Sin embargo, no estaba tan amodorrado como para no sentir el ruido. En una esquina del jardín, donde había amontonado toda clase de basuras y trastos a los que de momento no encontraba utilidad, se movían unos trapos, de forma espasmódica inicialmente y luego con furia, como si de pronto una racha de cierzo se hubiera colado por los resquicios de la tapia, volviendo a traer los rigores del invierno.
Desde su posición, apoyada la silla contra el pretil de la fuente seca, el hombre podía observar el baile de las telas sin necesidad de girarse. Observó primero con curiosidad, como sucede cuando nos encontramos ante algo novedoso pero no desconocido, que nos intriga pero no asusta. Después, con preocupación: podía ser una rata, y eso significaba problemas para el huerto futuro, con túneles e inquilinos no deseados.
El retal seguía moviéndose. Atrapado en el montón de desechos no podía echar a volar, pero sus espasmos y contracciones hacían temer que surgiera una bestia de su interior. Cuando estaba a punto de levantarse y averiguar qué o quién era el causante, una garra diminuta apareció, seguida de una bola de pelo gris sostenida por cuatro endebles patitas, que cayó medio rodando, medio saltando, hasta la base del montón, donde quedó enganchada a uno de los retales.
El hombre se levantó. No le gustaban los animales. En su infancia había tenido algunas mascotas, pero siempre desaparecieron en las múltiples mudanzas que marcaron su niñez. Ya de adulto, nunca había sentido la necesidad o las ganas de tener un animal de compañía, ocupado como estaba en ascender en la escala social y acumular más y más dinero.
El pequeño gatito seguía jugando con el retal, lanzando su
diminuta zarpa y haciendo remedos de acecho, como si de una presa enorme se
tratara. Al aproximarse el hombre no trató de huir, estaba muy entretenido y era
demasiado joven como para sentir miedo de algo tan grande y que se acercaba a
él, despacio y sin hacer movimientos bruscos, como si estuviera considerando
qué hacer con él. Cuando el ser humano estuvo a menos de un metro, dejó de
jugar con la tela y lo observó, en tensión, sin saber cómo reaccionar: ¿huir?
¿quedarse y seguir jugando? La persona no parecía amenazadora, ahora incluso
era más pequeña aunque más ancho, y no se movía de dónde había parado. Decidió
seguir atacando a su presa, aprendiendo el oficio para cuando creciera…
El hombre se agachó para observar mejor a aquella criatura gris y
que no se asustaba por su presencia. Durante unos minutos contempló como
acechaba y fintaba, cómo saltaba de un lado a otro esquivando los ficticios
golpes de su enemigo, cómo disfrutaba de la vida. Una leve sonrisa se había
dibujado en su rostro, y él mismo se sorprendió cuando su mano descendió a la
altura del suelo y comenzó a llamar al gatito.
Ya llevaba un buen rato jugando y comenzaba a cansarse. Su joven
mente necesitaba nuevos retos y de pronto descubrió cómo el ser humano le
miraba y le llamaba. Una gran zarpa se tendía hacia él, pero no tenía uñas, no
era agresivo, más bien parecía un juguete nuevo. Con una alegre despreocupación
el minino se acercó a la mano y empezó a manotear con sus diminutas garras.
La sonrisa en el rostro del hombre ya era amplia y amistosa. Se
había olvidado de la tarde de trabajo, de sus preparativos, de sus planes para
el jardín. Estaba disfrutando del contacto del animal, de sus juegos, de su
interacción, dos seres vivos en comunicación, sin peligros y sin agresión. Con
una de sus manos agarró al micho (¡qué pequeño era, casi cabía en una de sus
palmas!) mientras con la otra le acariciaba el lomo. El felino se había
acomodado y estaba claramente disfrutando de las caricias.
Fueron juntos hasta la casa, donde el hombre preparó un plato de
leche que puso junto a su mascota. Había ido a esa casa, en un pueblo escondido y
lejos de sus antiguos conocidos, buscando el corazón y la humanidad que había
perdido en sus años adultos, tal vez ese nuevo amigo le ayudaría a encontrarlo.
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