martes, marzo 06, 2012

Bosque de hierro (II)

Alleyne fue de las que pudo volver al pueblo, con su alma destrozada, a los brazos de su padre. Tenía la mirada perdida, las ropas tintas en sangre y la mente en otro lugar. Su padre la lavó, la cuidó hasta que su cuerpo se repuso y la ayudó a regresar, a encontrar de nuevo el río y el bosque, a aguantar el contacto de otro ser humano… Poco a poco, la muchacha recobró parte de aquella belleza de antaño, aunque sus ojos siempre reflejaban una tristeza y un dolor profundo.

Otro año pasó, y después otro, y luego otro más, y otro, y así los aldeanos se prepararon para celebrar un nuevo solsticio. El recuerdo del ataque se había diluido en el corazón de los jóvenes y opacado en el de los viejos. Alleyne era ahora una mujer adulta, versada en las artes de la naturaleza, respetada por los suyos. La noche más larga del año se presentaba cálida y fragante, las hogueras ardían altas ese año, y las risas se escuchaban por todo el prado.

De repente, el fragor del acero y el sonido de los caballos llenaron el valle. Los soldados salían de la oscuridad, dando gritos y blandiendo las pesadas espadas, mientras los habitantes del valle intentaban huir sin éxito. Acorralados, empujados por los fieros caballos de guerra, separados los hombres de las mujeres por las lanzas, los gritos y lamentos sustituyeron a las risas y cantos.

Alleyne se encontró de pronto frente a un soldado, un viejo de dentadura negra que sonreía ante la presa que le había tocado en suerte. Intentó huir, pero el hombre le cortaba todos los intentos con su lanza, hasta que logró acorralarla contra el tronco de uno de los pocos árboles que crecía en el prado, un fresno centenario del que se decía que tenía poderes mágicos.

La mujer estaba presa del pánico, el hombre se acercaba a ella, intentando hablarle en voz baja, esperando tranquilizarla. De repente, con un rápido movimiento, le agarró del brazo y la atrajo hacia él. Un segundo movimiento la derribó en el suelo, a pesar de su resistencia podía sentir todo el peso del hombre sobre ella, los intentos para quitarle la ropa, desgarrarla…

Todo paró de pronto. Alleyne estaba en el suelo, como muchas otras mujeres, mientras los hombres corrían a su lado. Sorprendida se levantó, intentando arreglar un poco sus maltrechas ropas, y miró a su alrededor. En lo que antes fuera un prado de hierba verde ahora había decenas de árboles, viejos y retorcidos, junto a los que pacían los grandes caballos de batalla. A su lado, un tronco mustio y torcido se alzaba a pocos metros del fresno ancestral. Junto a él, como junto a muchos de los otros árboles, las ropas y espada del soldado que intentó violarla.

La abuela siempre estaba cerca de la chimenea. Recuerdo oírla contar que los siseos y quejidos de los troncos al quemarse eran debidos a los espíritus de la madera, que se quemaban por sus pecados. Alguna vez, cuando me contaba esto, creí ver un atisbo de sonrisa en su arrugado rostro…

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