jueves, septiembre 01, 2011

En el corazón de mis noches sin fin

La nieve había comenzado a caer durante la noche, y cuando Maribel se levantó ya cubría los tejados del pueblo con una capa blanca y uniforme, sobre la que se podían ver las pequeñas huellas de los gatos, y el humo de las chimeneas como cortos hilos blancos en la lejanía. El pueblo aparecía velado por la niebla, gris y húmeda, que llenaba todo el valle, impidiendo distinguir detalles más allá del roble que crecía en la esquina.

La noche había sido fría y Maribel se había despertado acurrucada bajo las mantas y el cobertor de lana que le había prestado su madre (el viejo “pollo” que su abuela había usado durante tantos años). A pesar de que no le apetecía levantarse, se obligó a salir del calor del lecho y dirigirse hacia la palangana que había en uno de los rincones de la habitación.

Cuando era pequeña le había encantado ese viejo sistema, una palangana de cerámica con una jarra de agua, dispuestos sobre un mueble de madera con un pequeño espejo oval, con una toalla y un pequeño hueco para el jabón. Durante muchos veranos de su infancia su primer deseo al llegar a la vieja casona, donde pasaría las semanas en compañía de primos y demás familiares, era "lavarse como la abuela". Con la modernidad, la casa tuvo agua corriente, y pusieron un cuarto de baño en la planta baja. Pero la abuela le había permitido conservar el antiguo mueble en su habitación, y todas las mañanas se lavaba la cara con el agua fresca que conservaba el gastado jarrón de latón.

El agua estaba muy fría esa mañana, y Maribel se lavó con rapidez, buscando a tientas la toalla en el colgador mientras sentía el picor del jabón en sus ojos. Cuando consiguió quitarse el escozor y el frio que había dejado el agua sobre su rostro, volvió a observar a la extraña que le devolvía la mirada.

Hoy no conocía a la persona del espejo. Tenía los ojos hinchados, el pelo enredado, una expresión de dolor antiguo en la cara… No reconocía su expresión, ni sus ojos, habitualmente claros y hoy enrojecidos por el llanto. Había despertado con una congoja en el corazón, que sólo podía atribuir a los sucesos del día anterior y a la discusión con Daniel. Había esperado que la cama de su niñez obrara el milagro, calmando su angustia, pero la noche había sido fría y se había descubierto buscando el calor de su amante en medio de la noche. Al darse cuenta de que Dani no había vuelto, su tristeza la sobrepasó y rompió en un llanto desconsolado hasta quedarse dormida, agotada y sola.

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