Una corriente de aire furioso agitaba su pelo,
podía sentir cómo se levantaba su escaso flequillo y el aire le tiraba de cada
uno de sus cabellos, ese viento frío y juguetón que le ponía mechones tapando
sus ojos o que tiraba de su cabeza casi con delicadeza.
El muchacho estaba feliz. Le gustaban mucho
esos días de ventolera, sobre todo cuando podía disfrutarlos a solas, como ocurría
esta vez. Una tromba del noreste recorría el pueblo, un vendaval que había
espantado a todos los parroquianos, yendo de la mano de aguanieve y bajas
temperaturas. El chico estaba convenientemente abrigado, llevaba un grueso
jersey de lana de color marrón que le había tejido su madre, un jersey de
cuello doble que con los años iría adelgazando como si pudiera compensar el
aumento de kilos de su portador. Una parka
de recia tela completaba su abrigo, abierta por delante para que los remolinos
jugaran con ella como si fuera parte del cuerpo infantil, creando alas para su
imaginación desbocada...
Recorría el niño las calles en dirección a la casa de
su abuelo, apenas consciente del frío que reinaba en ellas. Sólo tenía
pensamientos para el ventarrón, para ese viento amigo que le hacía volar en las
noches más alegres, para ese ligero compañero que en esas ocasiones le permitía
ver el mundo desde arriba, evitando que la soledad se adueñara de él.
Pasó el tiempo y ese niño creció, aumentó su
perímetro y su altura, pero su alma no estiró su volumen de la misma manera,
siendo incapaz de llenar todo el cuerpo, como esos trajes de una talla mayor
que nuestras madres nos compraban para que sirvieran durante muchos años. Por
eso la voluntad del chico, a veces, no llegaba a todas partes: así, cuando
estaba en su cabeza los pies permanecían en automático, llevando al muchacho
por el pueblo sin rumbo.
Habían pasado los años pero aún gustaba de
esos días de ventolera, con el aire corriendo por entre las calles, aullando
por las rendijas, provocando que los vecinos se encerraran, jugando con las
hojas del olmo de la plaza, con los papeles que huían para encontrarse con los
pájaros allá en lo alto…
Aquella semana las previsiones del tiempo
habían sido muy claras: se acercaba una gran galerna, con lluvias torrenciales
y rachas de aire que podían llegar a categoría de huracán, restos de un ciclón tropical
de los que llegaban a esas tierras muy de vez en vez. Esa tarde el muchacho, ya
hombre, salió de su casa con un viejo abrigo negro y un paraguas desvencijado,
camino de la parroquia donde ayudaba al clérigo en las misas. Por el camino el
aire comenzó a tentarle, a jugar con él, volteando su paraguas, haciendo que el
pelo de la nuca se le levantase, a empujarle a la carrera en la calle Ancha, a
intentar colarse por debajo de su abrigo… Las ventoleras, repentinas y muy
fuertes, le iban guiando hacia las afueras del pueblo, hacia el inicio de la
carretera. No podía rechazar la invitación del viento…