sábado, diciembre 11, 2010

Dejando al corazón volar

Los años pasaron por Algerna lentos y tranquilos, mientras Lumia crecía y se convertía en mujer. Internada durante el año escolar en un centro para señoritas de la capital de la provincia, acostumbraba a pasar los veranos en casa de sus abuelos, haciendo la vida apacible y serena que hacían las niñas de su edad: conversaciones con las amigas a la salida de misa de doce, siestas durante las horas centrales del día, bien durmiendo en su cama en el piso noble de la casa, o bien cosiendo y hablando con la abuela en la fresca terraza del piso superior. Durante las tardes, como todas las muchachas de Algerna, paseaba arriba y abajo por la carretera, los primeros años con alguna tía o prima mayor, que hacía de carabina para evitar que los muchachos pudieran intentar algo indecente.

Aquel era el primer año en el que el grupo de amigas paseaban solas, haciendo la carretera mientras cuchicheaban y hablaban de sus cosas: de los vestidos que tenían o habían visto, de los temas candentes del pueblo, de los próximos bailes, de la romería y, por supuesto, de los chicos que las seguían a varios pasos, o las esperaban a las afueras del pueblo, lejos de las miradas indiscretas de padres y tutores.

Lumia se había convertido en una bonita joven, con un hermoso pelo castaño y un rostro agradable, donde destacaban unos ojos negros y una sonrisa que iluminaba su cara. No era la más hermosa del pueblo, pero no se encontraba fea cuando se miraba al espejo, y eso era todo lo que necesitaba. Las huellas del accidente y de la muerte de sus padres ya estaban profundamente enterradas, y solo de vez en cuando una expresión de tristeza se asomaba a sus ojos, cuando algo le recordaba a sus padres.

Ese verano conoció a Franco, un muchacho italiano, moreno, de ojos negros y piel bronceada por el sol, que estaba pasando el verano en el campamento juvenil que los hermanos teresianos tenían junto al río, en la Tejeda. No debían haberse conocido, puesto que los chicos no subían al pueblo y los curas controlaban las visitas en el campamento, pero el día de su llegada el autobús de los chicos se rompió al entrar en el pueblo, y los campistas tuvieron que recorrer los últimos kilómetros a pie, y coincidieron con las muchachas durante su paseo vespertino.

Notas y mensajes cruzaron el camino entre el campamento y Algerna, gracias a Gertrudis, cuya madre trabajaba en la cocina del campamento, y a los pocos días un grupo de chicos se escabullía por el monte para llegar a un punto predeterminado en la carretera, donde apareció un grupo de muchachas al poco tiempo. Esos encuentros furtivos se repitieron todo el verano, aunque el grupo se fue desmembrando hasta que cada pareja tuvo su propio ritmo y lugar.

Franco y Lumia gustaban de un grupo de rocas de granito, en un prado mirando al valle entre dos bosquecillos de pinos, con un hueco que les protegía de miradas indiscretas; las rocas estaban calientes por el sol de la tarde, y ese calor les dio la excusa perfecta para iniciar el juego. Besos, torpes caricias y promesas de amor eterno se sucedieron en ese escondrijo, hasta que el mes de septiembre llegó, con su olor a vino, higos y manzanas, y el final del campamento.

La tarde anterior se despidieron con lágrimas y besos, regalándose objetos que demostraban su amor eterno: Franco le regaló una pequeña copa tallada en madera, en la que había estado trabajando todo el verano, y Lumia un pañuelo con sus iniciales bordadas por ella misma, que Franco usó para enjugar sus lágrimas cuando se despidieron hasta el año próximo, aunque ellos no sabían que no volverían a verse.

Unos meses más tarde, mientras los dos adolescentes endulzaban el olvido con el fuego y la pasión de la juventud, un grupo de operarios llegó a Algerna. Durante varias semanas estuvieron arreglando la vieja casona, reparando agujeros en el techo, paredes podridas, ventanas torcidas, instalando una nueva fontanería más moderna…

Se fueron como habían llegado, en silencio, y con la explosión de flores en los cerezos de la majada llegó el hombre y se instaló en su casa.

1 comentario:

Candas dijo...

"Tapa dura"...