El resto del día pasaba rápido en la
pequeña casa de pescador. Siempre había redes que remendar, agujeros que tapar
y brear, pasto que cortar, pescado que limpiar y disponer para el invierno,
reparaciones en el tejado y en las ropas... Cuando el sol comenzaba a descender
el hombre dejaba sus quehaceres y se preparaba para la pesca. El pequeño bote
siempre estaba listo, con sus aparejos y provisiones, atado a una roca en una
cala cercana. Hacía mucho que pescaba, siempre lo había hecho solo y
seguramente moriría haciéndolo, era su sino. Era el suyo un oficio que
comenzaba a desaparecer, pocos eran los que aún salían con la luna al mar,
llevando luciérnagas en un bote de cristal para que iluminasen su rumbo en el océano
de plata.
Una vez se echaba al mar remaba
cansinamente, pero con la eficacia del que lleva años haciendo lo mismo, hasta
que se detenía en medio de la bahía, donde las corrientes eran más fuertes y el
olor a sal y conchas era más intenso. Allí colgaba su fanal de insectos, que le
daban una luz algo más precisa que la luna, y arrojaba el cebo, extrayendo un
hermoso recuerdo de su mente y atándole al hilo de seda de araña de su caña;
los mejores señuelos eran aquellos que tenían amor y paz, imágenes de una vida
anterior...
Mientras esperaba encendía una vieja
pipa de madera, hecha con la raíz de un brezo blanco de monte, a la que cargaba
con un poco del tabaco que le dejaban los contrabandistas a cambio de pasar por
su caleta. Así, fumando, pensando en tiempos pasados, en días olvidados, y
viendo cómo las olas se levantaban y caían pasaba el rato hasta que la luna
comenzaba su descenso. En ocasiones no atrapaba nada, la pesca se estaba
volviendo más difícil con los años y pocos ejemplares se conseguían ahora, esas
malditas factorías que ensuciaban el mar...
Pero esa noche el tintineo de la
campana, una pequeña campana de plata de sonido limpio y puro atada al sedal,
le despertó de su ensueño. Con cuidado, para que las ondas que hacía al moverse
no espantaran a la presa, cogió el hilo de seda y esperó. Esperó, y cuando ya
pensaba que había sido en vano la campana volvió a sonar, más fuerte, más
seguido, anunciando la llegada del botín. Poco a poco fue recogiendo el hilo,
procurando no hacer movimientos bruscos; debía atraer al animal hasta cerca de
la superficie, dónde podría atraparlo con la red.
Con suaves tirones, movimientos casi
imperceptibles, sus manos fueron recogiendo el sedal sin perder la pieza. De
vez en cuando el tilíntilín le avisaba de que el premio seguía ahí, acercándose
al cebo, tocándolo, listo para agarrarlo... Ya se podía ver su silueta bajo el
agua, la larga cola inconfundible perdiéndose debajo del bote en sus idas y
venidas, jugando con el anzuelo y deseando retenerlo.
Con mucho cuidado el viejo pescador movió
su mano y tomó el arpón de hueso con la red en su interior, y esperó el momento
oportuno. Podía ver el cebo flotando a escasos centímetros de la superficie, y
al pequeño animal dando vueltas a su alrededor, retozando, intentando atraparlo
y...
Con un movimiento brusco y fulminante,
fruto de los años de práctica, el hombre lanzó el arpón. Su ingenioso mecanismo
hizo que las redes se extendieran en el aire antes de tocar el agua, y la
fuerza del lanzamiento las arrastró hacia la presa, inmovilizada por la
sorpresa. Con un giro de la mano derecha las redes se cerraron sobre el animal;
un fuerte tirón de la mano izquierda hizo que el arpón regresara a su dueño, y
que las redes comenzarán a subir. La luna y las estrellas observaron como el
pescador luchaba para conseguir meter a su captura en el bote sin caer él mismo
al agua.
Tras muchos esfuerzos lo consiguió. En
el suelo de su barca se podía ver ahora un revoltijo de redes, algas, rayos de
luna, agua.... Después de recuperar el primer aliento se puso a buscar el cebo,
el recuerdo extraído de su mente. A veces los sedales se rompían y las evocaciones
que pendían de ellos se perdían, por eso ya ninguno de los jóvenes del puerto
quería aprender el oficio. No, ahí estaba, reluciente a la luz de la noche. Al tomarlo
notó que otra mano lo tenía firmemente agarrado. Una mano pequeña y delicada,
apenas invisible contra su enorme y callosa mano de pescador, Los ojos
inquisitivos de una niña, morena, de rostro pleno y piel blanca como las
perlas, atrapada entre las redes de luna y sal, le observaban mientras agarraba
ese trozo de su memoria.
La conocía. Por un momento estuvo a
punto de soltar el recuerdo, golpeado por un espasmo de su viejo corazón.
Estaba igual que aquella mañana en el dormitorio, cuándo le preguntó por qué...
Tiró bruscamente. La
criatura perdió el asidero y soltó el cebo, que el pescador volvió colocar en
su sitio. Ya no estaba la niña. En su lugar la luna iluminaba el cuerpo de una
joven sirena, de verdes y relucientes escamas. Los ojos adaptados a ver las
maravillas del mar ahora estaban fijos en el hombre que le privaba de libertad,
en su cara tostada y curtida por la vida. Ella, que había surcado las
profundidades y visto arder el agua estaba fascinada por el prodigio de que
manara agua de los ojos de ese humano...