En aquella época yo pasaba por una mala racha
y tenía mucho tiempo libre, demasiado en realidad, así que la mayoría de las
tardes recogía mi abrigo y me iba a pasear por el casco antiguo de mi ciudad.
Aquellas largas caminatas sin rumbo ni destino me permitían no pensar en mi
situación y al mismo tiempo me despejaban la cabeza.
No recuerdo cómo llegué aquel día al puerto.
De un instante para otro me encontré rodeado de los olores de algas, diesel, madera
en descomposición, herrumbre... Nuestros pescadores comenzaban a aparecer en el
embarcadero en el momento en que yo llegaba a la entrada del muelle; me entretuve
un momento en observar la descarga del fruto de su jornada, en ver cómo la
plata viva del mar entraba entre cajones de sal e hielo en la lonja, pero
pronto mis pasos y mis cavilaciones me llevaron a zonas más alejadas y de menos
bullicio.
Tiene nuestra rada un gran espigón de cemento
y piedras, construido después de la guerra, con la idea de aumentar la
seguridad de los buques frente a la mar brava y conseguir que más barcos
entraran en él, aumentando la actividad del lugar. Al final, sin embargo, sólo se
consiguió que el muelle fuera mayor y que las embarcaciones locales dispusieran
de mejores amarres, además de enriquecer a los proveedores de piedra y hormigón
elegidos para la obra. El ayuntamiento puso alumbrado público y algunos bancos
de hierro forjado en la cresta, formando una zona agradable de paseo y un
mirador muy concurrido en los días buenos.
En uno de esos bancos me encontré ese día a
Antón. Antón era un viejo marinero, una de esas personas que parece que han
nacido entre salitre y gaviotas, con la piel morena por el aire y los ojos de
ese azul que ves en las zonas poco profundas, casi de cristal. Siempre estaba
mirando hacia el horizonte, como intentando adivinar qué barco sería el primero
en asomar su trinqueta por encima de la línea. Ese día estaba sentado en el
último banco del espigón, el más cercano a la entrada de la cala, como si
quisiera meterse un poquito más en el mar.
Yo no me acerqué mucho. Mi humor esos días no
era el más adecuado para compartir con otros seres humanos, ni parecía que Antón
se hubiera dado cuenta de mi presencia, siempre con la vista fija en la
distancia, perdido en sus pensamientos… Me detuve a unos pocos pasos y yo
también miré hacia la lejanía, dejando que mis ojos se enfocaran en el infinito
mientras mis pulmones se llenaban de aire marino, de sal y azul…
No aguanté mucho tanta ventilación en mis alvéolos
y saqué un cigarrillo. Al darme la vuelta para proteger la brasa del mechero
del viento me di cuenta que Antón me miraba, con una sonrisa amable en la cara,
apoyadas las manos en el bastón. Le saludé y me acerqué para ofrecerle un
cigarrillo, que me aceptó complacido. Nos sentamos juntos durante un buen rato,
dejando que el humo formara una pantalla entre nosotros y el mundo. Es extraño
como une el tabaco a los hombres, como dos extraños se pueden sentir cerca
mientras se queman esas fibras vegetales, que generan una especie de complicidad
entre los dos, como si absorber los mismos químicos creara una cierta
hermandad.
Ya no recuerdo quién de los dos comenzó a
hablar, ni por cuánto tiempo lo estuvimos haciendo. Cuando el sol ya se
acercaba a darse su baño vespertino nos dimos cuenta de que se nos había
acabado el tabaco, que era tarde, que yo tenía que recoger unos mandados y
Antón tenía que volver a casa de su hija, con quien vivía. Caminamos despacio,
tranquilos mientras se encendían las luces del espigón, y al llegar a la
entrada del muelle nos despedimos, quedando para el día siguiente. “Sí, nos
vemos mañana” le dije al alejarme hacía mis menesteres.
Al día siguiente lo volví a encontrar,
sentado en el mismo banco, con la mirada de nuevo perdida en la línea del cielo
y el mar, inconsciente de mi presencia hasta que encendí el primer cigarrillo y
me senté a su lado, ofreciéndole papel y picadura de nuevo.
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