sábado, febrero 25, 2012

Canción de almendras (II)

No había cambiado en todos estos años. Alto y delgado, cercano a los dos metros de músculo y fibra, ocultos en un rico traje de dos piezas, que ya era antiguo cuando lo conocí en mi primera visita a la ciudad, se levantó con una de sus sonrisas, que igual podían ser cordiales como mortales. El pelo, negro azabache, largo y descuidado de una forma muy estudiada, hacía que la atención del oponente se centrara en su rostro, hacia sus ojos, de un azul tremendamente pálido, que le daban un aire mágico y extraño a la vez.

Habían pasado veinte años desde la última vez que nos vimos, pero la fuerza de su brazo no había menguada nada, ni tampoco su forma de ser. Sin preámbulos, sin ningún tipo de formalidad, entramos directamente en el motivo de mi visita. Quería su consejo acerca de nuestro próximo viaje. En estas circunstancias, su “consejo” equivalía a su permiso. Yo sabía que nadie podría llegar a las tierras altas sin que Rimak lo supiera y estuviera de acuerdo; en los últimos años se había convertido en una especie de guardián para aquellas tribus, con las que mantenía un lucrativo negocio de polvos e instrumentos de poder, que le convertían en el principal, si no único, interlocutor de cualquier mago que se preciase de serlo.

Me hizo muchas preguntas, a las que contesté lo más sinceramente que pude; no tenía sentido engañarle, ya que intuía que tenía muchas de las respuestas. Como esperaba, la mayoría se referían a mi compañera: su origen, su destino, sus hechos y hazañas… Hablamos mucho aquella tarde, y al final de la misma yo tenía en mis manos un cristal de Osarizawa, grabado con su sello y misteriosos pictogramas, que me aseguraba el paso libre hasta el otro lado del continente si fuera necesario. Ninguna banda de ladrones, salteadores de caminos o funcionarios gubernamentales se atrevería contra este cristal. Nunca le dije a Pandora qué había prometido a cambio…

No hay comentarios: