Ramón apareció un día por el mercado, un
chicuelo apenas más grande que un gorrión, y se quedó. Nadie sabe de dónde vino
o qué fue de su familia, en aquellos tiempos era frecuente ver jóvenes
descarriados aparecer por el puerto. Se hizo un lugar para dormir, con cartones
y madera, en la entrada del parking del museo y allí guardaba sus tesoros: un
mechero de gasolina, un montoncito de ropa y algunos papeles (“recuerdos” los
llamaba él). Nunca tuvo oficio conocido, pero con los años su presencia en el
barrio se convirtió en una constante: Ramón pidiendo a la puerta de la iglesia
con traje raído, junto con otros mendigos; Ramón en la puerta del mercado,
ganando unas pesetas ayudando a las ancianas a llevar la mercancía a casa o a
los tenderos descargando productos; Ramón en el bar Castro, bebiendo con los
mayores o comiendo lo que la mujer del dueño le daba…
Él y yo nos encontramos por vez primera una
tarde de julio, en medio de una tormenta de verano que dejó el pueblo limpio y
fresco, mientras esperábamos los dos que escampara debajo de los soportales de
la plaza. Por aquel entonces yo apenas llevaba una semana como maestro en la
escuela, y aún me estaba instalando. Había salido a conocer las calles en las
que tendría que vivir con tal mala fortuna que me alcanzó la lluvia en zona
clara y tuve que refugiarme en el primer alero que encontré.
“¿Me da un cigarro, don Juanjo?” escuché de
pronto a mi lado. Ramón estaba sentado en el suelo, la ropa calada y vieja, el
pelo chorreando agua pero la cara alegre y sonriente. Me cayó bien al instante.
Saqué mi cajetilla de tabaco y se la ofrecí. “Gracias, jefe” dijo mientras me
la devolvía. Encendió su cigarrillo con su mechero de gasolina y luego me lo
pasó, amable; un gastado encendedor plateado, modelo Streamline, al que se le
notaban los muchos años de uso. Ramón era por entonces un hombre entrando en la
cuarentena (nunca supimos su verdadera edad, cambiaba la fecha de su cumpleaños
con frecuencia, dependiendo de su humor), de pelo cano y que empezaba a
escasear. Había crecido, hasta ser casi tan alto como yo, pero aún seguía
siendo delgado como un gorrión en verano.
Permanecimos unos minutos bajo aquel soportal
y cuando la lluvia ofreció un descanso los dos salimos hacia nuestras
direcciones. No habíamos intercambiado más de diez palabras con él, pero la
siguiente vez que me lo encontré me saludó como si fuéramos amigos de toda la
vida, y así continúo tratándome en cada ocasión que nuestros caminos se
encontraban. Pregunté después a los compañeros del colegio, a la gente del
lugar, y nadie supo darme noticia de su pasado o de su vida más allá de lo que
se veía en las calles.
Recuerdo una vez en que estaba yo sentado en
el bar de la plaza, una mañana de domingo especialmente hermosa, con el cielo
de ese azul que levanta los ánimos más hundidos. Ramón apareció por la calle de
la iglesia, vestido como siempre con un remendado abrigo que apenas cubría su
cuerpo y un pantalón gastado, los pies calzados con unas deportivas a punto de
desintegrarse.
“Ramón, siéntate hombre, te invito a un café.”
“Gracias
don Juanjo” (nunca conseguí que me quitara el tratamiento), “se agradece” dijo
mientras se sentaba enfrente de mí y tomaba el cigarrillo que le ofrecía.
“Ramón, ¿tú no vas nunca a la iglesia?”
pregunté, por iniciar una conversación
“Para qué si ya sé dónde voy a ir cuando me
muera”
“Vaya, ¿y dónde será, al cielo?”
“No”, dijo socarrón, “el cielo es un invento
de don José para tener la iglesia llena y su estómago igual de lleno, yo me iré
con Clara.”
“¿Clara? ¿Quién es? ¿Un pariente tuyo?”
Los ojos de Ramón, azules y siempre muy
abiertos, se oscurecieron por un instante, como cuando una nube negra de
tormenta tapa por un momento el radiante sol del verano.
“Clara…”
Ramón ya no estaba conmigo. Se había levantado
torpemente y seguido su camino, dejándome allí, sin saber muy bien qué había
dicho o qué había pasado. La siguiente vez que le vi me trató como siempre,
como si no hubiera pasado nada y yo no quise mencionar de nuevo aquel nombre.
Varios años más tarde Ramón enfermó. Uno de
los guardias del museo le descubrió empapado en sudor y delirando, y una vecina
le llevó al centro de Salud y de ahí al hospital, donde le detectaron una pulmonía
que no supieron curar. Murió en una mañana de primavera y pocos nos enteramos
de ello. Yo estaba casualmente en el hospital realizándome unas pruebas y le vi
entrar en urgencias. A falta de otra familia, me permitieron permanecer con él
en la habitación, haciéndole compañía.
De madrugada despertó tosiendo y agitado,
quiso levantarse pero la fiebre se lo impidió. “Don Juanjo”, dijo entre un espasmo y otro, “¿me
acercaría mi cartera, por favor?” La cartera era un atadillo de cromos, papeles
y algún billete de escaso valor que tenía en un bolsillo del pantalón. Cuando
se lo acerqué, desató el nudo con manos torpes y sacó con cuidado una
fotografía en blanco y negro, rota por uno de los lados, que puso entre sus
manos entrelazadas sobre el pecho. Pareciese que eso le calmó, porque se quedó
dormido casi al instante.
Y ya no volvió. A la mañana siguiente se
llevaron su cuerpo y el médico me preguntó si tenía algún pariente al que
avisar. Negué con la cabeza mientras observaba la envejecida fotografía de una
niña vestida con una falda negra y un abrigo del mismo color, de la mano de una
mujer (esa parte de la imagen había sido rota), sonriendo a la cámara, feliz.
Sin pensar, me guardé ese recuerdo de mi amigo Ramón en el bolsillo.
Dos días más tarde lo enterraron en el
cementerio general, en presencia de no más de media docena de personas: la
mujer de Paco, el del bar, que lo había alimentado durante tantos años, el
vigilante del museo, con el que echaba largas partidas de ajedrez, el párroco y
los dos empleados del cementerio, serios y profesionales. Yo estaba un poco
retirado, nunca me han gustado estas ceremonias pero quería acompañar a mi
amigo en este último viaje. Desde mi posición pude ver a una mujer joven,
vestida de negro, con un niño inquieto de la mano, que se acercaba al pequeño
grupo con miedo, pero resuelta. Nuestras miradas se cruzaron durante un momento
y algo hizo clic en mi cerebro.
La ceremonia fue corta. Ramón reposaba ahora
en una tumba provisional de la que sacarían sus huesos en pocos años para
llevarlos al osario del cementerio. Me acerqué a la mujer, que permanecía en
silencio frente a la lápida sin nombre mientras el niño miraba todo con curiosidad. “Clara”. Mi voz había modulado una afirmación
más que una respuesta, que se vio corroborada cuando la joven se dio la vuelta,
sorprendida de ser reconocida. Sin hablar (para qué hablar en esos momentos)
saqué la vieja fotografía de mi cartera y se la entregué a la hermana de mi
amigo, que empezó a llorar mientras su hijo, sorprendió, la miraba sin
entender…
No hay comentarios:
Publicar un comentario