Estudió cuidadosamente su rostro bajo la luz
mortecina de aquel cuarto de baño tan conocido. Los ojos, antaño vivaces y
grandes, se habían achicado y perdido brillo, como lámparas que no se han
frotado durante eones. En su frente aparecían grandes surcos (“son de decisión”
diría ella) que sólo se hacían invisibles ahora mediante grandes movimientos
musculares. Poco quedaba ya de aquel pelo negro cuervo que tan orgulloso lucía
en su mocedad; grandes zonas grises cubrían su cabeza, con la plata luchando y
ganando frente a la noche. En aquellas pocas áreas en las que aún había cierto
predominio oscuro se podían adivinar las bajas entre las filas pilosas,
producto de la edad y el cansancio de su cuerpo.
Tomo la brocha de su lugar en el armario del
baño y la puso a remojar en un tazón de porcelana que tenía para esos
menesteres. Mientras el pelo de la brocha se empapaba en agua revolvió el
armario para encontrar su barra de jabón y la funda de cuero rojo en la que
guardaba su navaja de afeitar, un arma española de punta redonda, con un
hermoso mango de ébano natural y grabados de oro en el lomo y la espiga. Al
abrirla le volvieron los recuerdos de aquel primer día en el que su padre, su
abuelo y su tío le hicieron el regalo de sus primeros útiles de afeitado. La
navaja era obsequio de su abuelo, y la primera vez la abrió con admiración y
respeto por su afilado filo; su padre le había entregado la brocha que ahora
estrujaba en el lavabo, una pieza inglesa de pelo de tejón negro y madera
noble, mientras que su tío, como siempre, sólo le dio consejos…
Afeitarse se había convertido con los años en
el único momento del día que tenía para él solo, y mientras frotaba la brocha
húmeda contra el jabón para formar una pequeña capa de espuma en el utensilio
repasaba mentalmente las tareas previstas para el día: las relacionadas con el
trabajo mientras se enjabonaba la mejilla derecha, las relacionadas con la
familia al enjabonar la mejilla izquierda, las que eran cosas suyas al
humedecer la barba de su cuello…
Estirando el asentador colgado de un clavo en
la pared comenzó a suavizar el filo de la navaja, deslizándola suavemente con
el lomo hacia delante dejando atrás el lado cortante, como siempre había hecho.
Recordaba las explicaciones de su padre sobre el método correcto de mantener
una navaja barbera, y las había seguido al pie de la letra todos estos años.
Sus hijos aún le miraban con admiración, al verle pasar la hoja de acero por su
cara y consiguiendo un afeitado aun más apurado que el que ellos obtenían con
las modernas maquinillas. Le gustaba afeitarse a la manera clásica, a la manera
en que había visto a su padre y a su abuelo, y estos a los suyos.
Aquellos ojos cansados que viera al mirarse en
el espejo le seguían observando mientras la barba del día iba siendo rasurada
con precisión. Sin embargo, aquella mañana no podía evitar observar otros
detalles que le habían pasado desapercibidos: pequeñas manchas de color que ya
no podían ser producto del sol, una flacidez evidente en la piel del cuello,
una dermis un poco menos firme que lo habitual… Los años se iban amontonando en
su casillero, cada vez más y más, y eso su cuerpo lo estaba notando. Y él
también.
“¿Quién eres tú, viejo, y qué has hecho de mi
juventud?” preguntó mirándose fijamente en el espejo.