“Llegaron los años y se fueron posando uno
tras otro, hasta que comenzaron a hacer una gran pila, y el número de sus días
fue ciento…”
Ese párrafo siempre le hacía sonreír, con una
mezcla de tristeza e ironía, nunca había entendido esa forma de hablar: “y el
número de sus días fue ciento…” Y sin embargo le gustaba tanto cómo sonaba, los
recuerdos que parecían levantarse en su memoria…
El libro había estado con él desde que se lo
regalaron en su primera comunión, un presente inusual de unos padres orgullosos
de que su hijo pasara más tiempo leyendo que jugando a la pelota. Había sido el
primer libro que había podido escoger, entre los volúmenes que la librería del
barrio tenía en el escaparate; luego llegaron otros muchos, bastantes más
fueron prestados de bibliotecas, su casa tenía miles de ejemplares en todos los
tamaños y estados.
Sin embargo, ese primer libro siempre tenía un
significado especial. Si acariciaba sus cubiertas podía ver a su madre acompañándole
a comprarlo, pagar un dinero que no escaseaba por algo que ella no entendía; la
oía hablar con amistades y familiares de su gran afición a la lectura… Sólo
ahora entendía su orgullo, los hijos estudiosos, que saldrían del campo, que no
trabajarían de sol a sol, que tendrían un futuro mejor…
Ahora, cuando el número de sus días no era
ciento sino decenas de miles, el hombre se sentó a la puerta de su casa, en una
vieja mecedora de mimbre que había pertenecido a su abuelo y que rescató cuando
compró la antigua casa ancestral. El sol de la tarde ya no daba directamente,
pero las piedras de la fachada aún conservaban gran parte del calor recibido durante
el día y atemperaban el ambiente del soportal. Su gato ya estaba echado sobre
su piedra favorita, esa laja de pizarra que había elegido para pasar las
tardes, junto a su dueño. Sacó las gafas de leer del estuche (cómo se deteriora
uno, pensó) y abrió el gastado volumen, leyendo en voz alta como le había
recomendado el médico, para que su memoria no flaqueara…