sábado, mayo 21, 2011

Beso mojado de mariposa

Sus ojos color aguamarina parpadearon cuando la luz del sol les dio de frente, al salir de una nube, y tuvo que poner su mano sobre ellos para poder seguir viendo la playa. Él seguía paseando, como la primera vez que lo descubrió, escondida tras las rocas, observando el mar desde su escondite. Acostumbraba a pasar largas horas en esa posición; llegaba por la mañana, con la marea, y se sentaba en esa roca, a cubierto de la espuma y del viento, pasando las horas muertas mirando cómo las olas llegaban y se iban, viendo cómo las gaviotas se peleaban por los pocos desperdicios que el mar llevaba a esa playa. Era su refugio, el lugar donde sus pensamientos se hacían más claros, un sitio solitario y suyo, donde se permitía soñar, hasta que él llegó. 

Esa mañana se había sentado en su roca, como de costumbre, acomodando su cuerpo a las oquedades del granito, moldeadas por las salpicaduras del océano durante eones, cuando le vio. Una pequeña figura en el lado más alejado de la playa, caminando hacia ella. En un principio le entró pánico, nunca había estado en presencia de un hombre, miró a su alrededor para encontrar un lugar dónde camuflarse, y lo encontró en un hueco hecho entre las rocas, producto de un derrumbamiento del acantilado en una tormenta lejana, desde donde podía ver sin ser vista. Allí se escondió, su primer impulso de huir vencido por su curiosidad.

El hombre continúo caminando, con paso tranquilo, no parecía tener prisa. Al poco se detuvo, y se sentó en la playa, su mirada ahora perdida en el mar. Desde su escondite podía verle claramente ahora: era un hombre joven, de fuertes manos, pelo negro como la tinta de calamar, y unos ojos claros como aguas poco profundas y cristalinas. No se movía, como si estuviera petrificado en coral, y así permaneció durante un largo rato, mirando las olas sin hacer o decir nada. Mientras, ella se preguntaba quién era, qué hacía en esa playa tan alejada de cualquier población…

Esto se repitió durante los días siguientes. El hombre llegaba a la playa, caminando o en ocasiones sobre un gran caballo de batalla, se sentaba en un lugar por encima del límite de la marea, y permanecía allí largas horas, mientras el caballo pastaba en las dunas. Las gaviotas volaban a su alrededor, a veces se posaban cerca, pero su mirada siempre estaba fija en la lejanía, como si esperase la llegada de algún barco a esa playa perdida. En algún momento, sin aviso ninguno, se levantaba y se iba por el mismo camino.

Ella se acostumbró a su presencia, a esconderse en el hueco en cuanto lo veía aparecer por la playa, en observar cómo caminaba hacia ella, en verlo sentado, a su alcance, pero lejos de ella. A veces, el viento le traía las palabras que ella creía que salían de su boca, un lenguaje desconocido pero fascinante para ella. Aprendió a conocer su estado de ánimo: solía llegar pensativo, melancólico, sus pasos iban despacio por la arena, sin preocuparse de las olas que lamían sus pies. Una vez, desmontó del caballo con rabia, golpeando la playa con sus manos, lanzando granos de arena al viento en su furia, hasta que se calmó, y se sentó a mirar el mar; esa mañana ella pudo ver cómo surgía el agua de sus ojos, y se sorprendió con el corazón herido, como si su pecho no fuera suficientemente grande... Siempre se iba tranquilo, sus pasos fuertes y seguros, el cabello al viento, como si el tiempo pasado en la playa le hubiera calmado, como si necesitara el mar para sentirse en paz.

Dejó de tenerle miedo, y poco a poco sus sentimientos hacía él cambiaron. Lo imaginaba un hombre sensible, movido por las mareas, fuerte como el oleaje, sereno como las profundidades… Comenzó a aparecer en sus sueños, unos ojos azules que la miraban desde más allá de la playa, una sonrisa que era para ella… Muchas veces quiso decirle algo, salir de su escondite, mostrarse, hablar con él, pero siempre sucedía algo: él se levantaba, un cangrejo llamaba su atención, una gaviota se acercaba demasiado a él…

Esa mañana llegó más temprano que de costumbre a su lugar. Lo había decidido. Había pasado la noche en vela, pensando, discutiendo consigo misma, y había decidido que hoy sería el día. Él no podía hacerla daño, era un hombre sensible, amoroso, se alegraría de verla, podrían pasar el tiempo juntos, ver el mar tomados de la mano…

Su corazón saltó cuando le vio aparecer a lo lejos, su figura perfilándose en la bruma de la mañana. Se levantó, elevó su mano y estaba a punto de llamarlo cuando la vio… otra figura que iba con él, un destello dorado en el cabello, una mano que iba sujeta con la mano de él. El viento traicionero le llevó las palabras de ambos, mientras se escondía de nuevo: no entendía el sonido, pero las risas eran claras. Los vio correr por la playa tomados de la mano, le vio a él elevarla a lo alto con sus manos en la cintura de ella, les vio tocarse las caras…
Con una flexión de su poderosa cola, la sirena saltó desde la roca desde dónde estaba, nadando entre los bancos de algas de la costa, buscando las profundidades oscuras y silenciosas, donde pudiera acallar el dolor de su corazón.

1 comentario:

Candas dijo...

Cuidado con las sirenas Huelquén: son bellas, muy hermosas, pero con su música y sus cantos atraen a los marinos, a los hombres, perdiendo estos el control de sus barcos, el control de sus vidas. Después, los devoran sin piedad alguna.

Bonito relato.