sábado, diciembre 01, 2012

Entre as nuvens vem surgindo...

A Manolito le gustaba mucho andar en bici. En las tardes de verano, cuando la fuerza del sol ya había menguado algo, y se podía salir sin temer una insolación, bajaba al garaje y tomaba su máquina, una Orbea que le habían regalado sus abuelos cuando cumplió doce años, de cuadro azul y blanco, con sillín de cuero negro, y se montaba en ella saliendo del edificio en dirección a los campos.

Bajaba por las calles del pueblo pedaleando seguro sobre su montura, buscando las calles menos concurridas. Conocía bien su ruta. Bajaba por la calle San Roque hasta llegar al cruce con la calle Real, y de ahí seguía hasta la avenida, desde dónde se alcanzaba el final del pueblo, el cementerio y los campos que rodeaban la localidad.

Había descubierto los caminos rurales algunos años atrás, pistas de tierra compactada por el paso de tractores y camiones, que se convertían en barrizales después de las tormentas, y que conectaban las poblaciones de la zona entre sí, formando una red de comunicación desde mucho antes de que se construyera la carretera general. Por esos caminos solitarios le gustaba ir con su bicicleta, observando los campos de cultivo y los eriales, las pocas huertas que se instalaban al abrigo de corrientes casi escondidas y las casetas de labranza que se esparcían por los labradíos. En ocasiones su deambular le llevaba hasta alguna de las villas cercanas, y para acelerar su regreso tomaba la carretera, volviendo a su casa entre coches y autobuses.

Recorriendo esos caminos pasaba las horas, con una botella de agua que a veces rellenaba en la fuente del camposanto antes de enfilar hacia la senda que recorrería ese día, la mayoría de las ocasiones eligiendo al azar, tomando una opción distinta en cada encrucijada, con la camiseta enrollada en el sillín cuando el calor le agobiaba.

Le gustaba observar a las perdices, jugar a descubrir los lechos de las liebres, intentar llegar a ellas en silencio para poder sorprenderlas. Disfrutaba con el vuelo de los milanos, con las paradas de los cernícalos, con el sonido de las lechuzas en las casetas. En ocasiones se llevaba unos viejos prismáticos militares de su padre para poder observar los grandes campos de labranza, viendo como las grandes avutardas realizaban sus rituales, o a los polluelos de milano en medio de los sembrados.

Pocas veces encontraba a alguien en su caminar. Las labores del campo ya estaban avanzadas, y solo muy entrada ya la estación, cuando únicamente podía salir durante los fines de semana que pasaba en casa, de vuelta del internado, cuando el otoño ya se acercaba, se cruzaban en su camino grupos de temporeros en ruta al lugar de trabajo, recogiendo cebollas, participando en la cosecha, preparando la vendimia…
Las horas se hacían cortas para Manolito montado en su bicicleta. El sol le tostaba la piel y el ejercicio fortalecía sus piernas, mientras sus ojos absorbían la belleza de la tierra castellana de sus ancestros.

Pero un día Manolito dejó la bici en el garaje de su padre, y poco después Manuel se marchaba a la universidad. Muchos años más tarde, don Manuel abrió el garaje de su padre, recientemente fallecido, y entre un montón de cajas con ropas gastadas y pasadas de moda encontró una bicicleta polvorienta, con las ruedas deshinchadas por el tiempo. En aquel momento volvieron a sus ojos el color de los campos de trigo, el silbar del viento contra los radios de la rueda, el salto veloz de la liebre…

Unos días más tarde, Pablito recibió un regalo sorpresa de su tío. Una bicicleta Orbea, azul y blanca, reluciente, limpia, a la que le habían acoplado unas ruedecillas para que aprendiera a recorrer mundo con ella.

1 comentario:

Candas dijo...

Cuál Rocinante esa 'Orbea'...
Estupenda y descriptiva lectura, en la que la ternura se concentra en su bello final.