lunes, octubre 08, 2012

El lugar de dónde nunca querré irme...

Sintió frío. Mientras lo esperaba habían caído las primeras sombras sobre la terraza y, aunque la tarde de verano seguía siendo cálida, la temperatura había bajado lo suficiente como para que lo notara. Se levantó en busca de algo de abrigo, y regresó con un bonito chal de seda, bordado a mano, que había traído de uno de sus viajes por Asia. Sabía que le gustaría, y podrían comentar sus recuerdos de las arenas de Petra mientras tomaban el aperitivo. Recordando los colores del desierto sintió unas manos sobre ella, afectuosas, que le acariciaban la base de la nuca, y al volver la cabeza vio sus profundos ojos negros mientras recibía la ternura de sus labios en su boca.

Sonrió. Sabía que a él le gustaba sorprenderla, aunque era consciente de que a ella le molestaba. Era un pequeño juego al que habían jugado en muchas de sus citas a lo largo de los años: uno de los dos llegaba antes de la hora prevista, normalmente ella, y se colocaba de manera que podía ver cómo aparecía el otro, observando en esos minutos en los que uno no espera ser visto, en los que se relajan nuestros escudos y nos mostramos como somos, antes de, tal vez, ponernos la máscara que corresponda a la ocasión.

Él venía de la calle, y a pesar de que había estado fuera toda la tarde no parecía tener calor. Al acercarse a besarla detectó el sutil aroma de su colonia, que ella sabía que solo se ponía cuando estaban juntos. Se sentó al frente, sin soltarla de las manos, y mirándola a los ojos le preguntó por los hechos del día: visitas, clases, el paseo con las amigas… Ella le contó pausadamente las noticias que pedía, mientras se miraba en esos ojos que no dejaban de observarla, de acariciarla con la mirada, de decirle que la quería, que la había echado de menos, que estaba deseando sentarse junto a ella…

Estuvieron hablando en la terraza del hotel mientras el sol caía sobre los tejados de Madrid, una bola roja intentando incendiar el Campo del Moro, y se retiraron al interior cuando el fresco ya se sentía en el cielo nocturno, en el que las estrellas titilaban ya hacía rato. Caminaban despacio, ella sosteniendo el chal con una mano, mientras la otra la llevaba unida a él, mirando al suelo y sonriendo con esa media sonrisa que tienen los enamorados; él, la mano en el bolsillo del pantalón, la otra acariciando esos dedos que minutos antes besaba, mientras hablaba de sus sueños, de sus proyectos, de la vida en común que proyectaba junto a ella…

Llegaron a la habitación aún tomados de la mano. En ese momento ella levantó su rostro y miró en el interior de los ojos de él, intentando ver más allá de lo que sus tonos oscuros y las incipientes patas de gallo podían decir. No siempre había sido como ambos hubieran querido. El orgullo, palabras dichas sin pensar, miedos que no se habían confesado aún… Todo eso había provocado que pelearan en más de una ocasión, los dos defendiéndose de ataques imaginarios. Esos momentos quedaban ahora atrás, pero a veces el viejo resquemor resurgía como ondas en un lago profundo.

Esa noche no. Lo que ella veía en las pupilas del hombre era amor y pasión, lo que sus labios decían mientras rozaban su cuello concordaba con sus propios pensamientos, esas manos recorriendo su espalda iban acompasadas con su deseo, con sus ganas de sentirle y abrazarle, con la necesidad de envolverse en esos brazos y olvidar, llegar a ese punto en el que no sabían si eran dos personas o un solo corazón, a ese lugar de dónde nunca querrían volver… 

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