viernes, marzo 02, 2012

Bosque de hierro (I)

La abuela siempre permanecía cerca de la chimenea. Mis recuerdos más tempranos de su presencia se asocian siempre a un oscuro lagar, donde la chimenea estaba encendida en todas las estaciones, y ella, siempre de negro riguroso, observaba las llamas apoyada en su bastón…

Había sido un buen verano. Las cosechas prometían un invierno poco riguroso, y los largos días estivales se aprovechaban para que las familias se encontrasen de nuevo, antes de que la nieve y la ventisca obligara a cada grupo a permanecer encerrado en sus casas por semanas. Ese año Alleyne cumplía trece primaveras, y podía jugar con sus primas mayores, cuchichear con ellas sobre los muchachos del pueblo, lanzar miradas provocadoras y tal vez soñar con el abrazo de uno de ellos. Su pelo rojo como el amanecer sobre la montaña contrastaba con la palidez de su piel, mientras que sus ojos emulaban el color del bosque en el que se crió.

Alleyne se sabía hermosa y le gustaba. Para la fiesta del solsticio le pidió a su madre que le hiciera un vestido de lino blanco, bordado con hilo rojo en los extremos, y ella se encargó de adornarlo con cuentas de colores y un cinturón de cuero trabajado que le regaló su padre, orgulloso de su belleza. Pensaba estrenarlo en la noche más larga del año, corriendo con sus primas y bailando alrededor de las hogueras que se encendían para celebrar el fin del verano.

Nadie los esperaba. Los hombres del castillo rara vez bajaban al valle. Sabían que su mundo de hierro y fuego no era compatible con los bosques y ríos, que no podían mezclarse con las gentes de los poblados. Ellos, los hombres de hierro, venían de lugares distantes, del lejano norte, inclemente con los niños, o de extrañas tierras, atraídos por el olor del dinero del señor feudal, mercenarios errantes en busca de sangre y dolor.

Solían permanecer en las almenas y torreones de la fortaleza, vigilantes desde su alta atalaya, y no descendían a las casas a este lado del río, ni visitaban las granjas en la falda de las montañas. Recibían el tributo en forma de víveres y leña, que les eran entregados por un grupo de hombres cada cierto tiempo; algunas mujeres descarriadas vivían con ellos entre los muros de piedra, aliviando sus pasiones a cambio de comida y techo…

Esa noche bajaron todos los soldados, negros con sus petos de cuero y malla, montados en sus grandes caballos de batalla, sus yelmos brillando a la luz de la luna. El capitán iba el primero, montado en un gran corcel zaino, su capa roja caída sobre los cuartos traseros del animal, sus ojos buscando entre los campesinos que se habían congregado en el prado.

Nadie supo el por qué. En un momento los habitantes del valle estaban rodeados de hierro y músculo, y fuertes y sudorosas manos los empujaban hacia el centro del prado, separando a las mujeres de los hombres y los niños, insensibles a los gritos y a la resistencia de los hombres. Los golpes aparecieron al poco. Hombres y jóvenes dejaron de resistirse cuando las espadas hicieron su aparición, y los más fogosos, tal vez los más sabios, cayeron ante ellas.

Las mujeres no tuvieron tanta suerte. Separadas de padres, maridos, hijos, fueron conducidas como ganado durante la noche, obligadas a subir las escarpadas rocas que conducían al castillo, y allí violadas y golpeadas, muchas de ellas hasta la muerte al intentar resistirse. Al alba, rotos los vestidos, secos los ojos y las heridas, fueron expulsadas de la ciudadela, regresando cómo pudieron al pueblo; algunas, de dolor y vergüenza, prefirieron permanecer en el castillo, como esclavas, antes que afrontar a sus seres queridos. Ninguna sobrevivió a ese invierno.

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