Sus manos suaves y cálidas se apoyaron en mis
hombros, con la excusa de sostenerse en la pendiente, y las mías volaron a su
encuentro, casi con voluntad propia, sintiendo la suavidad de su piel.
Habíamos llegado en taxi hasta la península,
buscando un paso por la bahía que nos permitiera llegar hasta el antiguo fuerte
español sin tener que esperar el ferry que, dos veces cada día, comunicaba la
ciudad con las villas en la entrada de la ensenada. Nos habían hablado de un viejo
transbordador, apenas una balsa con barandillas, que cruzaba la boca de la
bahía, comunicando así a las poblaciones de las dos orillas.
Tuvimos que llegar
hasta la entrada de la bahía mediante un taxi, cuarenta y cinco minutos por una
carretera escondida y en malas condiciones que, sorpresivamente, terminaba en
un hotel de cuatro estrellas, de esos que sólo los extranjeros pueden ocupar en
la Cuba de los años noventa.
En el trayecto nos dimos los primeros besos,
caricias que llegaron de forma natural, sin pensar. Recuerdo sus ojos negros,
brillando con la luz de la mañana, y el sabor a fresa de sus labios, a juego
con su perfume casi infantil…
Pasamos ese día juntos, yo separado del grupo
con el que fui a ese viaje, y fuera de las rutas preparadas para los turistas.
Descubrimos el fortín de los tiempos coloniales, aún imponente y serio,
protegiendo el interior de las incursiones de piratas y bloqueos. Caminamos por
la población cercana cogidos de la mano, un gesto de cariño que no estaba
acostumbrado a recibir, mientras ancianas y niños nos sonreían y preguntaban.
Conocí de su mano la calidez y simpatía de una gente que, a pesar de las
circunstancias, sobrevive intentando al mismo tiempo vivir. A veces pienso qué
habrá sido de ella, si seguirá en la isla, si habrá conseguido huir, o tal vez
cazar a algún turista como algunas de sus amigas hicieron antes.
Seguramente no se acuerda de mí. No importa.
Yo sí. Forma parte de mi vida, y lo hará siempre, pues lo que soy ahora es,
entre otras cosas, gracias a ella…
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