Todas las mañanas Braulio escuchaba las
noticias en su vieja radio portátil, esperando hasta oír la previsión del
tiempo. Si el día se presentaba gris o con pronóstico de lluvia, se quedaba en
casa, leyendo o hablando con sus familiares. Pero si el meteorólogo indicaba
buen tiempo, o al menos que no iba a llover, Braulio se vestía y salía de su
hogar en dirección al parque de las Azaleas, a pasar el día.
Allí se dirigía siempre al mismo lugar: un
banco de madera desgastada y nudosa, situado en una zona apartada del parque,
donde se sentaba y estiraba las piernas. Estaba alejado de las rutas
principales de corredores y madres con hijos, por lo que no le molestaba casi
nadie durante largas horas. El tímido sol de invierno le calentaba durante la
mañana, y en los veranos le daba sombra un anciano sauce cercano. Arbustos de
brezos y lavanda le proporcionaban agradables olores, y los parterres del otro
lado del seto se encargaban de dar variedad a su paisaje.
Era un lugar tranquilo y confortable. Allí
pasaba mucho tiempo, sentado, con la cara al sol o leyendo. A veces, sin saber
por qué (un recuerdo, un olor, quizás el sueño de una mala noche, la memoria de
una imagen…), el corazón de Braulio se estrujaba y dolía. Una sensación de
ahogo le colmaba, subiendo por su garganta hasta sus ojos, que comenzaban a
picar y luego a destilar lágrimas.
No era un hombre sensible, pero a lo largo de
sus muchos años había acumulado una gran cantidad de angustia y pena, sentimientos
que se habían sedimentado en su alma dejando un poso negro y duro, una costra
que era muy difícil de arrancar… Esos momentos en que lloraba en silencio,
sintiendo la calidez de sus lágrimas recorrer sus mejillas, le ayudaban a
romper y sacar parte de ese dolor.
Durante esos segundos le asaltaban imágenes de
su vida, recordaba a parientes que no podía alcanzar, a amigos con los que no
podía hablar, a amores que no pudo corresponder… Si alguna persona pasase por
esa zona del parque en esos instantes, quizás un transeúnte despistado,
caminando sin rumbo, podría escuchar las palabras que Braulio decía entre
sollozos: “perdóname”, “lo siento”, “te perdono”…
Llegaba al fin la tarde y el banco quedaba
enredado en las sombras de los pinos cercanos, altos vigilantes de la vida de
Braulio. El hombre se levantaba, recogía sus cosas (un libro, tal vez una
bufanda) y golpeando su gastado y blanco bastón de ciego caminaba hacia la
salida del parque, un poco más ligero que ayer, un poco más pesado que mañana…
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