Las chicharras seguían dando su concierto vespertino, como lo
habían estado haciendo todo el verano, y todos los veranos que el chico
recordaba. El muchacho permanecía tendido boca abajo sobre el suelo de piedra,
algo más fresco que el resto de la casa porque la abuela lo había regado hacía
unos minutos. El niño había observado cómo la anciana, de riguroso negro y
encorvada por la artritis, había ido esparciendo el contenido de un cubo de
latón sobre las losas de pizarra negra que formaban el piso de la habitación,
sacando el agua con la mano derecha mientras sujetaba el recipiente con la
izquierda. Él, que había ayudado a transportar el cubo desde el pilón, lo
miraba todo muy quieto, y se apoyaba mientras en la escoba de retama, esperando
se la pidiera la abuela para finalizar la tarea cotidiana, barriendo y llevando
el líquido a aquellas partes que no había alcanzado su mano. Luego, acuclillado
en la frontera entre la madera y la roca, permaneció durante un buen rato
viendo como el calor de la piedra hacía que se evaporase el agua, recobrando
poco a poco su color original...
Llevaba varios días en la casa de los
abuelos y su existencia ya se había acomodado a la rutina diaria: levantarse
con las primeras luces, lavarse la cara en la cocina subido a un pequeño
taburete de corcho, tomar el desayuno con la abuela y, a veces, el abuelo antes
de que saliera con las cabras; ayudar en las tareas domésticas, pasar un rato
jugando al balón con otros chicos de las casas vecinas.... Había ido a pasar
las vacaciones de verano, alejado de los ruidos y contaminación de la ciudad
por unos padres más preocupados por su salud que por su educación, y se
aburría.
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