sábado, febrero 02, 2013

Remitente desconocido

Yo he sido funcionario de Correos toda la vida. Empecé clasificando paquetes poco después de terminar el bachiller, y después fui pasando por casi todos los escalafones: cartero varios años, otra vez clasificando pero esta vez pliegos y correspondencia, luego estuve mucho tiempo en despachos…

Aquellos eran otros tiempos. Las cartas venían todas escritas a mano, a veces con letras que no podían entenderse sino adivinarse, con datos equivocados o incompletos. Después de descifrar la dirección de destino las clasificábamos en grandes sacas que luego se enviaban a los centros locales, donde se volvían a ordenar y de ahí a los compañeros que las entregaban en los domicilios. ¡Y qué cartas aquellas! He pasado muy buenas ratos en la oficina de clasificación, intentando averiguar qué dirección o qué nombre aparecía en el membrete de una de ellas, o llorando de risa por algún nombre gracioso, que los hay y muchos en este país. Y las dirigidas a los Reyes Magos…

Ahora ya todo es muy distinto. Las cartas se separan manualmente y se pasan a una máquina, que las rotula con un código de barras y las va enviando a las sacas de forma automática. Dentro de nada habrá una que cogerá el sobre, leerá las direcciones impresas automáticamente y lo mandará al centro de distribución o incluso a la casa de destino, sin que la mano del hombre intervenga. Nada que ver a cómo lo hacíamos antaño…

Bueno, siempre había algunas cartas que no se podían descifrar y se quedaban en la oficina durante mucho tiempo, porque o no había remitente o no se entendía bien el destinatario o porque se recibían sin ninguno de los dos. Muchas las destruíamos  pasado un tiempo, de acuerdo con dispuesto en el reglamento de Correos, otras se entregaban cuando algún funcionario más listo o más ocurrente lograba adivinar el destino, otras simplemente desaparecían.

La verdad es que no sé qué me pasó aquel día. Era una jornada de trabajo normal, la tarde estaba a punto de terminar y a mis manos llegó una carta diferente a todas las que había tenido en ellas hasta entonces. El sobre, de tamaño corriente, era de un papel de muchos colores. No, no quiero decir que estuviera hecho con muchos colores distintos, sino a que el tono que tenía variaba según recibiera la luz de una u otra forma, era como un papel irisado de esos que aparecen en películas de ciencia ficción, que a veces te pone una película y otras un paisaje, no sé si me explico... No tenía remitente, pero el destinatario se leía claramente, tenía un tipo de letra que he encontrado pocas veces, casi antigua, muy elegante, de trazos firmes y fluidos. Ya ve usted, a fuerza de ver mucho uno acaba entendiendo un poco de caligrafía y todo…

El caso es que esa carta no se pudo enviar a las sacas, le faltaban datos. El procedimiento habitual hubiera sido que la hubiera dejado en el montón de “Sin clasificar”, a la espera de que alguien más listo o un golpe de suerte la encaminara hacia su destinatario. En vez de eso cogí el sobre y me lo guarde en la chaqueta, sin más.

No me entiendan mal. En todos mis años de servicio nunca he tenido una falta o una queja, pero esa carta… Es como si hubiera ejercido una atracción misteriosa sobre mí. Ese día, mientras regresaba, en el metro y luego caminando, a casa fui acariciando el papel en mi bolsillo, sintiendo su suavidad casi de mujer. Cuando llegué y me quité la chaqueta, saqué el sobre y lo puse encima de la mesa del comedor. Por entonces vivía solo y no había posibilidad de que alguien me viera, aunque recuerdo que lo hice todo a escondidas, como si me avergonzara de mi falta. Después de un largo rato de observar las iridiscencias del papel tuve que admitir que no me atrevía a abrirla.

Estuvo varios días encima de la mesa, observando mi rutina de joven soltero hasta que un día de borrachera la escondí en unos de los cajones del aparador. Han pasado treinta y tantos años de eso, y tantas cosas por mi vida…

Ayer, mientras vaciaba los cajones del viejo aparador, porque lo vamos a cambiar por  un mueble más amplio y moderno, la he vuelto a ver. Hacía mucho tiempo que no pensaba en ella. Fíjese que su papel aún mantiene esos tonos irisados que le daban esa apariencia de miles de colores, aunque más apagados, o quizás sea mi vista, que ya no es lo que era. La letra del destinatario todavía se ve bien, pero fui incapaz de abrirla, como aquella tarde en que llegué con ella a casa, y me quedé mirando embobao esas letras, que vete tú a saber qué historias encierran…

“A Teresa. Dónde quiera que esté.”


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