Luego, cuando tuvo edad, entró en el edificio
para ayudar a Mosén Alberto con el toque de los oficios, aprendiendo a manejar
las cuerdas para poder hacer hablar a las campanas como era debido. “Apóyate en
el cuerpo, deja que él hable con la campana” le decía el viejo fraile, mientras
le sujetaba para que el tirón de la mayor no lo elevara demasiado.
Poco a poco, aprendió los diversos toques que
la parroquia usaba: llamada a la oración, llamada a misa, de comunión (el que
más le gustaba), de procesión, de fiesta, los de difuntos según fuera el
muerto, el de anxos, el de ánimas,
los diferentes toques para cada día y hora de la Semana Santa…
Con el paso de los años ganó peso y altura, y
Mosén Alberto pudo jubilarse y dejar la parroquia a otro cura más joven,
quedando el muchacho como el campanero de la misma. En ese tiempo le gustaba
permanecer en lo alto de la torre los días claros, viendo cómo los barcos se
hacían a la mar, u observando a los pescadores arreglar sus redes allá en el
pueblo. Desde ese lugar veía llegar las procesiones, y una vez fue el primero
que distinguió un naufragio en las rocas de la entrada a la bahía, casi se
parte la cabeza al bajar a toda prisa para tocar a repique…
Él había sido quién tocó las campanas el día
de su boda, contento y risueño con su traje negro, él quien tocó en el bautizo
de sus hijos, él quién hizo llorar a las campanas cuando su mujer se convirtió
en un ángel para cuidar a su familia, él quién llamó a los vecinos para
acompañarle en su dolor al morir sus descendientes…
Ya todo eso quedaba muy atrás. El nuevo cura
había instalado un sistema de altavoces, decía que era mucho trabajo tocar las
campanas, que ya no tenía sentido en este siglo de modernidades en el que estábamos.
El viejo campanero había escuchado y obedecido las órdenes de su párroco, como
le había enseñado Mosén Alberto, pero cuando el joven vestido con un pantalón
vaquero y un jersey negro con alzacuellos se dio la vuelta no pudo menos que
menear la cabeza, sintiéndose un poco más viejo, un poco más inútil.
Hoy había llegado a la iglesia muy temprano,
había subido trabajosamente a lo alto del campanario y allí había visto cómo se
levantaba la niebla, descubriendo un mar en calma por el que volaban los
pesqueros como gaviotas por el cielo. Tras un rato observando el horizonte, con
los ojos llenos de azul, bajó a la base de la torre, despacio, muy despacio,
con la mano recorriendo cada uno de los sillares que encontraba en su camino,
despidiéndose de ellos.
El toque de difuntos sobresaltó a toda la
aldea. Nadie sabía nada de un pariente enfermo o un vecino que estuviera en las
últimas. Además, ese toque no estaba en la casete
que tenía la parroquia, pensó el cura mientras corría hacia la iglesia, queriendo
atrapar al pillastre que se había colado para hacer la broma. Cuando llegó a la
puerta que daba a la torre del campanario se encontró al viejo campanero tirado
en el suelo, ya frío, con una sonrisa en los labios y con la mirada perdida en
lo alto. Como un acto reflejo el joven cura miró en la misma dirección que los
ojos del anciano y no vio nada extraño, la torre estaba vacía, igual que había
estado los últimos meses desde que se llevaron las campanas al museo
provincial.
Dedicado al campanero de San Andrés de Teixido, Antonio Bellón, probablemente el más anciano de Europa.