La casa estaba fría y oscura. Nadie había
vuelto a ir desde el funeral, y el polvo comenzaba a acumularse sobre los
estantes y los viejos trabajos de madera del abuelo. Yo no había podido ir a su
funeral por razones de trabajo y ahora me acercaba a su casa con la intención
de despedirme de él, a mi manera.
Mi tía me había dejado la llave, una de esas
grandes llaves de hierro de las viejas casonas. “Puedes estar todo el tiempo
que quieras”, me había dicho y yo planeaba tomarle la palabra. Aún no se había
procedido al reparto de las cosas que había dentro de la casa, mis tías y tíos
estaban esperando a que todos los hijos se reunieran en las próximas fiestas
del pueblo, no había prisa. Mi abuelo ya había dejado todos sus asuntos en
orden hace muchos años, cuando murió mi abuela, y todos los hermanos sabían qué
pertenecía a cada uno.
Yo era el nieto primero, y, en consideración a
mis largos viajes y extraños hábitos de trabajo, me habían dejado elegir entre
las muchas cosas de mi abuelo. No había querido nada. Me parecía una costumbre
tan bárbara esa de repartir las pertenencias del muerto que, educada y
firmemente, les había agradecido y rechazado el ofrecimiento. “Ya tengo muchos
recuerdos con él”, les había dicho.
Todo eso resonaba en mi memoria mientras subía
por las escaleras de madera de roble hasta el primer piso, mis pasos crujiendo
sobre las antiguas vigas, provocando ecos sobre las vacías habitaciones. Mis
recuerdos me llevaron por toda la casa, mis dedos dejaron marcas sobre el polvo
de aquellos sitios que recordaba tan bien: el arcón donde se guardaba el pan
recién hecho en el horno aún tenía ese olor tan familiar, a harina y a leña
vieja, a humo y tahona; la habitación en la que pasaba los veranos, con su cama
de hierro forjado y el colchón de lana, tan blandito y cálido; la despensa, con
sus enormes tinajas hundidas en la tierra, donde aún se veía el brillo del
aceite de la última cosecha; el balcón, donde mi abuela pasaba las tardes de
invierno viendo a la gente pasar por la calle mientras sus huesos se calentaban
con el sol poniente…
El despacho de mi abuelo siempre fue un lugar
mágico en mi infancia. Tantos libros, tantos colores, como aquel inmenso atlas que
tenía todos los países dibujados para que mi imaginación los poblara de seres y
batallas, tirado sobre el suelo y moviendo tropas con un dedo. Ahora estaba
tranquilo y oscuro. Me senté en su sillón, detrás de la gran mesa de caoba que
fue su lugar de trabajo durante tantos años, sintiendo su presencia en las
formas y huecos que tenía. Sobre la mesa seguían sus cosas: una lupa, un
cajoncito con folios en blanco para escribir, la vieja escribanía de plata que
le regalaron a mi abuelo al jubilarse, ahora un poco gris por falta de cuidados,
un antiguo secante para sus firmas con pluma y tinta, un marco de madera vacío…
Viendo ese marco mi mente regresó a aquella
tarde en que, después de estar enredando un buen rato por la habitación, mi
mirada infantil se fijó en aquellas cuatro tablas de madera. Ya había visto en
otros sitios que la gente mayor tenía esos extraños cuadrados encima de las
mesas o de las repisas, pero todos los que había visto hasta ahora tenían una
fotografía o un dibujo dentro del cuadrado (incluso había algunos con mi imagen
en casa). Pero el que estaba en la mesa del abuelo no tenía nada, como pudo
comprobar mi manita al pasar por el espacio vacío.
“Abuelo, ¿por qué no tienes nada aquí?” le
pregunté. Él me miró sonriendo, se quitó las gafas y me levantó del suelo para
ponerme en sus rodillas. “Ah, pero el caso es que sí tiene, este es un marco
mágico, ¿sabes? Si me fijo bien, puedo ver a tu abuela como la vi la primera
vez que nos conocimos, con aquel vestido rojo tan bonito. O puedo ver a mis
padres el día de nuestra boda, tan orgullosos y emocionados que casi parecían
ellos los novios. Otras veces veo a tu madre, pequeña y frágil, corriendo por
esta misma habitación como lo haces tú, o sentada con tu abuela en aquel rincón
cosiendo. Puedo ver a tu tío Modesto antes de irse a hacer el servicio, tan
marcial con aquel uniforme. Y cuando no estás aquí, te puedo ver en ese marco tan
pequeño y desvalido como me pareciste al entrar en mi casa por primera vez.”
Yo miraba y miraba, y lo único que podía ver
era la puerta del despacho a través del marco de madera. “Abuelo, no me
engañes. No es mágico, no se ve nada.” Él volvía a sonreír, me bajaba al suelo
y, tomándome de la mano, me llevaba con mi madre a tomar la merienda.
Ahora miró ese viejo y deslustrado recuadro y
sé que mi abuelo tenía razón. Le veo a él, con su traje negro de sus últimos
años, paseando con su bastón y la boina que nunca se quitaba. Puedo contemplar su
expresión cuando regresé del extranjero por vez primera, sus lágrimas de
orgullo y satisfacción. No solo eso. Veo a mis padres esperándome a la salida
del colegio, a mi hermana correr delante de mí en los prados del norte, a
Rebeca sonriéndome una mañana al despertar en nuestra cama…
El tren traquetea llevándome de vuelta a la
ciudad. Sentado al lado de la ventana veo pasar los campos y dehesas de mi
juventud. En mi maleta, envuelto entre periódicos para protegerlo, el marco
mágico de mi abuelo, y con él, mi niñez y mi vida entera…