lunes, noviembre 14, 2011

Camino al viento del sur

Desperté con un terrible dolor de cabeza y la boca seca como la arena del desierto. La luz del sol se filtraba a través del techo, en lo que parecía ser una pequeña choza, y uno de los rayos me daba directamente en los ojos. Mis escasas pertenencias se encontraban en un rincón, incluso mi rifle. Con un gigantesco zumbido en mis oídos intenté levantarme para caer de nuevo contra el suelo. Algo no iba bien. No soy un hombre que busque los placeres de la bebida con frecuencia, pero cuento en mi haber con algunas borracheras a consignar, y siempre me había levantado al día siguiente con el paso firme y la cabeza pulsando.

A gatas, de una manera muy poco elegante, me acerqué a mi mochila y busqué entre sus numerosos bolsillos algo para calmar el dolor de mis sienes, así como unas gafas de sol que me permitieran salir al exterior sin que me estallara el cerebro. Así pertrechado, y a cuatro patas, me dirigí hacia la puerta de la cabaña, decidido a enfrentarme al mundo.

El mundo se encontraba frente a mí, a apenas cinco metros de distancia, con su cabellera rubia ondulando al viento y sus torneados brazos sujetando un gran leño. Tardé unos momentos en acostumbrar la vista a la claridad del día, y entonces me di cuenta del por qué no conseguía ponerme en pie: el suelo se movía. Nos encontrábamos en una barca, unos troncos de madera atados de forma firme y en cuyo extremo se había construido un techo de mimbre que yo había confundido por una cabaña. Al otro lado estaba Pandora, gobernando la balsa mientras cruzábamos una zona de corrientes rápidas, las responsables de mi postura infantil.

“Buenos días, dormilón”, me gritó desde su posición, alegre y radiante a la luz del sol. Mi respuesta, que no merece ser transcrita en estas páginas, le arrancó una tremenda carcajada. “No me decías lo mismo anoche, eso seguro”.

“¿Qué me has hecho mujer?”, grité, aunque me arrepentí inmediatamente, al sentir los tambores en mi cráneo.

“Nada, tú te ofreciste a ayudarme, y aquí estamos”.

Tal vez fuese la brisa fresca del río, o la sangre que comenzaba a circular por mi cerebro, pero iba recordando retazos de los días anteriores: su seductora sonrisa en mi habitación del hostal, la noche de sexo apasionado que le siguió, mi promesa de ayudarla en su viaje a las tierras altas, la compra de víveres y la balsa, el río…

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