Llega el
momento en que algo en tu interior se rompe, tú lo sabes bien, y a mí me llegó
aquella tarde en la arboleda. Estábamos sentados en un banco del parque, tú
leyendo el periódico mientras yo me calentaba al sol de febrero, los ojos
cerrados, mi mente vagando. Y de repente, al abrir los ojos y verte ahí, a mi
lado, un hombre cuarentón, gris, amable sí, pero sin ninguna chispa, me
pregunté qué demonios hacía con mi vida, y a dónde iba contigo.
Me lo
notaste enseguida, al girar la cabeza para mirarme. “¿Estas bien?” preguntaste,
sin mucho interés, lo sé. “Nada, no me pasa nada. La luz del sol me ha
deslumbrado”, respondí, y volviste a tu lectura, tranquilizado.
Pasaron
los meses, y esa pequeña semilla de desazón que germinó aquel día no dejaba de
crecer, alimentada por todas aquellas cosas que iba redescubriendo o en las que
no me había fijado hasta ahora; tal vez no me hubieran importado antes, pero mi
nueva yo se había vuelto intolerante, muy intolerante. Me desagradaba verte
caminar en calzoncillos por la casa, tu falta de interés por mi día cotidiano,
ese aire ausente que siempre tenías en las comidas; detestaba las tardes de
paseo por el parque, ese “salir a tomar el aire” que tanto te satisfacía;
incluso llegué a sentir asco algunas mañanas al despertar a tu lado y ver lo
gris que era la casa en la que vivía.
Al
principio traté de no hacer caso a estos sentimientos, de achacarlos al cambio
de tiempo, a mis hormonas, a un cansancio inexistente, a… Tantas cosas intenté
sin resultado. Luego, una tarde de otoño llegaste a casa con la noticia de que
tenías que viajar unos días, que estarías fuera por necesidades de trabajo, un
cliente en no sé dónde. “Por fin”, pensé, “unos días para mí”, y te ayudé a
preparar la maleta, la ropa, los útiles del baño, los papeles. Te acompañé a la
estación, y mientras veía como el tren se alejaba sentía mi cuerpo más y más
ligero.
Volví caminando, saboreando una libertad que creía reencontrada, entré
en casa y preparé una pequeña maleta con cuatro cosas. Había decidido vivir
esos días en una pequeña pensión del centro, no quería estar en casa, no quería
sentir el polvo, la opresión que me embargaba en algunas habitaciones. Al salir
me vi reflejada en el espejo de la entrada: una mujer joven, con el rostro
arrebatado, las mejillas encendidas, los ojos brillantes y la expresión de
alguien que saborea el aire marino por primera vez.