La piscina del pueblo no era más que un hoyo
rectangular, excavado a la orilla del río y con sus paredes recubiertas de
cemento, que el ayuntamiento había construido en el lugar en que el camino al
otro valle cruzaba la corriente, porque allí era dónde había espacio y tenía
mejor comunicación con el pueblo. El agua llegaba a través de una gran manguera
de plástico situada unos metros corriente arriba, cubierta de piedras y con un
rudimentario filtro, apenas una malla de plástico que evitaba que peces y
piedras entraran en ella. Durante la mayor parte del año la piscina permanecía vacía;
a veces las lluvias del invierno y primavera la dejaban con unos centímetros de
agua que se volvía verde y llena de vida. A comienzos del verano unos operarios
del ayuntamiento la vaciaban, con unos grandes cepillos limpiaban las paredes y
suelo del verdín acumulado y luego dejaban que se llenara con el agua del río,
para que los muchachos del pueblo, y sobre todo los que veníamos a veranear, tuviéramos
un lugar donde refrescarnos.
Yo no iba mucho. Quedaba un poco lejos y
siempre estaba llena de familias con niños, bocadillos, bebidas, gritos, calor…
En aquella época me llamaban más la atención las frescas sombras de los
pinares, el aroma de los helechos en la orilla o buscar el oro de los
ranúnculos asomando entre el verde de la vegetación. Muchas tardes salía a
pasear por el monte, recorriendo viejos caminos, llegando a zonas de las que
hablaban los abuelos y tíos. Era joven y mis ojos se llenaban de todo y todo lo
querían ver: los altos riscos que coronaban el valle, las gotas que emanaban de
los viejos chaparros, el búho haciendo la siesta en la rama del alcornoque...
Me encantaba descubrir a los pajarillos recorriendo los árboles y arbustos
después de haber reconocido su canto: carboneros, chochines, petirrojos, pitos,
incluso el ulular de las lechuzas al caer la tarde…
A veces, de vuelta a casa, me detenía en la
piscina. Ya no estaban las familias, se habían ido para llegar con sol al
pueblo, el camino era empinado y largo. Las sombras cubrían el espejo de agua,
aunque aún quedaran un par de horas de luz. Si la tarde había sido calurosa me
quitaba la ropa y me daba un baño, un último momento de soledad antes de volver
a la civilización. Me gustaba la sensación del agua fresca sobre mi piel
desnuda, parecía que todo aumentaba, que todo era más nítido: los sonidos del
río fluyendo a escasos metros, el aire sobre los castaños, el cielo azul sobre
mi cabeza flotante…
Todo acababa. En algún momento salía y me
secaba en las piedras, calientes de recibir el sol durante varias horas, antes
de volver a vestirme y recorrer el camino de vuelta a casa, donde me esperaba
mi madre con la cena.
Ya no está la vieja piscina. Ahora hay una más
nueva y moderna, más cerca del pueblo, más lejos del río, con un chiringuito
para que las familias no tengan que llevarse el bocadillo ni la bebida. Los
viejos caminos que recorrían ahora están asfaltados, o preparados para los camiones
que recogen las castañas y las cerezas. Hace mucho que no los recorro, hace
mucho que no voy por mi pueblo, pero a veces, cuando menos lo espero, aparece
en mis sueños ese cielo azul pálido que anunciaba la noche de miles de estrellas,
sobre mi cabeza flotante…
2 comentarios:
Precioso como relatas y compartes sensaciones que quizás hayan formado parte de tu vida en alguna ocasión...
Ahora llegan las Perseidas, quizás deberías volver de nuevo allí.
Las estrellas que yo veía ya no existen...
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