He tomado la costumbre de salir al balcón por
las noches, antes de acostarme y cerrar el día. Con una copa de vino o un
cigarrillo abro las ventanas y me asomo por la baranda, sintiendo como me
envuelve la noche. Es tarde, me he acostumbrado a hacer largas las anochecidas
ya que mi sueño es ligero y sobresaltado. No hay luces, mi terraza se asoma
sobre una parte del pueblo que no tiene farolas a la vista, solo algunas bombillas
se estremecen en invierno, y algunas ventanas se perfilan en la oscuridad del
verano. Apenas unos conos amarillos destacan contra el fondo de las casas apagadas…
Es mi momento, los instantes en los que dejo
que me cerebro descanse, que sea dominado por los sentidos sin elaborar
sensaciones ni crear pensamientos conscientes. Observo las estrellas perfilarse
contra las montañas, oscuro azabache contra un mar de perlas; la luna pasea
entre ellas, haciendo que palidezcan y desaparezcan ante su brillo. Un búho ulula
a lo lejos, llamando a su pareja a volver al nido mientras escucho el sonido
del viento en los pinares de la umbría. Una polilla despistada se acerca a la
brasa fugaz de mi cigarrillo, para desaparecer después, confundida y en busca
de otras luces más poderosas.
El vino y el tabaco saben mejor en esos
instantes, pareciera que todos mis sentidos se agudizan y que fuera capaz de
reconocer el mundo con ellos: bayas de otoño y madera en mi copa, sol y tierra
en mi mano, el frescor del vidrio contra la suavidad del papel de fumar, el
peso menguante del vaso contra el calor del pequeño sol que me consume…
Son apenas unos minutos, tal vez ni siquiera
eso, un instante que me refresca, que me calma y tranquiliza, dejando que los
fantasmas y preocupaciones se aposenten en mi mente, quietos y sesteando para
cuando el nuevo sol me despierte de mi sueño, para volver a empezar ese ciclo
eterno de vida y muerte, de arena y nieve, de niebla y lluvia, en que se han
convertido mis días.
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