Del centro del roquedo surge un manantial fresco
y claro. Los pastores de la zona lo conocen bien, y lo han ido agrandando hasta
conseguir una fuente agradable, creando un pocillo claro y escondido, desde el
que un regatillo baja hasta el río, al fondo del valle. Alguien le puso un
embocadero de granito tallado, tal vez uno de los desaguaderos de la cercana
ermita de Santa Luxía, en ruinas y abandonada desde la desamortización. En
tiempos la fuente disponía de una vasija de barro cocido que los cabreros
usaban para beber, pero la modernidad ha llegado también a estos lugares y
ahora hay un vaso de acero inoxidable, medio oculto en un hueco entre helechos,
siempre dispuesto para los caminantes que llegan a este recóndito lugar.
A pocos pasos de la fuente se encuentra un
pequeño claro, creado por la caída de un enorme pedrusco desde los canchos que
vigilan el valle, allá arriba, tal vez en una fuerte tormenta hace ya muchos
siglos. El tocón mineral se ha ido desgastando con los años, y cuando en una de
mis correrías infantiles lo encontré la naturaleza había creado en él un
sillar, un lugar dónde poder sentarse al calor del sol de la tarde, sombreado
por las ramas de un inmenso alcornoque cercano. Allí pasé tardes de mi niñez y
mi juventud, sentado viendo pasar las nubes, disfrutando la fresca brisa que
surgía del susurrante manantial, o escuchando el sonido de las aves y otros
animales de la zona.
1 comentario:
Cómo lo haces?...
Te desenvuelves como pez en el agua en este tipo de relatos, mezclando magistralmente los cincos sentidos. Siempre consigues con ellos transportarme hasta allí, vivirlo como tú: ver, oler, oir, tocar, saborear... :)
Publicar un comentario