Aquellos eran otros tiempos. Las cartas venían
todas escritas a mano, a veces con letras que no podían entenderse sino
adivinarse, con datos equivocados o incompletos. Después de descifrar la
dirección de destino las clasificábamos en grandes sacas que luego se enviaban
a los centros locales, donde se volvían a ordenar y de ahí a los compañeros que
las entregaban en los domicilios. ¡Y qué cartas aquellas! He pasado muy buenas ratos
en la oficina de clasificación, intentando averiguar qué dirección o qué nombre
aparecía en el membrete de una de ellas, o llorando de risa por algún nombre
gracioso, que los hay y muchos en este país. Y las dirigidas a los Reyes Magos…
Ahora ya todo es muy distinto. Las cartas se separan
manualmente y se pasan a una máquina, que las rotula con un código de barras y
las va enviando a las sacas de forma automática. Dentro de nada habrá una que cogerá
el sobre, leerá las direcciones impresas automáticamente y lo mandará al centro
de distribución o incluso a la casa de destino, sin que la mano del hombre
intervenga. Nada que ver a cómo lo hacíamos antaño…
Bueno, siempre había algunas cartas que no se
podían descifrar y se quedaban en la oficina durante mucho tiempo, porque o no
había remitente o no se entendía bien el destinatario o porque se recibían sin ninguno
de los dos. Muchas las destruíamos pasado un tiempo, de acuerdo con dispuesto en el
reglamento de Correos, otras se entregaban cuando algún funcionario más listo o
más ocurrente lograba adivinar el destino, otras simplemente desaparecían.
La verdad es que no sé qué me pasó aquel día.
Era una jornada de trabajo normal, la tarde estaba a punto de terminar y a mis
manos llegó una carta diferente a todas las que había tenido en ellas hasta
entonces. El sobre, de tamaño corriente, era de un papel de muchos colores. No,
no quiero decir que estuviera hecho con muchos colores distintos, sino a que el
tono que tenía variaba según recibiera la luz de una u otra forma, era como un
papel irisado de esos que aparecen en películas de ciencia ficción, que a veces
te pone una película y otras un paisaje, no sé si me explico... No tenía
remitente, pero el destinatario se leía claramente, tenía un tipo de letra que he
encontrado pocas veces, casi antigua, muy elegante, de trazos firmes y fluidos.
Ya ve usted, a fuerza de ver mucho uno acaba entendiendo un poco de caligrafía
y todo…
El caso es que esa carta no se pudo enviar a
las sacas, le faltaban datos. El procedimiento habitual hubiera sido que la
hubiera dejado en el montón de “Sin clasificar”, a la espera de que alguien más
listo o un golpe de suerte la encaminara hacia su destinatario. En vez de eso
cogí el sobre y me lo guarde en la chaqueta, sin más.
No me entiendan mal. En todos mis años de
servicio nunca he tenido una falta o una queja, pero esa carta… Es como si
hubiera ejercido una atracción misteriosa sobre mí. Ese día, mientras regresaba,
en el metro y luego caminando, a casa fui acariciando el papel en mi bolsillo,
sintiendo su suavidad casi de mujer. Cuando llegué y me quité la chaqueta, saqué
el sobre y lo puse encima de la mesa del comedor. Por entonces vivía solo y no
había posibilidad de que alguien me viera, aunque recuerdo que lo hice todo a
escondidas, como si me avergonzara de mi falta. Después de un largo rato de
observar las iridiscencias del papel tuve que admitir que no me atrevía a
abrirla.
Estuvo varios días encima de la mesa,
observando mi rutina de joven soltero hasta que un día de borrachera la escondí
en unos de los cajones del aparador. Han pasado treinta y tantos años de eso, y
tantas cosas por mi vida…
Ayer, mientras vaciaba los cajones del viejo
aparador, porque lo vamos a cambiar por un
mueble más amplio y moderno, la he vuelto a ver. Hacía mucho tiempo que no
pensaba en ella. Fíjese que su papel aún mantiene esos tonos irisados que le daban
esa apariencia de miles de colores, aunque más apagados, o quizás sea mi vista,
que ya no es lo que era. La letra del destinatario todavía se ve bien, pero fui
incapaz de abrirla, como aquella tarde en que llegué con ella a casa, y me quedé
mirando embobao esas letras, que vete tú a saber qué historias encierran…
“A Teresa. Dónde quiera que esté.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario