Para llegar al pueblo hay que seguir una
carretera estrecha y serpenteante, arrancada hace décadas a la falda de los
montes, apenas una lámina de alquitrán sobre tierra apisonada. Por esa vía
regresamos todos los años los retornados, aquellos que por distintas
circunstancias vivimos lejos del pueblo y sus gentes, de nuestras raíces. Por
ella me gustaba caminar en mi adolescencia, saboreando la sombra de los
alcornoques o admirando las vistas del valle.
El camino parte desde la comarcal atravesando
dos grandes canchos, horadando desde el principio el alma de la tierra. Por
eso, en venganza, la tierra lucha por recuperar ese terreno con zarzas y
matorrales, rocas a veces caídas desde lo alto,
socavones producidos desde el interior, intentando que la carretera
vuelva a su ser agreste y natural, siempre sin conseguirlo.
Poco antes de llegar a su destino la carretera
describe una curva pronunciada, tras la cual se muestra el pueblo por primera
vez al viajero, con sus casas encumbradas en la ladera, blancas y pardas,
nuevas y viejas… Asomado a esa curva hay un pequeño grupo de alcornoques, una
de las pocas zonas de la carretera que tiene espacio a los lados de la misma.
Bajo la penumbra de los árboles hay un tronco caído, colocado para que las
parejas que caminan hasta aquí tengan un lugar cómodo en el que susurrarse los
secretos. Unos metros más allá, alejándose del pueblo, mana entre helechos un
limpio y claro manantial, en el que muchas tardes apagué la sed y borré el
sudor de mi frente.
Apenas a unos pasos de la fuente hay un trozo
de terreno soleado y sin arbustos, flanqueado por un lado por la valla de
piedra que marca la propiedad de las zonas altas, y por otro por la marca gris
y caliente de la carretera. En esos pocos palmos de tierra, alimentados por el
hilo de agua que baja desde el manantial, es frecuente ver flores de corta vida
pero de vivos colores.
En mis recuerdos destaca una tarde de verano,
con el sol a mis espaldas, mientras caminaba por el arcén absorto en mis
pensamientos de adolescente retraído y solitario. Mientras mi mente
vagabundeaba por quién sabe dónde, mis ojos repararon en un destello de color
sobre el terreno. Me acerqué, y pude ver un pequeño ramillete de flores de un
color rojizo casi rosa, y un olor suave y característico.
La imagen es clara en mi memoria. He visto a
esa diminuta flor muchas otras veces, tanto en mis paseos como en fotografías,
incluso la recolecté en su día para mi herbario estudiantil. Me enteré entonces
que lo que mis mayores llamaban hiel de la tierra, por su sabor amargo, era una
planta medicinal de uso antiguo, que se empleaba para curar la inapetencia, los
parásitos intestinales o la diarrea, y que en la actualidad es un componente de
muchos medicamentos, bebidas y colorantes…
Sin embargo, para mí siempre tendrá un
significado especial. Gracias a ese ramillete de flores rosadas que apareció
ese día en mi visión fui consciente por primera vez del color del mundo. Gracias
a la sensación que su vivo colorido tuvo en mi mente juvenil, pude después descubrir
y apreciar verdes, añiles, amarillos, naranjas… Los pétalos de delicados tonos
rojizos me hicieron cruzar la puerta a un nuevo mundo de sensaciones, me abrieron
los ojos al colorido de la vida.
2 comentarios:
No sabes cómo te entiendo. Hace poco escribía en mi blog sobre mi primer recuerdo del mar: era su olor. Ese olor a sal en el aire es para mi algo semejante al color de esas flores junto a la carretera del que tú hablas.
Siempre me ha gustado la carreteras estrechas que van a pueblos pequeños, tal vez porque son más solitarias, tal vez porque me alejan de las ciudades... Estoy deseando que llegue el otoño y las primeras lluvias para escaparme al campo a oler a tierra mojada, para ver a los árboles llorar...
Un abrazo desde Andalucía.
La verdad es, que el nombre de la flor invita al título de un libro ;)
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