Reaccionó al tercer o cuarto beso, abriendo
sus ojos tristes, adormilada aún, mientras yo seguía besando su cara, su
cuello, sus labios… Poco a poco entró en el juego, echando sus brazos alrededor
de mi cuello y devolviendo mis caricias al tiempo que me ayudaba a quitarme la
camisa.
Poco después estábamos desnudos bajo las
sabanas, a cubierto de los mosquitos gracias a un antiguo aparato de aire
acondicionado, que nos libraba tanto de las picaduras como del agobio de la
noche tropical. Desnudos nos acariciamos, desnudos nos besamos, su aroma a tabaco
y cerezas me intrigaba y al mismo tiempo me fascinaba, haciendo que mis labios
recorrieran su cuerpo buscando el origen de ese perfume….
En un momento dado se subió encima de mí, su
cuerpo joven y suave apretando mi hombría, dura y deseosa. “Quieto” me dijo,
con cierta impaciencia, cuando traté de alcanzar sus pezones con mis manos, y
yo la obedecí. Comenzó entonces a moverse rítmicamente, hacia delante y atrás,
mientras entrecerraba los ojos. Yo podía observar cómo se iba excitando poco a
poco, sus pechos se endurecían, sus pezones se marcaban, sus gemidos
aumentaban…
Entonces me di cuenta que me usaba para su
placer, empleaba mi cuerpo para obtener goce y disfrute, no le importaba si era
yo o cualquier otro. Es ese momento no valían para nada los paseos, las
caricias en el bar, los besos en el bosque, los murmullos y susurros, nada… Y
me pregunté quién ofrecía realmente su cuerpo, ella o yo…
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