sábado, febrero 07, 2015

Los flecos del aire

En aquella época yo pasaba por una mala racha y tenía mucho tiempo libre, demasiado en realidad, así que la mayoría de las tardes recogía mi abrigo y me iba a pasear por el casco antiguo de mi ciudad. Aquellas largas caminatas sin rumbo ni destino me permitían no pensar en mi situación y al mismo tiempo me despejaban la cabeza.

No recuerdo cómo llegué aquel día al puerto. De un instante para otro me encontré rodeado de los olores de algas, diesel, madera en descomposición, herrumbre... Nuestros pescadores comenzaban a aparecer en el embarcadero en el momento en que yo llegaba a la entrada del muelle; me entretuve un momento en observar la descarga del fruto de su jornada, en ver cómo la plata viva del mar entraba entre cajones de sal e hielo en la lonja, pero pronto mis pasos y mis cavilaciones me llevaron a zonas más alejadas y de menos bullicio.

Tiene nuestra rada un gran espigón de cemento y piedras, construido después de la guerra, con la idea de aumentar la seguridad de los buques frente a la mar brava y conseguir que más barcos entraran en él, aumentando la actividad del lugar. Al final, sin embargo, sólo se consiguió que el muelle fuera mayor y que las embarcaciones locales dispusieran de mejores amarres, además de enriquecer a los proveedores de piedra y hormigón elegidos para la obra. El ayuntamiento puso alumbrado público y algunos bancos de hierro forjado en la cresta, formando una zona agradable de paseo y un mirador muy concurrido en los días buenos.

En uno de esos bancos me encontré ese día a Antón. Antón era un viejo marinero, una de esas personas que parece que han nacido entre salitre y gaviotas, con la piel morena por el aire y los ojos de ese azul que ves en las zonas poco profundas, casi de cristal. Siempre estaba mirando hacia el horizonte, como intentando adivinar qué barco sería el primero en asomar su trinqueta por encima de la línea. Ese día estaba sentado en el último banco del espigón, el más cercano a la entrada de la cala, como si quisiera meterse un poquito más en el mar.

Yo no me acerqué mucho. Mi humor esos días no era el más adecuado para compartir con otros seres humanos, ni parecía que Antón se hubiera dado cuenta de mi presencia, siempre con la vista fija en la distancia, perdido en sus pensamientos… Me detuve a unos pocos pasos y yo también miré hacia la lejanía, dejando que mis ojos se enfocaran en el infinito mientras mis pulmones se llenaban de aire marino, de sal y azul…

No aguanté mucho tanta ventilación en mis alvéolos y saqué un cigarrillo. Al darme la vuelta para proteger la brasa del mechero del viento me di cuenta que Antón me miraba, con una sonrisa amable en la cara, apoyadas las manos en el bastón. Le saludé y me acerqué para ofrecerle un cigarrillo, que me aceptó complacido. Nos sentamos juntos durante un buen rato, dejando que el humo formara una pantalla entre nosotros y el mundo. Es extraño como une el tabaco a los hombres, como dos extraños se pueden sentir cerca mientras se queman esas fibras vegetales, que generan una especie de complicidad entre los dos, como si absorber los mismos químicos creara una cierta hermandad.

Ya no recuerdo quién de los dos comenzó a hablar, ni por cuánto tiempo lo estuvimos haciendo. Cuando el sol ya se acercaba a darse su baño vespertino nos dimos cuenta de que se nos había acabado el tabaco, que era tarde, que yo tenía que recoger unos mandados y Antón tenía que volver a casa de su hija, con quien vivía. Caminamos despacio, tranquilos mientras se encendían las luces del espigón, y al llegar a la entrada del muelle nos despedimos, quedando para el día siguiente. “Sí, nos vemos mañana” le dije al alejarme hacía mis menesteres.

Al día siguiente lo volví a encontrar, sentado en el mismo banco, con la mirada de nuevo perdida en la línea del cielo y el mar, inconsciente de mi presencia hasta que encendí el primer cigarrillo y me senté a su lado, ofreciéndole papel y picadura de nuevo.

Durante las siguientes jornadas mis pasos se encaminaron casi invariablemente hacia el puerto, pasando de largo la lonja y los amarres y acercándome hacia los bancos del espigón, en los que me esperaba Antón, siempre sentado en uno de los bancos de hierro, siempre mirando a lo lejos, siempre callado hasta que el humo nos hacía hablar. Y hablamos de muchas cosas. Él me contó de su vida de marinero, sesenta años en la mar, primero como aprendiz en el barco de su padre, luego como marinero mercante durante la guerra, muchos años viajando por el mundo hasta regresar a su lugar natal, encontrar acomodo en un barco pesquero y en los brazos de una hembra. Pasó sus años yendo del cálido abrazo de su mujer y sus hijos al abrazo salado y húmedo del mar y sus frutos, peleando para sacar a los peces de su regazo y llevarlos a la lonja, primero como tripulante, luego como capitán en su propio barco hasta que los huesos no le dejaron seguir. Ya hacía dos años que se había mudado con su hija a esta ciudad, después de quedarse solo tras morir su mujer, pero llevaba tanta agua salada en sus venas que todos los días se acercaba hasta el espigón, para poder sentirla cerca, para poder olerla y recibir en su cara su saludo salado, las gotas que le llegaban de las olas rompiendo en las rocas eran las lagrimas que vertía el mar por no poder estar con él, lágrimas que enmascaraban las de él, por no poder estar con ella…


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