La tarde se desvanece mientras el sol se va
ocultando entre las brumas de la montaña. A esta hora del día me gusta sentarme
en la terraza, observando cómo las sombras van tomando posesión del valle, ver
como lentamente los colores luchan contra la oscuridad y desaparecen con las
horas. Una de las razones por las que elegí pasar mis últimos años en estas
tierras es la policromía del paisaje, cómo el ocre del desierto da paso al azul
del río y a los distintos marrones y verdes de las montañas que protegen el
horizonte.
Mientras veo acercarse la noche recuerdo otros
atardeceres, otras vigilias. Ya soy un anciano, mi vida llega a su fin, lo he
sabido desde hace años y no tengo miedo. He recorrido el mundo y conocido
gentes que para otros son leyendas, he sentido el abrazo de los dioses y el
aliento de la muerte en varias ocasiones. He matado, casi siempre para no ser
muerto por otras manos, y no me arrepiento.
Un leve ruido en la alcoba. Ella duerme, su
cuerpo desnudo sobre la cama a pesar del frescor del atardecer. La observo
respirar calmada, sus sueños tranquilos, o eso quiero creer. Ya hace dos años
que está en mi casa, que calienta mis pobres huesos por las noches, unos huesos
que ya no pueden generar calor por sí mismos… Desde mi asiento casi puedo sentir
su perfume, una mezcla de jazmín y arena, de agua y hierba fresca, algo
indefinido que llegó a embriagarme alguna vez. Ya no. Mi mente puede que
todavía piense en los placeres de la vida, pero mi cuerpo sólo pide descanso…
Un último rayo de sol aparece entre las nubes,
la despedida del astro hasta el día siguiente. La luz juguetea con su piel,
crea sombras e ilumina rincones ocultos. Mi cerebro convierte esas imágenes en
recuerdos, en otra piel, otras sombras, un cabello dorado al viento, una risa
contagiosa, unas manos suaves y frías…
Cuando enjuago las lágrimas de mis ojos el sol
ya se ha ido, y la habitación se encuentra de nuevo en penumbra. El cuerpo de
Atelis parece brillar encima de la cama, y la luz que emerge de sus ojos me
dice que me observa, que conoce de mi pena y mis dolores y que ha sido enviada
para mitigarlos. Su sonrisa me llama, haciendo que mis debilitadas piernas se
acerquen al lecho, donde ella me abraza y reconforta hasta que el sueño me
acoge en su seno…
Se me ha conocido por muchos nombres, pero
ella me llamaba Perseo y esta es nuestra historia.
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