lunes, junio 13, 2011

Deseo el aire que te rodea

“¿Y esa cicatriz?”, preguntó, mientras pasaba sus dedos sobre una herida antigua, en su espalda, para seguir después su contorno con los labios.

“¿Esa? Me la hizo un oso”, respondió él, tumbado de espaldas sobre la cama.

“¿Un oso?”, dijo, y con la sorpresa separó los labios de su piel.
“Sí, me estaba tirando a su compañera y no le gustó mucho.”

Mientras escuchaba estaba admirando la herida, imaginando la lucha entre su amado y el plantígrado cuando por el rabillo del ojo le vio, burlón y con esa sonrisa que siempre ponía cuando le tomaba el pelo.

“¡Pero serás… tonto!” dijo, mientras le empujaba con fuerza, haciendo que rodara por la cama, al mismo tiempo que se daba la vuelta, dándole la espalda y cruzando los brazos.

“Ven aquí”, dijo él, aún riendo, acercándose decidido, acariciando sus brazos al mismo tiempo que le besaba dulcemente la nuca. Sabía que no podía resistirse a esa caricia, y efectivamente, a los pocos minutos estaban besándose de nuevo, haciendo una danza con sus cuerpos que ya duraba varios días.

A la mañana siguiente salieron hacia el muelle. Dentro del paquete vacacional que habían contratado tenían un paseo por barco por algunas de las miles de islas que bordeaban la costa, una de las más afamadas del Adriático, con paradas en algunos de los lugares más hermosos de la zona. Mientras él le ayudaba a acomodarse en el viejo catamarán, Danny pensaba en lo maravillosas que estaban resultando estas vacaciones. Las habían planeado durante meses, luchando para hacer coincidir sus periodos de descanso y al mismo tiempo encontrar una oferta que les gustase a los dos. Habían coincidido casi al instante, cuando la ejecutiva de la agencia de viajes les había mostrado el folleto: sol, playa, cultura y varios días en un hotel de ensueño, todo por un precio bastante acomodado. No lo dudaron y se inscribieron enseguida.

No lo habían lamentado. Desde el primer momento todo había sido perfecto. Les habían asignado una habitación enorme, con un saloncito y gran baño, además de uno de los cuartos más grandes que recordaba haber visto: una gran cama con sabanas blancas y suaves, un pequeño vestidor y una zona de trabajo, con una mesa y un par de sillones, en los que habían tirado las maletas mientras probaban la cama, que fue de su entera satisfacción.

Durante los días siguientes habían pasado varias horas en la playa privada del hotel, una pequeña caleta con una arena finísima y blanca, en la que había muy poca gente. Era temporada baja, y apenas alguna que otra pareja como ellos y un par de familias con niños permanecían en el hotel. Varias veces habían tenido la playa para ellos solos, y había aprovechado para que su magnífico cuerpo se asoleara mientras él nadaba o se tumbaba a su lado.

Eran sus primeras vacaciones juntos, y no habían pasado el suficiente tiempo como pareja para que su deseo de estar uno junto al otro se hubiera diluido o desvanecido. Aprovechaban casi cualquier oportunidad para besarse, para acariciarse, bien fuera paseando por el casco antiguo del pueblo vecino, en el mar, a cubierto de  miradas indiscretas tras unas rocas, en los pasillos y ascensores del hotel…

La tripulación del pequeño catamarán soltó amarras, con ellos como los únicos pasajeros. El capitán del barco, haciendo una pequeña concesión, les permitió ir sobre la red que unía los dos cascos de la embarcación. El viaje fue casi como si volaran sobre el agua, a poca distancia de ellos, y sin nada más que una fuerte y ligera malla plástica. Visitaron antiguos monasterios, viejas ruinas que el sol y el abandono estaban destruyendo, cuevas de aguas transparentes y turquesas, formaciones geológicas de nombres evocadores como la Cabeza de la Medusa, o la Cueva de Teseo... Y en todo momento no se soltaron de la mano excepto para subir y bajar del barco, o tomarse fotos el uno al otro.

Volvieron al puerto ya con el sol sacando los colores al cielo, cansados, alegres y con un montón de recuerdos en la tarjeta de memoria de su cámara fotográfica. Tras despedirse del amable capitán y su tripulación, se dirigieron al hotel, abrazados por la cintura, mientras las luces del pueblo se iban encendiendo. La brisa marina les traía olores de frituras y voces distantes, un rumor que apenas entraba en la burbuja que se habían fabricado, un mundo propio que se habían ido construyendo a lo largo de meses de relación y convivencia, y en el que ambos se mostraban sin tapujos, sin defensas, el uno al otro.

“Te quiero, Daniel”

“Te quiero, Tomás”

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