La estancia estaba
en uno de los niveles más superficiales, justo encima de uno de los establos,
cerca de la gran cámara común, y tardamos poco en llegar a ella. Era un recinto
cuadrado, con paredes pulidas por el paso del tiempo y los visitantes; en uno
de sus laterales corría una pequeña acequia, alimentada por el caudal que surgía
de la boca de la máscara. El dios aparecía en una de sus representaciones
clásicas, de anchos pómulos, grandes ojos y cabello ensortijado, con una
expresión que podía ser triste o divertida, dependiendo de las sombras
proyectadas por las antorchas que iluminaban la habitación. A escasa distancia
de su boca, ancha y muy desgastada por el agua, se encontraba un burdo agujero,
que podría pasar por un error del escultor si no fuera por el tamaño, de unos
quince centímetros de ancho, y lo pulido de sus bordes, demostración de los
miles de incautos que habían probado suerte.
Pandora se acercó a
la máscara y la observó durante unos instantes, como si tratara de adivinar los
pensamientos del dios, mientras yo tomaba un sorbo del agua del manantial; era
sabrosa, limpia de minerales y fresca.
“¿Por qué no
pruebas, Perseo?” preguntó, mirándome con esa expresión que tenía para
incitarme a cometer locuras.
“Vamos, Pandora, no
creerás en esas tonterías para viajeros”, respondí.
“¿Tonterías? ¿Cómo
lo sabes, si no has probado?”
La respuesta no me
sorprendió tanto como la voz que la dijo. Manhú apenas había hablado en los
últimos días, una vez que salimos de Kadath, pero siempre que lo hacía tenía la
virtud de decir las palabras justas en el momento adecuado.
No sé por qué me
decidí a hacerlo. Cuando más adelante pensé en ello, no recordaba haber tenido
un pensamiento consciente para acercar mi mano y meterla por el agujero, solo
la sensación de haber sido conducido, de que era lo que tenía que hacer en ese
momento.
Apenas introduje mi
mano por el orificio, este pareció cambiar su textura, de fría y pulida roca a
un suave y cálido recipiente, conforme iba metiendo mi mano, luego mi antebrazo
y finalmente, todo el brazo hasta el hombro, intentando llegar al fondo de la
cavidad. Estaba a punto de retirarme, satisfecho con haber cumplido lo que se
esperaba de mí, cuando algo me agarró los dedos. En ese instante, toda la
montaña cayó sobre mi brazo, atrapándolo, manteniéndolo en su interior. No
sentía dolor, de hecho, no sentía nada…
Según me contaron
después, tras haber introducido todo el brazo en el agujero, me quedé quieto
por unos segundos, mientras Pandora me preguntaba. Yo no escuchaba su voz. Mi
mente se encontraba en otro lugar, viendo cómo grandes nubes de tormenta
descendían sobre un terreno boscoso, como los rayos desgarraban el cielo y los
truenos eran tan potentes que sentía su retumbar en la tierra que pisaba.
Pandora estaba a mi lado, hermosa como una valkiria, su cabello dorado luchando
contra el viento de la tempestad, erguida y desafiante. A su lado, un gran oso
negro rugía a los elementos, el cabello erizado por la electricidad, sus
dientes blancos brillando a la luz de los relámpagos…
La escena cambió de
repente, y me encontré dentro de una cabaña de pastores. Un pequeño fuego
iluminaba toda la escena. Había una persona dentro de la cabaña, una niña a
juzgar por su rostro, grácil y sereno, que cosía un trozo de cuero con un hilo
de diamante, mientras a su lado se movía una forma oscura y peluda.
“Necesitarás esto,
cuando ella te lo pida” me dijo, mientras me alargaba un pequeño estuche de
cuero y madera. Mi mano, arrugada y llena de manchas de la edad, apenas podía
sostener el peso de la cajita, y ella me ayudó con sus delicadas manos blancas…
Desperté tirado en
el suelo de la estancia, mientras el dios se reía de mí, y Manhú me daba un
poco de agua. Pandora estaba a mi lado, observándome, intentando averiguar qué
era lo que me había pasado, mirando en mi interior cómo solo ella sabía… Creí
detectar un brillo de burla en sus ojos.