Camino de regreso a mi trabajo, en una
calurosa tarde, y mientras escucho a Manolo García dejo que mis otros sentidos
se empapen de lo que ocurre a mi alrededor: el olor de la fritanga y las
famosas croquetas de Maya, cuando paso por el bar y su puerta siempre abierta,
siempre invitando; los miles de tonos de verde que me regalan los árboles del
parque, tan distintos, tan iguales; la piedra rugosa de la pared de la clínica,
que recibe mis manos como cada día, mis dedos sintiendo el frescor que emite el
muro hasta ahora en sombras…
Suelo cruzarme durante mi ruta con varias
personas, habituales que parece que me esperan o que están ahí para darme un
valor del tiempo, como la niña que llega siempre temprano a las clases del
instituto y que me da la hora sin quererlo: sólo la veo cuando voy muy
retrasado en mi horario y coincidimos en la calle del centro escolar. Más a
menudo me encuentro con Carlos, el camarero del Naranjo, un bar que me recibe
en ocasiones al volver de la oficina, fumando un pito en medio de su jornada;
su saludo siempre es afectuoso y mi respuesta agradecida.
Sobre los tejados se escapa la tarde…
Esa joven que espera sentada en la puerta me
mira sorprendida, no comprende cómo un hombre canoso y evidentemente mayor, muy
mayor para sus escasas primaveras, pueda ir cantando bajito por la calle, tal
vez esté loco… La miro y la sonrío, y ella me devuelve la sonrisa, ¿aliviada? Nunca
lo sabré.
Cruzando el parque reduzco mi ritmo, me gusta
pasear bajito por los caminos de hierba, cruzar las pequeñas praderas donde los
perros se bañarán en verde en unas pocas horas, levantar la mano para tocar
esas hojas llenas de vida, intentar que los gorriones no se espanten cuando mi
mirada les dispare sus plumas, quiero, en fin, permanecer, lo más posible en
ese lugar verde y lleno de oxígeno antes de cruzar su puerta, piedra antigua y
serena, grafitis modernos y sin sentido, ganas de adolescentes de regresar a
una manada que ya no existe, cruzar la puerta hacia el mundo moderno y contaminado,
con ruido, con gente en las terrazas hablando en voz alta por teléfono, como si
quisieran llegar con su tono al otro lado de la línea sin pagar por ella, niños
jugando al balón en los soportales, con el uniforme del colegio aún puesto, niñas
que juegan también y gritan alegres…
Finalmente, llego al edificio de oficinas en
el que se encuentra mi trabajo y apago la música que he venido escuchando todo
el camino. La gran puerta metálica sirve de barrera entre el mundo de afuera y
el interior, aire acondicionado lleno del polvo de gente deshaciéndose en
rutina y luchando para evitarlo…
Un día más, sueño a deshoras…
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