La primera vez que observó este comportamiento
le llamó la atención el absoluto silencio que mantenía el parroquiano: no pedía
consumición, ni la cuenta, no comentaba ninguno de los sucesos que el
resto de clientes discutía, en ocasiones acaloradamente. Sencillamente se
encontraba sentado en su mesa, mirando al infinito, sorbiendo pequeños tragos de anís y
café frío.
Él tampoco era un cliente modelo. Le gustaba
el bar del portugués porque quedaba cerca de casa, tenía unas bonitas vistas del
valle desde el balcón, y el vino no era tan aguado como en otras tabernas.
Desde el primer día en que llegó a su puerta, buscando un lugar donde encontrar
esa escasa cantidad de calor humano que parecía necesitar, se encontró con un pequeño
universo de seres humanos, con historias que fue poco a poco aprendiendo y
valorando. Carlos, el dueño, misterioso detrás de su delantal y extraño acento;
Pilar, su mujer, que aparecía muy de vez en cuando, iluminando el salón con su
presencia; el sacristán, siempre de negro, siempre vociferando; el tío Julio…
A las pocas visitas, en las que pedía un vaso
de vino y se sentaba a observar el valle mientras sorbía lentamente su sangre,
el portugués se le acercó y se sentó a su lado. Era un hombre ya entrado en la
cuarentena; decía la leyenda que había sido pistolero en Lisboa antes de cruzar
la frontera y enamorarse, que durante la guerra había servido en el ejército
francés, y que a resultas de un ataque de gas estuvo a punto de morir en Lieja.
Sus ojos claros cubiertos por unas espesas cejas, brillaban con inteligencia y,
en ocasiones, astucia.
“¿Usted es el madrileño que ha comprado la
casa antigua, verdad?” le preguntó mientras le servía el vaso de vino que había
pedido.
“Sí, ese debo ser yo” respondió, tomando el
cristal y dando el primer sorbo. De inmediato se dio cuenta de que aquél no era
el vino que había estado tomando sino uno de calidad muy superior: podía
distinguir en su paladar el sabor dulzón de la uva fermentada, un poco de
canela, manzana, moras frescas, rocío de un día de otoño, un atisbo de… Una mirada a la expresión socarrona del portugués le hizo
entender que era el regalo de bienvenida, que había sido admitido en un club que
contaba con muy pocos miembros.
No intercambiaron más palabras durante
semanas. A veces, el dueño de la taberna se acercaba a su mesa y le servía una
copa de ese vino fresco, frutal y al mismo tiempo lleno de aromas de primavera.
Él lo aceptaba con un gesto de agradecimiento y después seguía ensimismado en
sus pensamientos, que Carlos respetaba.
Mientras, el hombre del anís y el café seguía
yendo todas las mañanas, tomando su licor con tiempo, y dejando dos pesetas
sobre la mesa antes de irse…