El sol de la tarde caía sobre los campos,
resaltando los colores al tiempo que proporcionaba una tibieza que su espalda
agradecía. Ya había pasado la hora más calurosa del día y los chiquillos del
barrio habían empezado a asaltar los sembrados de trigo aún verde, formando
extraños caminos al aplastar las mieses. Desde el camino no era posible ver a
esos grupos de muchachos y muchachas, enfrascados en quién sabe qué labores,
escondidos entre los cultivos, pero el caminante sabía que existían, él había
hecho lo mismo en esos cultivos cuando había sido más joven. Paseaba despacio,
disfrutando de la sinfonía de sentidos: colores, olores, movimientos, el roce
de una ligera brisa en la piel…
El verde de los trigales se rompía aquí y allí
por gotas de sangre vegetal, amapolas que erguían la cabeza como para destacar
en la alfombra de cereal. El paso de los intrusos dejaba notas de un verde más
apagado, tanto más cuanto mayor fuese el tiempo pasado desde que los tallos se
quebraron. Vistos desde un altozano, esos surcos podrían parecer corrientes en
el mar de trigo que era la llanura.
Señalando la frontera entre los cultivos y el
camino había un pequeño mundo de color: margaritas y manzanillas desplegaban
sus banderas blancas y amarillas, atrayendo a multitud de insectos que las
pintaban de motas negras; arvejas y malvas ponían los toques de azul, mientras que
otras pequeñas flores, apenas visibles a ras de suelo, parecían pequeñas
estrellas rosas sobre el cielo de tierra. Algunos de los chicuelos se
encontraban agachados al borde del camino, arrancando con cuidado las flores de
malva para chupar la gota de rocío que quedaba en ellas, con su sabor dulzón…
Mientras dejaba que su mano acariciase las
puntas de los tallos de trigo al pasar, el viajero sonrió recordando haber hecho
lo mismo en su infancia, transcurrida no muy lejos de esas tierras. En aquellos
tiempos los niños también se escondían en los sembrados, jugando a juegos
prohibidos que ahora le parecían inocentes: los primeros descubrimientos del
otro sexo, la exploración y las preguntas, el primer beso, las tardes mirando
las nubes desde un castillo vegetal…
“¿Alguna novedad?” preguntó el doctor mirando
el monitor. En él aparecía un hombre, con una camisa de fuerza y encerrado en
una habitación de paredes acolchadas, mirando fijamente hacia el frente.
“No, doctor, el paciente sigue en el mismo
estado desde hace días: sin respuesta a los estímulos y con la mirada perdida.
Bueno, quizás sí; hace un momento me ha parecido verle sonreír…”
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