajo la claraboya que se había hecho
instalar y que le permitiría ver el cielo de verano mientras escribía.
Sí, todo parecía ir en orden. Y por eso sabía que no
duraría demasiado.
1 comentario:
No hay nada mejor que unas buenas raices de higuera para enmarcar unos propósitos tan anhelados.
Da gusto leerte cuando escribes así, del tirón...
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