Sonrió. Sabía que a él le gustaba
sorprenderla, aunque era consciente de que a ella le molestaba. Era un pequeño
juego al que habían jugado en muchas de sus citas a lo largo de los años: uno
de los dos llegaba antes de la hora prevista, normalmente ella, y se colocaba
de manera que podía ver cómo aparecía el otro, observando en esos minutos en
los que uno no espera ser visto, en los que se relajan nuestros escudos y nos
mostramos como somos, antes de, tal vez, ponernos la máscara que corresponda a
la ocasión.
Él venía de la calle, y a pesar de que había
estado fuera toda la tarde no parecía tener calor. Al acercarse a besarla
detectó el sutil aroma de su colonia, que ella sabía que solo se ponía cuando
estaban juntos. Se sentó al frente, sin soltarla de las manos, y mirándola a
los ojos le preguntó por los hechos del día: visitas, clases, el paseo con las
amigas… Ella le contó pausadamente las noticias que pedía, mientras se miraba
en esos ojos que no dejaban de observarla, de acariciarla con la mirada, de
decirle que la quería, que la había echado de menos, que estaba deseando
sentarse junto a ella…
Estuvieron hablando en la terraza del hotel
mientras el sol caía sobre los tejados de Madrid, una bola roja intentando
incendiar el Campo del Moro, y se retiraron al interior cuando el fresco ya se
sentía en el cielo nocturno, en el que las estrellas titilaban ya hacía rato.
Caminaban despacio, ella sosteniendo el chal con una mano, mientras la otra la
llevaba unida a él, mirando al suelo y sonriendo con esa media sonrisa que
tienen los enamorados; él, la mano en el bolsillo del pantalón, la otra
acariciando esos dedos que minutos antes besaba, mientras hablaba de sus
sueños, de sus proyectos, de la vida en común que proyectaba junto a ella…
Llegaron a la habitación aún tomados de la
mano. En ese momento ella levantó su rostro y miró en el interior de los ojos
de él, intentando ver más allá de lo que sus tonos oscuros y las incipientes
patas de gallo podían decir. No siempre había sido como ambos hubieran querido.
El orgullo, palabras dichas sin pensar, miedos que no se habían confesado aún…
Todo eso había provocado que pelearan en más de una ocasión, los dos defendiéndose
de ataques imaginarios. Esos momentos quedaban ahora atrás, pero a veces el
viejo resquemor resurgía como ondas en un lago profundo.
Esa noche no. Lo que ella veía en las pupilas
del hombre era amor y pasión, lo que sus labios decían mientras rozaban su
cuello concordaba con sus propios pensamientos, esas manos recorriendo su
espalda iban acompasadas con su deseo, con sus ganas de sentirle y abrazarle,
con la necesidad de envolverse en esos brazos y olvidar, llegar a ese punto en
el que no sabían si eran dos personas o un solo corazón, a ese lugar de dónde
nunca querrían volver…
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