domingo, junio 26, 2011

Dije cosas sin sentido...

“Lo siento, no se puede operar.”
Las palabras cayeron sobre Marcos como un ladrillazo. Sentado en la consulta del oncólogo, con el abrigo en el asiento de al lado, había escuchado su sentencia de muerte con serena tranquilidad. Ya lo esperaba; las semanas anteriores habían estado llenas de duras pruebas y dolor, y la esperanza había ido desapareciendo con cada parte del cuerpo que le extraían.
El doctor aún le dio algunas falsas ilusiones, pero Marcos ya no le escuchaba. Se levantó cansinamente, y tras un protocolario “Gracias” al médico se dirigió a la salida. En la sala de espera permanecían dos o tres personas. En todas ellas vio el miedo reflejado cuando le vieron salir: “¿me tocará a mi también?” era la pregunta no hecha en sus caras.

Encendió un cigarrillo en el ascenso (qué más daba ahora) y aspiró el humo del tabaco con delectación, incluso agradeciendo el acceso de tos que le sobrevino casi al momento. En la calle hacia frio, se subió las solapas del abrigo y se dirigió hacia la boca de metro más cercana. Estaba llegando a la misma, cuando un impulso repentino le hizo seguir adelante, caminando por la Gran Vía en dirección a Alcalá sin un propósito definido, solo seguir caminando mientras su cuerpo pudiera.

Su mente estaba divagando, pensando en lo que el doctor le había dicho y en sus implicaciones. Era un hombre solo, no tenía familia cercana que le llorase o incluso una amiga o amante que le echase de menos. Por no tener, ni siquiera tomaba el desayuno en el mismo bar siempre. Nadie le recordaría, nadie pensaría en él el día de mañana…

Torció en la red de San Luis, bajando por la calle Montera. Las prostitutas le llamaban desde los soportales, pero Marcos no las oía. Recordaba otros momentos en esa misma calle, con sus compañeros de pensión mientras estudiaba, burlándose de las meretrices, o alquilando los servicios de alguna, cuando el dinero les llegaba para tales lujos. ¡Qué inocente era entonces! Encerrado en su cuarto estudiando día y noche para las oposiciones, intentando cumplir el último deseo de su madre moribunda, mientras los días pasaban y las estaciones discurrían por Madrid.

Siguió por la calle Mayor, cruzándose con muchos grupos de turistas, que iban a la plaza mayor o a alguno de los bares y tablaos de la zona. A Marcos le hubiera gustado viajar con Ana. La conoció en la notaría, a poco de incorporarse; era una hermosa joven de pelo rubio y ojos azules, de mirar alegre y risa rápida, con la que congenió enseguida. Tenían planes de casarse, de irse a vivir a Barcelona, de abrir un despacho de abogados y hacer una vida juntos. Una mañana no apareció por la oficina, ni respondió a las llamadas que hizo a su casa. Nunca supo qué había sido de ella, aunque tras denunciar su desaparición a la policía le llegó poco después una notificación indicando que había sido una “desaparición voluntaria”; nadie en comisaria supo darle razón o explicación de esa nota, pero el caso se archivó.

Frente a la Plaza de la Villa paró un momento a pedir fuego a un transeúnte. Ese cigarrillo ya no le quemó tanto como el primero, ayudándole a seguir el camino. La tarde ya se iba cerrando sobre Madrid, y las primeras luces se encendían ya cuando llegó a la calle Bailen. A su derecha se veían las farolas de la plaza de Oriente, y los grupos de turistas rezagados que iban subiendo a los autobuses o haciendo las últimas fotos al Palacio. Marcos giró hacia la izquierda, yendo por la acera del Gobierno Militar.

Los últimos años los había pasado como un hombre corriente, trabajando, saliendo de vez en cuando con los amigos, acudiendo a las profesionales para solventar sus deseos ocasionales, pagando sus impuestos… Hasta que comenzaron los dolores. Pronto los médicos le empezaron a hacer pruebas y más pruebas, incapaces de encontrar la razón de sus pérdidas de memoria, de su sed inacabable, de sus cambios de humor. Finalmente, un médico privado le soltó la bomba: cáncer, con metástasis en el cerebro y pulmones…

Desde entonces había recorrido clínicas y consultas, buscando una cura para su mal, mientras este se extendía y se apoderaba de su cuerpo. Cruzando sobre la calle Segovia le asaltó un recuerdo de su juventud: una vieja canción tocada por un hombrecillo en un viejo piano, que escuchó en una de las tabernas que se encontraban debajo de él.

Marcos se acercó al parapeto del Viaducto. Tenía lágrimas en los ojos. En su mente veía de nuevo a ese hombre, tocando con rabia y dulzura las teclas del piano, tocando una canción olvidada, una canción que tarareaba mientras caía al vacío…

1 comentario:

Candas dijo...

Te conozco Marcos.
Me he paseado con mi bolígrafo por tu juventud, y ahora que te veo envejecer, que sé de tu sufrimiento, lloro contigo...
Ya ves, no estás tan solo como piensas.

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