miércoles, agosto 28, 2013

Arena

Cansado y viejo. Así se sentía el hombre al despertar todas las mañanas. Al abrir los ojos veía a su gato, que vigilaba para que saliera sano y salvo del mundo de los sueños. Era curioso su gato. Un macho negro con escamas blancas en pecho y patas que había aparecido un día por su jardín y que se había instalado, casi sin darse cuenta, en su casa y en su vida. A veces tenía la sensación de que le observaba. En ocasiones había creído ver en sus ojos verdegrises un destello de inteligencia, de sabiduría y de pena, cuando le veía sentado leyendo el periódico o cuando pasaba el rato en la ventana observando el mundo...

Los viejos dolores también regresaban a su cuerpo cada día, como si dejaran sus músculos y huesos durante la noche para ir a otros órganos y otras vidas: la rodilla tiesa y fría, a la que le costaba arrancar y que crujía como un gastado travesaño en un barco; los músculos de las piernas, agarrotados y duros como balastos, a los que tenía que masajear unos minutos antes de que pudieran soportar su peso; los pulmones, que le daban la alborada con un espasmo que obligaba a su dueño a despertar sobresaltado los más de los días...

Llegaba a la cocina renqueando, sin ganas, casi sin fuerzas, mientras su gato le seguía con la mirada, tumbado sobre el taburete, las manos cruzadas bajo el pecho, viendo cómo el hombre ponía la gastada tetera al fuego y sacaba los útiles de comer: pan recién hecho que le traía el hijo del panadero todas las mañanas, mantequilla y queso de los prados del norte, café portugués y azúcar de caña que le llegaban del contrabando, y una copita de licor de cerezas de su propia cosecha. Gracias a ese combustible, su agostado organismo se ponía en marcha y comenzaba a ronronear como un bien aceitado motor, permitiéndole comenzar las faenas diarias.

Después de dar de comer al gato algunos restos de sardinas y un poco de leche fresca, lo primero era revisar las redes puestas a remojar en la noche. El rocío mañanero las lavaba y dejaba sin restos de olor a seres humanos, y el tibio sol de la mañana las secaba y dejaba listas para su uso, fuertes y ligeras. La seda y la sal que formaban sus líneas relucían con la luz matinal, y el viejo las recogía con cuidado, liando poco a poco el pequeño paquete en el arpón de hueso de caballo que tan bien le había servido. Una vez cerradas, las redes no abultaban más que el puño de un niño, pero podían extenderse mucho cuando eran lanzadas.

Si el tiempo lo permitía, al hombre le gustaba caminar hasta el acantilado antes de comer, atravesando los prados verdes y frescos. El viento marino le decía muchas cosas a esas horas del día: hacía dónde se dirigía el agua de las mareas, qué peces venían en la corriente, si las gaviotas le acompañarían en la pesca o no... El olor a algas le refrescaba la cabeza, la vista del horizonte le relajaba los ojos, pareciera que el salitre que se iba acumulando en su ropa y en su cuerpo le dieran fuerza especial, nueva energía para vivir. Cuando la mañana había sido dolorosa, perdía la mirada en aquel infinito azul; a veces, sus recuerdos le hacían ver no las olas sino un pequeño sendero que subía a una montaña, de pinos oscuros y cielos claros, imagen que desaparecía cuando se limpiaba las lágrimas...


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