Una vez finalizada la jornada un sobrino la recogía y la acompañaba hasta su casa, un modesto apartamento de menos de treinta metros
cuadrados, apenas un saloncito, una cocina americana y un baño. A ella no le
importaba, ‘menos para recordar’ solía decir sonriendo cuando alguien le
preguntaba. En el camino charlaban y se contaban mutuamente las anécdotas del día.
Después de cenar frugalmente, alimentar a su
querida mascota y limpiar los pocos cacharros que hubiera ensuciado en el día,
se sentaba en un viejo sillón cama, a oscuras, tapada con una manta de lana en
los días invernales, y comenzaba a recorrer el mundo. Bajo sus dedos febriles se
desplegaban en silencio planetas e imperios distantes, profundidades abisales y
las nubes más altas, cazaba cocodrilos recorriendo el Nilo, contemplaba los
atardeceres sobre las llanuras del Oeste americano, hablaba con los grandes
pensadores de todos los tiempos… Permanecía concentrada, con una sonrisa en su
rostro, mientras todo aquello que leía se proyectaba en su mente.
Por fin, después de un buen rato, se levantaba
en silencio y extendía el sofá, preparando su cama en apenas cuatro
movimientos. Poco después dormía tranquila, volando en sus sueños hasta el
amanecer…