martes, diciembre 07, 2010

Todos los muertos están bajo tierra

Todas las casas antiguas tienen su respiración, y la mía no era una excepción. Corrientes de aire, que entraban y salían por recovecos en muros y techos, crujidos nocturnos, cuando las viejas maderas se enfriaban y se preparaban para pasar la noche, espejos que reflejaban los rayos de sol de formas extrañas engañando a mis ojos, todo el repertorio de ruidos y luces se podía encontrar en mi casa.

La compré hace unos años, cuando ya no podía soportar más en la gran ciudad y necesitaba un lugar tranquilo y alejado. La había visto en un catálogo de una inmobiliaria especializada en casas de campo, y me había gustado su ubicación, y sobre todo su precio, muy por debajo de lo que se suele pagar por estas casas. Efecto de la crisis, pensé. Sin embargo, me costó muy poco decidirme cuando la pude recorrer por primera vez a solas, mientras el corredor terminaba unos asuntos con los guardeses.

De estilo castellano popular, con recias vigas de roble y suelos de barro cocido, la planta noble estaba dominada por una escalera de madera, que cubría una despensa bajo sus peldaños. Este detalle, que me recordó a la casa de mis abuelos, junto con el buen estado de conservación y el bajo precio, me hicieron decidirme en la primera visita.

En la primera planta, dando al oeste sobre un hermoso prado y un bosquecillo de tejos, había una pequeña habitación con una ventana que inmediatamente se convirtió en mi despacho y sala de lectura. Con una antigua mesa de trabajo rescatada de un chatarrero y restaurada por mi, la habitación se convirtió en mi lugar preferido, trabajando sobre mis libros y dejando descansar ocasionalmente la vista sobre el verde prado.

Sin embargo, tenía una peculiaridad: su puerta se abría y cerraba sola. Las primeras veces no le di ninguna importancia, acostumbrado como estaba ya a la respiración de la casa, y achacando el fenómeno a corrientes de aire o a que la había cerrado mal. Una noche de verano todo cambió. El cielo presagiaba tormenta, y yo había subido a mi despacho con un buen montón de folios mecanografiados y un vaso de whisky; mi intención era repasar gran parte de lo escrito en el último mes, y, consciente de las rachas de aire huracanado que precedían a la tormenta, cerré concienzudamente la puerta de la habitación, para evitar sobresaltos. Recuerdo claramente haberlo hecho.

Pasaron varias horas, y yo estaba enfrascado en un pasaje dificil cuándo escuché claramente el clik de la puerta al abrirse. Algo había tirado del pestillo y la había abierto. Mi primer pensamiento fue de fastidio, por no haber cerrado bien la puerta. Me levanté y fui a cerrarla. Pero a dos pasos de ella, la puerta se cerró. Suavemente, como si alguien se hubiera equivocado y no quisiera molestar. Me paré en seco. Aún estaba en esa posición, intentando asimilar lo ocurrido, cuando vi claramente como bajaba el pestillo y la puerta se abría de nuevo lentamente. Un escalofrío recorrió mi espalda, los pelos de mis brazos se erizaron como tocados por una corriente eléctrica, y una inquietante sensación de hormigueo se instaló en mi nuca.

Sabía positivamente que estaba solo en la casa. La penumbra que rodeaba el dintel no era lo suficientemente intensa como para que alguien se estuviera escondiendo en ella, y sin embargo, yo notaba una presencia, una mirada desde más allá de la puerta. El sonido del viento en los huecos de la casa producía silbidos y susurros, como si alguien intentara comunicarse conmigo. Con cierto temor, tengo que reconocerlo, gire la manilla y cerré de nuevo la puerta.

1 comentario:

Candas dijo...

Hoy el desayuno ha sido largo, con mucha fruta, muchos dulces y un café fuerte. Llovia fuera. Me acordé de ti.