Bajaba por las calles del pueblo pedaleando
seguro sobre su montura, buscando las calles menos concurridas. Conocía bien su
ruta. Bajaba por la calle San Roque hasta llegar al cruce con la calle Real, y
de ahí seguía hasta la avenida, desde dónde se alcanzaba el final del pueblo,
el cementerio y los campos que rodeaban la localidad.
Había descubierto los caminos rurales algunos
años atrás, pistas de tierra compactada por el paso de tractores y camiones, que
se convertían en barrizales después de las tormentas, y que conectaban las
poblaciones de la zona entre sí, formando una red de comunicación desde mucho
antes de que se construyera la carretera general. Por esos caminos solitarios
le gustaba ir con su bicicleta, observando los campos de cultivo y los eriales,
las pocas huertas que se instalaban al abrigo de corrientes casi escondidas y
las casetas de labranza que se esparcían por los labradíos. En ocasiones su
deambular le llevaba hasta alguna de las villas cercanas, y para acelerar su
regreso tomaba la carretera, volviendo a su casa entre coches y autobuses.
Recorriendo esos caminos pasaba las horas, con
una botella de agua que a veces rellenaba en la fuente del camposanto antes de
enfilar hacia la senda que recorrería ese día, la mayoría de las ocasiones eligiendo al azar, tomando una
opción distinta en cada encrucijada, con la camiseta enrollada en el sillín
cuando el calor le agobiaba.
Le gustaba observar a las perdices, jugar a
descubrir los lechos de las liebres, intentar llegar a ellas en silencio para
poder sorprenderlas. Disfrutaba con el vuelo de los milanos, con las paradas de
los cernícalos, con el sonido de las lechuzas en las casetas. En ocasiones se
llevaba unos viejos prismáticos militares de su padre para poder observar los
grandes campos de labranza, viendo como las grandes avutardas realizaban sus
rituales, o a los polluelos de milano en medio de los sembrados.
Pocas veces encontraba a alguien en su
caminar. Las labores del campo ya estaban avanzadas, y solo muy entrada ya la
estación, cuando únicamente podía salir durante los fines de semana que pasaba en
casa, de vuelta del internado, cuando el otoño ya se acercaba, se cruzaban en su camino grupos de temporeros en ruta al lugar de trabajo, recogiendo cebollas,
participando en la cosecha, preparando la vendimia…
Las horas se hacían cortas para Manolito
montado en su bicicleta. El sol le tostaba la piel y el ejercicio fortalecía
sus piernas, mientras sus ojos absorbían la belleza de la tierra castellana de
sus ancestros.
Pero un día Manolito dejó la bici en el garaje
de su padre, y poco después Manuel se marchaba a la universidad. Muchos años
más tarde, don Manuel abrió el garaje de su padre, recientemente fallecido, y
entre un montón de cajas con ropas gastadas y pasadas de moda encontró una
bicicleta polvorienta, con las ruedas deshinchadas por el tiempo. En aquel
momento volvieron a sus ojos el color de los campos de trigo, el silbar del
viento contra los radios de la rueda, el salto veloz de la liebre…
Unos días más tarde, Pablito recibió un regalo
sorpresa de su tío. Una bicicleta Orbea, azul y blanca, reluciente, limpia, a
la que le habían acoplado unas ruedecillas para que aprendiera a recorrer mundo
con ella.
1 comentario:
Cuál Rocinante esa 'Orbea'...
Estupenda y descriptiva lectura, en la que la ternura se concentra en su bello final.
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