Hoy me he sentado delante de mi viejo
portátil, con un vaso de whisky al lado, ese whisky que compré el verano pasado
en Andorra, y he comenzado a escribir sin pensar. Las teclas se movían muy
despacio al principio, como si le doliera al teclado en vez de a mi alma, hasta
que las palabras han comenzado a fluir más y más deprisa, al mismo tiempo que
el vaso se iba vaciando con regularidad.
Hemos (yo y la pantalla) hablado de muchas
cosas: de aquel verano inconfesable en Ibiza, de las noches de angustia pasadas
en el hospital, de los miedos que ni siquiera he contado a mí mismo, de esas
horas en las que me vence la tristeza, de ayer, hoy y mañana. Bueno, en
realidad he hablado yo. La pantalla del ordenador se ha limitado a poner negro
sobre blanco las ideas que han ido surgiendo de mi cabeza, a veces torpemente,
a veces aceleradas y muy claras. Han sido unas horas en las que he ido
desgranando todas las emociones que se acumularon en estos días, mientras la
tarde se convertía en noche y la música de piano llenaba esta habitación en la
que me encuentro.
Son estos momentos los que me permiten seguir
siendo cómo soy, aparentar que la vida no me afecta, que todo está bajo
control. En ocasiones incluso me han echado en cara que carezco de esas mismas
emociones que relato en esas líneas. No es fácil ser alguien como yo. No digo
que sea distinto a otras muchas personas, a fin de cuentas cada ser humano es
un mundo y he visto muchos mundos diferentes en mi vida. Escribir es para mí
como la confesión para el católico devoto, un acto de liberación de mis pecados
que me permite continuar con la vida normal, sin miedo a un infierno cada vez
más cercano, una forma de ponerme en paz con un dios en el que deje de creer
hace tantos años...
Los cubos de hielo ya han desaparecido en el
vaso, apenas queda licor en ellos y la noche que veo por mi ventana solo se ve
punteada por diminutos leds, destellos de las luces en las casas del valle o
faros de coches bajando por la carretera. El sol se ha puesto tras las montañas
y ya casi no las distingo, apenas perfiladas contra un horizonte cada vez más
oscuro. Vuelvo a mirar las palabras que me observan desde la pantalla del
portátil, hay un poco de mi sangre en ellas y bastante de mis lagrimas, esas
lágrimas que últimamente parecen querer salir con más facilidad que antaño. Me
hago viejo, sensible y sensiblero…
Un último trago, y con él el último trozo de
hielo que quedaba entra en mi boca. Lo saboreo durante un minuto mientras releo
parte de lo escrito. Inconexo, fútil, ardiente, dolorido, desesperanzado… Tomo
el ratón con mi mano y lo llevo hacia la esquina superior derecha de la
pantalla, hacia esa X que me ha estado llamando en los últimos minutos.
“¿Desea guardar los cambios efectuados en el
documento?”
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