Había estado cerca.
Después de que se corazón se serenase, tras llorar de nuevo la pérdida de
Alicia, se secó la frente, borrando el rastro de las lágrimas en su cara, y
cogió la red para asegurar su captura. Evitaba mirar a la nereida, con la
superstición de todos los pescadores, mientras la rodeaba con el tejido fuerte
y elástico que la mantendría sujeta hasta que llegaran a puerto.
La luna descendía sobre el
mar. Era hora de regresar, y el viejo pescador tomó los remos y comenzó a bogar
hacia tierra firme, con ritmo lento, pero fuerte y mantenido, acercando la
barca al continente en cada esfuerzo. Su presa se encontraba a proa, semioculta
en la oscuridad, apenas podía ver algún reflejo tornasolado cuando los rayos
lunares incidían en sus escamas. Si se concentraba, podría adivinar los ojos
que seguramente le observaban, los había visto otras veces: unos ojos cuyo iris
cambiaba según la profundidad en la que se encontraba la sirena, de un azul
intenso como el cielo bajo el mediodía de los trópicos a un verde mar semejante
al del océano lleno de vida…
Para cuando llegó a puerto
las estrellas ya habían desaparecido ante la luz de la aurora, y el muelle
hervía con los movimientos de los pesqueros y el trasvase de las capturas. Respondiendo
cansinamente a los saludos de otros compañeros, remó un poco más para llegar a
un pequeño embarcadero algo alejado del muelle principal, en el que ató la
barca a un amarradero de hierro viejo mediante un cabo desde la popa al mismo
tiempo que dejó caer un ancla por la proa. Una vez estabilizado, tapó a la
sirena con una lona y se la echó al hombro para transportarla hasta su casa.