miércoles, marzo 11, 2015

Silencio, brisa y cordura...

Hoy me he sentado delante de mi viejo portátil, con un vaso de whisky al lado, ese whisky que compré el verano pasado en Andorra, y he comenzado a escribir sin pensar. Las teclas se movían muy despacio al principio, como si le doliera al teclado en vez de a mi alma, hasta que las palabras han comenzado a fluir más y más deprisa, al mismo tiempo que el vaso se iba vaciando con regularidad.

Hemos (yo y la pantalla) hablado de muchas cosas: de aquel verano inconfesable en Ibiza, de las noches de angustia pasadas en el hospital, de los miedos que ni siquiera he contado a mí mismo, de esas horas en las que me vence la tristeza, de ayer, hoy y mañana. Bueno, en realidad he hablado yo. La pantalla del ordenador se ha limitado a poner negro sobre blanco las ideas que han ido surgiendo de mi cabeza, a veces torpemente, a veces aceleradas y muy claras. Han sido unas horas en las que he ido desgranando todas las emociones que se acumularon en estos días, mientras la tarde se convertía en noche y la música de piano llenaba esta habitación en la que me encuentro.

Son estos momentos los que me permiten seguir siendo cómo soy, aparentar que la vida no me afecta, que todo está bajo control. En ocasiones incluso me han echado en cara que carezco de esas mismas emociones que relato en esas líneas. No es fácil ser alguien como yo. No digo que sea distinto a otras muchas personas, a fin de cuentas cada ser humano es un mundo y he visto muchos mundos diferentes en mi vida. Escribir es para mí como la confesión para el católico devoto, un acto de liberación de mis pecados que me permite continuar con la vida normal, sin miedo a un infierno cada vez más cercano, una forma de ponerme en paz con un dios en el que deje de creer hace tantos años...

Los cubos de hielo ya han desaparecido en el vaso, apenas queda licor en ellos y la noche que veo por mi ventana solo se ve punteada por diminutos leds, destellos de las luces en las casas del valle o faros de coches bajando por la carretera. El sol se ha puesto tras las montañas y ya casi no las distingo, apenas perfiladas contra un horizonte cada vez más oscuro. Vuelvo a mirar las palabras que me observan desde la pantalla del portátil, hay un poco de mi sangre en ellas y bastante de mis lagrimas, esas lágrimas que últimamente parecen querer salir con más facilidad que antaño. Me hago viejo, sensible y sensiblero…
Un último trago, y con él el último trozo de hielo que quedaba entra en mi boca. Lo saboreo durante un minuto mientras releo parte de lo escrito. Inconexo, fútil, ardiente, dolorido, desesperanzado… Tomo el ratón con mi mano y lo llevo hacia la esquina superior derecha de la pantalla, hacia esa X que me ha estado llamando en los últimos minutos.

“¿Desea guardar los cambios efectuados en el documento?”

"No."

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