Manolito tenía cuatro años y era feliz. Él no
había oído hablar aún de desnutrición, o discriminación por raza, ni de
problemas de escolaridad porque Manolito no iba al colegio. Durante el día
permanecía al cuidado de su abuela, que lo único que hacía era procurar que no
jugara cerca de las vías del tren que cruzaban el poblado en el que vivían,
aunque todos los niños lo hacían. Unos cargueros pasaban periódicamente por
esos raíles, llevando y trayendo materiales a la cercana fundición. Los chicos
mayores se entretenían en poner tornillos, chapas, alguna moneda si la
conseguían, en las vías del ferrocarril para que la máquina los deformara a su
paso.
La noche
era fría, un ligero aguanieve era arrastrado por el viento del norte y empapaba
las ropas del hombre. Las farolas de xenón iluminaban la avenida, en las que
las bombillas navideñas marcaban sus figuras de la estación: estrellas, acebos,
figuras geométricas que se perdían a lo largo de la calle, como todos los años.
Las aceras estaban llenas de gente. Era Nochebuena, y muchos de ellos estaban
haciendo las última compras: ese pescado o marisco fresco para la cena, los
últimos regalos que no pudieron adquirirse por falta de tiempo, esos detalles
para los seres queridos…
Manolito no era de esos, aún no tenía edad
para desafiar la voluntad de sus mayores, ni hermanos ni primos de más edad que
lo llevaran con ellos. El niño jugaba en el descampado, con otros niños y
niñas, vecinos, con los que perseguía lagartijas, jugaba a las chapas, a tirar
piedras, a todo aquello que hiciera pasar el tiempo entre una mala comida y el
hambre.
El
hombre hacía el mismo recorrido habitualmente. Iba de grupo de contenedores a
grupo de contenedores, siguiendo la dirección del centro, buscando cartones,
metales, cualquier cosa que pudiera vender y así asegurar el sustento del día.
Incluso comida caducada de los grandes almacenes, todo era bueno para poder
sobrevivir un día más, otra noche en la chabola en la que malvivía con su
familia.
Pero ese día Manolito era feliz. Papa Noel le
había traido un tren de juguete, y era la envidia de todo el barrio. Chicos de
todas las edades se acercaban a donde estaba, admirando los colores, las formas
y el poderío de esa locomotora, que corria por unos raíles marcados en el suelo
con un palo.
Rebuscaba entre las bolsas y contenedores, como
de costumbre, cuando lo vio. La lluvia hacia que el plástico reluciera un poco
más, rojos y azules llamando la atención desde el montón de residuos para
reciclado. Un tren de juguete, un viejo vapor a pilas, estaba tirado entre
restos de obras y una lavadora rota. Por un momento se detuvo en su búsqueda y
lo observó; se acercó a él mientras se levantaba el cuello de la chaqueta
raída, protegiéndose del viento. Parecía estar entero, no se apreciaban roturas
ni desconchones; de su parte inferior asomaba un cable con la conexión a lo que
originalmente serían las pilas del juguete. Miró a su alrededor sin importarle
el aguanieve que comenzaba a cubrir su gorra, por si pudiera encontrar esa
parte del tren. Incluso movió la lavadora por si pudiera estar debajo del
armatoste. No importaba. Con un tirón brusco arrancó el cable, y comprobó
satisfecho que el juguete estaba en buen estado. Sin dudarlo, lo guardó en la
bolsa que traía para llevar las cosas pequeñas de valor que pudiera encontrar…
Cuando
su padre salió de la chabola a media mañana, para iniciar su ronda de búsquedas
que le llevaría hasta la noche si no había suerte, le vio sentado en el suelo frío del descampado, ropas de tallas distintas cubriendo su cuerpo del
invierno, jugando con su trenecito, sonriendo e imaginando viajes. Pasarían
algunos años antes de que Manolito supiera quién era Papa Noel, pero esa noche
su padre le había hecho el regalo más precioso que podía: la ilusión.
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